InicioFrutos Extraños"Canon", un cuento de David Salvatierra

“Canon”, un cuento de David Salvatierra

Escribe David Salvatierra*

Y entonces Emilio se dio cuenta de que era la primera vez en treinta años que pronunciaba aquella palabra.

—El canon literario nacional lleva décadas escrito sobre piedra. Tal vez no sea mala idea empezar a debatir su vigencia.

Eso había dicho, conversando con un anciano profesor en los pasillos de la facultad. E inmediatamente después, una violenta sinapsis relampagueó en su cerebro y recordó y recordó y cayó en la cuenta de que era la primera vez que utilizaba la palabra canon en una conversación desde aquella noche remota, con los muchachos en el parque. 

En ese entonces Emilio era un chico de quince años, tenía una pequeña biblioteca personal que hacía crecer de cuando en cuando con sus propinas, y reconocía íntimamente que una de sus aficiones era coleccionar palabras: elegía, incólume, canon

Una violenta sinapsis relampagueó en su cerebro y recordó y recordó y cayó en la cuenta de que era la primera vez que utilizaba la palabra canon en una conversación desde aquella noche remota, con los muchachos en el parque.

Además, el curso de lenguaje era el único que se le daba bien en el colegio, el profesor Acevedo, con su amor por los clásicos, era de los pocos que se dejaban escuchar. De modo que aquella noche de fin de semana, mientras los muchachos se pasaban una botella de ron de mano en mano, sentados en círculo sobre la hierba del parque, y discutían los grupos fundamentales de la historia del rock y soltaban los nombres sagrados de Queen, Led Zeppelin y Black Sabbath, de pronto a él se le ocurrió decir “pero para hablar de un canon del rock tendríamos que ir más atrás”.

Se hizo un atónito silencio que se rompió cuando Manolo estalló en una risa que casi le hace escupir el trago, ¿has dicho canon? ¿canon? ¡pero qué huevadas hablas!, y entonces todo fue una carcajada unánime, con gritos, manotazos y cogidas de panza, toda la pantomima de costumbre. 

Emilio sintió que tal vez también debía reír con ellos y trató de encontrarle la gracia al asunto, pero no pudo. Hasta Chicho, su mejor amigo, que conocía su afición por los libros, se había cagado de risa en su cara. Emilio pensó que exageraban y no era para tanto, a fin de cuentas, no era una palabra tan rebuscada como florilegio o paradigma

Pero ellos siguieron riendo un buen rato, y aunque luego pasaron a otros temas y la ebriedad los derivó al fútbol y al final a la política, él siguió escuchando el eco de la risa que aquella palabra había desencadenado, y se reservó de aportar mayores comentarios el resto de la noche. 

Desde ese día no dejó de sentirse un poco extraño y descolocado entre sus amigos. Le faltaba un par de meses para terminar la secundaria, y hasta ese momento le había dado vueltas a la idea de estudiar letras en la universidad, deambular entre bibliotecas y convertirse en profesor, pero con los días sintió que algo se le iba apagando, algo sólido en su interior empezó a perder peso y vaciarse. 

Pese a todo, siguió saliendo con los muchachos, acompañándolos en las salidas, pichangas y borracheras, y se acomodó al lenguaje del grupo, eran sus mejores amigos, a fin de cuentas, era normal batirse el uno al otro. 

Le volvieron a subir los ánimos, hizo promesas de eterna amistad y acabó el colegio, y sin pensarlo mucho ya estaba estudiando administración en la universidad. Fueron cinco años huecos que pasaron en un pestañeo y de los que después no recordaría mucho más que algunas compañeras de las que se enamoró en silencio y la pesadez infinita de los libros de texto. 

La vida que lo esperaba como profesional también fue para el olvido, al comienzo pateando la calle como vendedor, y luego oscilando con menos pesar entre trabajos de autómata, detrás de una ventanilla de banco o clavado a un cubículo de atención al cliente. Llegó a los treinta, se casó con una compañera de trabajo, tuvo un hijo, se hizo amante de otra compañera de trabajo, se divorció, consiguió una oficina propia, y cuando menos se dio cuenta ya tenía cuarenta y cinco años. 

Una tarde, mientras buscaba algo en qué ocupar el tiempo en un fin de semana que se le hacía interminable, fue a visitar a sus padres y se le ocurrió llevarse su olvidada biblioteca. Al acomodar los libros en los estantes vacíos de su departamento, reconoció las obras favoritas de su adolescencia, repasó sus hojas al azar, y las colocó sobre su mesa de noche. 

Canon

Con el tiempo, retomó sus hábitos de lectura, tomó nota de escritores que debía leer, empezó a recorrer librerías, y un día pensó que no estaría mal matricularse en la facultad de letras, o al menos asistir como alumno libre. 

El primer día de clases se sentó discretamente en una carpeta de la última fila, y cuando el profesor entró al salón, su cuerpo se llenó de un entusiasmo parecido al que hubiera sentido en la butaca de un cine, a punto de ver la película que había esperado toda su vida. 

Siendo el alumno más viejo de la clase, observó que era poco probable que hiciera amigos entre aquellos chicos recién salidos del colegio. De cualquier modo, no le interesaba mucho hacer nuevas amistades a esas alturas de su vida, ni siquiera conservaba las antiguas, y tampoco se hubiera acordado de sus viejos compañeros de no haber alargado fuera del aula el debate que se había iniciado una hora antes, discutiendo a los autores fundamentales de la literatura nacional. 

Pronunció otra vez aquella palabra ante el profesor, con una satisfacción que nunca antes había encontrado en pronunciar alguna otra.

—Creo que el canon no es inmutable, profesor, lo que antes era, quizás hoy no lo sea tanto.

Quiso afirmar lo que estaba sintiendo y la repitió una vez más, sin miedo. 


*David Salvatierra nació en Lima, en 1981, pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo y la maestría de Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de cuentos Lo que sé de mi madre (2014), Nueve cuentos envenenados (2020) y Todas las familias tristes (2023), y la novela corta El sentimiento de la fuga(2016). Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando (2014), Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019), Historias mínimas (2020), Relatos selectos (2021), Trujillo en cuento (2023) y Tiro de esquina (2023). Su cuento Ohio, 1912, fue finalista en la XX Bienal de Cuento «Premio Copé 2018».