El prominente humo indica el camino. Laredo está a la vuelta de la esquina. Es un domingo de fines de abril y el sol marca la pauta de la tarde: el tenue calor abriga a los paseantes en la plaza, quienes se detienen a conversar mientras esperan a que la Biblioteca Municipal José Watanabe Varas abra sus puertas. En su interior se prepara un conversatorio en homenaje a los 15 años de fallecimiento del poeta, actividad organizada por la municipalidad del distrito.
En todo este tiempo transcurrido, la obra de José Watanabe no ha hecho más que latir con fuerza. Nacido en Laredo, el 17 de marzo de 1945, desde niño mostró una vasta imaginación y una manera particular de ver el mundo. La influencia de su padre, quien le enseñó la tradicional poesía japonesa de los haikus (una secuencia de lacónicos versos que encierran una impresión sensible de la naturaleza), fue clave en su formación poética.
La influencia del autor, ganador del premio Poeta Joven del Perú en 1970, ha sobrepasado cualquier frontera. No solo sus versos, sino su producción cinematográfica, su incursión en la literatura infantil y su afición por diversas disciplinas artísticas son motivos de estudio para muchos investigadores. Su tierra natal no fue indiferente al respecto y, siendo conscientes de la importancia de mostrar el trabajo de Watanabe a nuevos públicos, organizó una serie de eventos en la semana de homenaje: del 21 al 26 de abril, la Biblioteca Municipal del distrito, realizó lectura de cuentos, proyecciones de películas y concursos que despertaron interés en los laredinos.
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Una voz brota de los parlantes en el recinto de la biblioteca: la invitación se concreta y la gente ingresa paulatinamente. Son cuatro los panelistas, que preparan entre libros, folios y notas, sus respectivas intervenciones. Y es que entre laredinos, Watanabe, merece preparación y respeto, así lo demuestra el acto solemne de entonar los respectivos himnos, y la participación de una entusiasta niña que recita con delicadeza el poema El desierto de los olmos. La figura de Watanabe es el centro de atención, mientras el público oye atentamente una serie de anécdotas del reconocido Chino, así llamado por sus contemporáneos. “El chino era un trome en armar cometas”, comenta Gabriel Marquina, vecino y compañero de estudios del poeta.
No solo sus versos, sino su producción cinematográfica, su incursión en la literatura infantil y su afición por diversas disciplinas artísticas son motivos de estudio para muchos investigadores.
En breves instantes, Watanabe es desnudado en íntimas anécdotas: su preferencia por los cuyes en los almuerzos; soñaba con reencontrarse con su promoción del 57 en sus bodas de oro; disfrutaba de las silenciosas caminatas con su padre cuando éste salía del trabajo. Experiencias cercanas a su lugar de origen, que mostró ser siempre su fuente de inspiración, aunque haya migrado a Trujillo en los años de su adolescencia. “Nadie puede hablar de Laredo si no tiene en mente a un personaje ilustre de estas tierras dulces”, expresa Fernando Bazán, historiador y también compañero de carpeta del poeta. Para los presentes en el recinto, Watanabe cumple con las condiciones para ser el máximo representante de las letras laredianas.
Watanabe vivió en la calle Industria 226. Estudió, primaria, en las escuelas Fiscal y Chopitea, y, la secundaria, en el San Juan en Trujillo. Estudió Arquitectura en una universidad de Lima, pero la abandonó para dedicarse por completo a la literatura. Después de padecer de cáncer, falleció el 25 de abril de 2007. Su cuerpo descansa en un campo santo de Lurín, en Lima. “José Watanabe debe ser declarado por la municipalidad ‘Símbolo de nuestra identidad laredina’”, pide por la redes sociales, Pablo Namay Rodríguez.
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Mientras tanto, por la puerta de ingreso, de la biblioteca los últimos rayos de sol se ocultan. Por un breve instante uno es consciente de que el astro que se despide fue el mismo que inspiró al poeta en su magistral El guardián del hielo: “No se puede amar lo que tan rápido fuga. / Ama rápido, me dijo el sol”. No será la única vez que un elemento de la naturaleza inspire la poesía de Watanabe. Para los panelistas, esta particularidad se compromete con la afición del poeta de referirse a los elementos de la cotidianidad: una jarra de vidrio, un trozo de hielo, el ritual del huevo para quitar el mal del ojo, una colección de santos arruinados por el paso del tiempo. “Para ‘Pepe’, las pequeñas cosas son grandes verdades, y ellas se dicen con belleza”, parafrasea Gastón de algún filósofo que no logra recordar. Amaro Figueroa, otro de los expertos, menciona que la inspiración de Watanabe viene gracias a su “contemplación de niño, siempre dispuesto a sorprenderse”.
El diálogo concluye en medio de la noche. Al salir de la Biblioteca, la ciudad es la misma con la que empezó el evento: pacífica, silente, envuelta en el humo inagotable de la azucarera; sin embargo, algo se esconde entre sus rincones, una historia de la que consumió Watanabe y que solo dan cuenta quienes estuvieron presente en ella. La ciudad, entonces, también va envuelta de nostalgia, razón por la que se vuelve el lugar perfecto para crear poesía.