Luego del cambio de turno en la fábrica, Marino dejó su puesto de operario del trapiche y salió sin contratiempos con dirección a su casa. En el kiosco de la Plaza de Armas, compró el diario más barato y, como era su costumbre, se sentó en un banco a hojear los titulares. Empezó por la sección de deportes y a vuelo de pájaro pasó la vista por las noticias desagradables; pero se detuvo en una página donde le pareció reconocer un nombre y un rostro conocidos. El titular decía: «El poeta vuelve a su tierra».
Ese hombre de rasgos orientales no podía ser otro que José, su compañero en la escuela rural a la que habían asistido hacía algo más de cincuenta años. Por su memoria cruzó fugazmente aquella interminable alameda llena de niños y bullicio de pájaros, y las altas vigas del salón de clase, donde todo el año anidaban libremente las palomas. El ilustre visitante asistiría primero a un homenaje en su honor en la ciudad de Trujillo y luego vendría a Laredo, su tierra natal, a cumplir con una invitación a la que Marino no estaba invitado.
Después de una siesta prolongada, Marino salió en busca del poeta. Lo encontró recostado en un silloncito de paja en el corredor de la casa del único hermano de José que vivía en el pueblo. En un primer intento por abordarlo, pasó por la vereda de enfrente con el brazo en alto, pero el poeta no vio nada en la otra acera que lo perturbara y continuó hojeando una revista. «¡No me ha reconocido!», pensó. Y en ese instante recordó que su paso por la escuela había sido como un relámpago que duró apenas hasta el quinto grado de primaria. ¿Ese era el amigo que buscaba? ¿No se habría entusiasmado inútilmente con el nombre y el rostro de un desconocido? Contrariado quiso volver y dar por terminada su aventura, pero el hombre de enfrente lo estaba mirando.
––¿José?… Soy Marino… Marino ––dijo, mientras se acercaba sonriendo nerviosamente.
Algo sorprendido, el visitante dejó la revista y con cierta parsimonia se puso de pie.
––¡Así que tú eres Marino! ––le dijo ––. Por lo visto, en Laredo la gente no envejece ––. Se dibujó en su rostro una leve sonrisa y lo invitó a pasar.
Marino, aunque en ese momento ya no estaba seguro de haber encontrado al amigo que buscaba, quería decirle que era una gran sorpresa verlo de nuevo en el pueblo después de tantos años; que realmente lo había venido a buscar solo para darle un apretón de manos; que recordaba todo acerca de la escuelita rural; que quería agradecerle por algo, aunque no sabía por qué; pero lo único que hizo fue dejarse caer sobre una silla, enjugarse el sudor con su pañuelo y aceptar el vaso con agua que le ofrecieron. Después se enfrascaron en una gentil conversación en la que Marino intentó de muchas maneras abrigar la memoria del ilustre visitante y le trajo al presente rostros y circunstancias que el poeta recordó con alegría. Más tarde, cuando lo despidió con una palmadita en el hombro, Marino le prometió que asistiría a la recepción que un grupo de estudiantes había organizado en su honor.
En la noche estuvo antes que nadie en aquel amplio salón de recepciones. A la cita llegaron académicos, músicos, autoridades, dos niños declamadores, un hombre y su flauta, un peluquero medio ebrio y un desharrapado que a viva voz repetía haber sido su compañero de carpeta. El ilustre visitante apareció más tarde con un libro bajo el brazo y soportó estoicamente durante tres horas el aplauso chillón de los invitados y una sesión interminable de fotografías.
Durante toda la ceremonia, Marino no abandonó su lugar. Esperó pacientemente a que su amigo se percatara de su presencia; pero solo fue un instante, luego de haber leído un poema, cuando hizo una venia que Marino vio extinguirse mucho antes de que alguien se diera cuenta de ello. Y repentinamente, José desapareció, confundido entre un grupo de personas que se dirigían a él con entera confianza.
Al otro día, el pueblo volvió a su acostumbrada rutina. Los empleados y obreros recorrían el camino de siempre a la hora acostumbrada, y Marino entre ellos. Y esta vez, mientras descendía hacia la fábrica por el camino de anchas escalinatas, presintió que entraba en una boca inmensa con dientes de acero para ser devorado.
GERSON RAMÍREZ AVILA
Ha publicado la novela El oráculo de Diofanto y los libros de cuentos Los intrusos, Cenaremos en Madrid y Cuentos de la campiña. Actualmente desempeña la docencia en la Universidad Privada del Norte. El ilustre desconocido forma parte del libro Cenaremos en Madrid.