Hay que compadecernos de quien es infiel y es descubierto porque su vida jamás volverá a ser la misma. No es oda a las malas costumbres ni apología al desacato del amor marital para salir corriendo a concatenar los cuerpos, unos contra otros, tal como lo sugiere el poliamor de nuestro tiempo.
Al respecto, hay más preguntas sin resolver que sentencias por increpar. De modo que, sin la mínima intención de ser enciclopédico, bastará con poner algunas vacilaciones sobre la mesa.
Sucede que no hemos sido instruidos a partir de una base teórica para sostener una discusión alturada sobre un tema tan importante como el (des)amor, tan solo desde la experiencia y, en consecuencia, lanzamos dardos de odio hacia el pecho de la persona que vulnere el acuerdo conyugal.
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Pienso, de esa manera, que el infiel, que es el verdadero amante, es juzgado enteramente desde una concepción teológica y pocas veces desde lo psicológico, patológico, social, antropológico, incluso metafísico. Y se entiende: ¿quién se preocuparía por las complicaciones de los entes en torno a la existencia cuando el daño es irremediable?
La primera concepción a explicar es contractualista y refiere al rompimiento de la promesa de amor. Más que un acuerdo de voluntades, vincularse amorosamente con una persona significa prometerle algo que no siempre se dice, esto es, se materializa en palabras.
Suponer la obviedad del asunto, como la fidelidad en pensamiento y cuerpo al ser amado, resulta mezquino porque no todas las promesas son iguales, más aún si no se delimitan.
Por el contrario, cuando se promete o jura, digamos, fidelidad a la relación, como en todo convenio, subsiste un riesgo permitido que podría imposibilitar al amante cumplir con dicha obligación: el desamor.
Que la persona amada suponga la fidelidad en la promesa de amor, aun sin que el amante la diga, es aferrarse válidamente a lo consuetudinario. “El que ha entrado a un paraíso bipersonal por qué tendría que experimentar lo que hay afuera”, diría Antonio Gala en su entrevista más icónica en 1991.
En tal sentido, la tradición del amor nos obliga a cumplir con varios preceptos morales sin que haya la necesidad de expresarlos. Para esta concepción antropológica, el paraíso al que refiere el novelista español deja de ser metáfora y se convierte en el único mundo posible por habitar de los amantes, donde mirar hacia fuera debiera ser juzgado como la más vil de las traiciones.
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Entonces ¿vincularse sexo-afectivamente fuera del seno marital es una conducta deshonrosa para la promesa de amor? Es una pregunta que, quizá por cobarde, me niego a contestar, pero que Maurice Merleau-Ponty la desarrolló de forma magistral en “Fenomenología de la percepción” (1945).
Todo cuerpo, dice, posee consciencia y libertad; cuando te entregas por completo, no eres más que un ser fascinado, una cosa ya hecha, un esclavo, un objeto no deseado; por eso, ya no podré amarte. Sin que este sea el móvil del infiel, en realidad, lo que el filósofo francés abordó es la dialéctica del drama sexual: al entregar nuestro cuerpo “a la mirada del otro”, podemos asumir el rol del dueño o del esclavo en este devenir de placeres, pero más nos vale ser el primero porque nadie está dispuesto a sacrificar el goce de su sexualidad a costa de la satisfacción del segundo. Un esclavo es propiedad y posesión. Solo eso.
La teoría psicoanalítica nos dice que la cosificación siempre recae en el ser amado y nunca en el amante, pues no es casualidad que el objeto del amor tenga dos dimensiones: ofrecer amor y entregarse al amor, o sea amante y amado, respectivamente.
Mientras que el segundo se olvida de ser sujeto por amor, el primero tiene la obligación de amarlo. Tal dualidad es imprescindible en términos maritales. Sin embargo ¿resulta más conveniente amar o ser amado? Todos estamos dispuestos a saltar al abismo y entregarnos al amor, pero pocos tenemos la capacidad de amar sin remordimientos. De repente, el hombre solo sea bueno hasta que se enamora.
Hace más de una década, el último bastión de la cultura peruana, Marco Aurelio Denegri, sostuvo que, en términos maritales, era posible amar a más de una persona; empero, habría que tomar cuatro factores en cuenta: la capacidad de amar, el significado de amor, la satisfacción de nuestras ilusiones y el costo relacional.
Lo cierto es que pareciera que el hombre está preparado para amar siempre en plural: ama a sus papás, ama sus hermanos, ama a sus amigos y, seguramente, ame a más de una persona.
Sumado a ello, consideremos que tiene la capacidad suficiente para que, a lo largo de su vida, pueda acostarse con varias personas. Todo le juega a favor o en contra, depende de la perspectiva.
No cabe duda que detrás de una infidelidad ha habido mucho silencio en la relación; por eso, ser descubierto es enfrentarse al horror de las represalias. Como en todo convenio, quien incumple con sus obligaciones tiene más que perder que el contratante.
Esto nos invita a pensar cuál, en verdad, es la parte débil de la promesa de amor: aquel que ama o aquel que desea ser amado. Al final del día, la compasión ya no es un reclamo, es un anhelo.