Escribe Marcio Taboada Zapata
El jovencito vio a su viejo tomar uno de los coloretes del tocador y llevarlo hacia sus labios. A través de la puerta entornada, sorprendido, observó a la boca —rodeada de una naciente barba— tornarse roja como la sangre. Sintió temor, vergüenza, intranquilidad.
¿Por qué papá hacía eso? ¿En dónde se había metido mamá? La única luz dentro del cuarto era la de la lamparita, pero podía distinguirse los movimientos y algunas cosas dentro de él, como un vestido azul o negro sobre la cama, como el cuadro con sus fotos colgado en la pared del fondo.
Hubiese querido volverse ciego, pero continuó mirando; hubiese querido gritar, pero guardó silencio. El desasosiego se intensificó; al cosmético labial le siguieron la sombra y el rímel en los ojos, el rubor en las mejillas y los aretes de plata. No resistió y retrocedió hasta hundir su rostro en la almohada y llorar para llamar al sueño: huir de la realidad que forjó sin querer —había salido de su habitación solo para ir por un vaso con agua que no bebió—: alejarse de la idea de que su viejo, al que amaba y admiraba —por su valentía, su trabajo, su fuerza—, era marica.
¿Por qué papá hacía eso? ¿En dónde se había metido mamá? La única luz dentro del cuarto era la de la lamparita, pero podía distinguirse los movimientos y algunas cosas dentro de él, como un vestido azul o negro sobre la cama, como el cuadro con sus fotos colgado en la pared del fondo.
Mas no consiguió dormir ni tampoco calmar la sed. Comenzó a estudiar la situación, a darle las «ochenta vueltas al globo». Trató de recordar, sin éxito, alguna vez en que papá haya manifestado conductas homosexuales. ¿Qué era eso? Nunca se mostró distinto a lo que siempre fue: un hombre hecho y derecho.
En su memoria, él aparecía trabajando, llegando a casa agotado, comiendo un plato gigante de comida, renegando al ver las noticias, preguntando cómo estuvo el día, viendo el canal de los deportes, abrazando a su esposa y diciéndole que lo mejor del día era tenerla cerca, que la amaba. ¿Y ella? ¿Acaso ignoraba esto?
Seguir en la cama le fue imposible, por eso se levantó y caminó de un lado a otro, se sentó en el piso, sudó, imaginó lo que ocurría allá en el centro de la locura, en el terreno de lo inverosímil, alumbrado por un amarillo decadente. —Un vestido femenino en el cuerpo de un hombre, moviéndose, bamboleándose en el mar que es la opacidad solitaria—.
Oyó un cuchicheo y una leve melodía. Aguzó el oído: las palabras no las entendió, pero la canción era de las favoritas de mamá. Las conjeturas se dispararon, porque, entonces… ella sabía. ¿Y lo permitía? Por supuesto que no, imposible.
Decidió terminar con la incertidumbre, enrostrar al caos. Se paró frente a la puerta y el concepto de resolución abandonó su cuerpo. No sabía qué hacer. Y la quietud fue más rápida: lo poseyó por completo. ¿Esperaría a que el acontecimiento se resolviera por sí solo? No, no, no, por supuesto. Rompió el cristal suyo y asomó sus vistas.
Ahí estaba el viejo, el macho, pintarrajeado y dentro de una tela oscura que se acomodaba a sus músculos y sus vellos, una tela que no evitaba sus bultos naturales. Empezó a cantar y apareció una cartera en su brazo y de esta sacó una peluca y se la puso. Las lágrimas acometieron: realmente, su padre era un maricón.
De repente, sintió una mano sobre el hombro. Viró. Mamá le preguntó que hacía y por qué lloraba. Él no se explicaba como ella llegó así —¿Se había materializado de la nada?— y, entre sollozos e hipos, solo atinó a decir que merecía conocer la verdad.
Ella tomó su mano y lo llevó hacia la cocina; le sirvió el agua que tanto deseó esa noche y no pudo beber por la enajenación y la contrariedad. Calmada la sed, la madre asió nuevamente la mano del hijo y caminaron hasta el cuarto callados —ella seria y él suspirando—. Papá estaba contoneándose con el trance de la sensualidad, pero se volvió estatua cuando ellos entraron.
—Nuestro pequeño ha crecido tanto, fíjate, ya es todo un hombre. Creo que es tiempo de que conozca el amor en todas sus expresiones; al fin puede vernos, querido y, si quiere, unírsenos —dijo la mujer, mientras fingía una voz de hombre, subía el volumen al reproductor de música y ponía seguro a la puerta.
Esa noche el chico intervino solo como testigo. Prefirió esperar al fin de semana —mamá se disfrazaría de mamá.
Marcio Taboada Zapata nació en San Pedro de Lloc, capital de la provincia de Pacasmayo, La Libertad, en 1994. Es licenciado en Comunicación y Periodismo, egresado de la Universidad Privada del Norte (Trujillo). En 2020, fue uno de los ganadores del primer concurso de cuentos realizados por la Municipalidad Provincial de Pacasmayo.
En 2021, publicó Sórdido, libro de relatos cortos que abordan zonas prohibidas de la naturaleza humana, por el cual, en 2022, durante el XIV Encuentro de literatura hispanoamericana Iván La Riva Vegazzo, la Casa de la Cultura y Turismo de San Pedro de Lloc lo reconoció como “Escritor joven revelación 2022”. Noche del amor forma parte de su libro de relatos Sórdido.