Escribe David Salvatierra*
Yo no soy de armar líos, tú me conoces, pero en ese momento era lo que me tocaba. Porque Tito ya no podía rebelarse ni estaba en plan de elegir nada. Así que cuando entró la doctora sin mirar a nadie, sin despegar los ojos de la historia clínica siquiera, y les dijo a los enfermeros “entuben al paciente”, con el tono de quien dice “metan esa carne a la congeladora”, supe que tenía que hacer algo. “No, no, nada de eso”, le dije. La doctora levantó la mirada para ver quién hablaba. “Mi hermano está bien así y así se va a quedar”.
Pero la verdad es que Tito no estaba nada bien. Estaba peor que nunca. Ya no le alcanzaban las fuerzas para un día más. Ni para poner la misma cara de sabelotodo que puso cuando lo llevamos al hospital, como si lo comprendiera todo. Qué iba a saber. Nadie sabe nada cuando pasan estas cosas. Veinte días. Veinte malditos días del cáncer más agresivo que te puedas imaginar. Y a los veintisiete años. Veintisiete, ni siquiera treinta. ¿Sabes lo que es eso?
“A mí no me mientan, a mí no me vengan con cuentos”, nos dijo a papá y a mí cuando salimos con los resultados de la biopsia. Y cómo le íbamos a mentir si mamá no dejaba de llorar en un rincón del consultorio como si ya mismo lo estuviéramos velando en sus narices. Aunque si lo veías fríamente, esa era la verdad. Cirrosis. Sí, cirrosis, ¿sabías que les da hasta a los niños? Sí, niños muriéndose con el hígado reventado. Y eso le estaba pasando a Tito desde quién sabe cuándo. No sé si no lo creía o no lo aceptaba o seguía haciéndose el rebelde de toda la vida. “Regreso mañana”, nos dijo cuando lo quisimos internar. “No me voy a quedar encerrado esperando el milagro. Le dicen a mamá que les rece a todos sus santos”. Y se fue.
Pero la verdad es que Tito no estaba nada bien. Estaba peor que nunca. Ya no le alcanzaban las fuerzas para un día más. Ni para poner la misma cara de sabelotodo que puso cuando lo llevamos al hospital, como si lo comprendiera todo. Qué iba a saber. Nadie sabe nada cuando pasan estas cosas.
Papá lo dejó ir sin decir una palabra, el viejo siempre lo dejaba salirse con la suya. Volvió a los dos días tan demacrado y débil que apenas tuvo fuerzas para volver a levantarse de la cama. “Al menos no te hagas el rebelde ahora, angelito”, le dije, “piensa en mamá”. “La vida es como la muerte, hermanito”, respondió con su risa cachosa. Por Dios, salir con una de sus frases célebres a esas alturas. Aunque esta vez yo no podía llevarle la contra. No como antes, cuando éramos chicos y me bastaba tirarlo al suelo y con el pie en el pecho le demostraba quién tenía la razón. Pero era tan terco que ni aun así se quedaba callado. Y eso era lo que yo menos le aguantaba: que no supiera callarse la boca. Cambió de un día para otro en la secundaria: llegaba tarde a casa y le respondía a mamá, se negaba a salir con la familia a celebrar su cumpleaños, le pedía a papá que lo cambiara de colegio. Nadie sabía qué le pasaba.
Un día el padre Juvenal llamó a casa porque faltaba a clases de confirmación, y ese fue el primero de los problemas con mamá. Imagínate, once años con los padres maristas para que al final se pierda la confirmación, qué ganas de joder. Y por si eso fuera poco, la universidad. A quién carajos se le ocurre mandarlo a la Nacional. Era cuestión de tiempo verlo convertido en un revoltoso. Cómo se le ocurre venir con que lo siente mucho pero que no va a misa con la familia porque ahora es ateo. “Ateo”, pero qué título de mierda es ese. Me reí en su cara. “Te puedo prestar unos libros para que no te rías tanto”, me dijo. Tito ya estaba casi de mi tamaño y no podía hacerle el pare tan fácil cada vez que se ponía faltoso, pero igual yo tenía que hacerme respetar como hermano mayor. “No seas payaso, apenas vas en primer ciclo y ya te crees Marx, ¿qué sigue ahora, la barba o la boina?”.
Pero era inteligente el bandido. Malcriado pero inteligente. Tengo que reconocerlo. Era el cerebrito de la familia. Yo ni en sueños hubiera ingresado a la Nacional y la Mariale menos. Tal vez por eso papá le toleraba todos sus desplantes. Imaginaba que llegaría lejos y eso le daba derecho a hacerse el especial todo el tiempo. Un día dijo en la mesa que no solo era ateo, sino también “militante”. Eso fue el colmo. ¿Existen esas cosas ahora? ¿Partidos políticos de ateos? Se mandaba cada cosa contra la iglesia. Adiós bautizos, adiós matrimonios. Ni a la misa de la abuela quiso ir. La familia lo empezó a mirar raro. Se peleaba con mamá cada vez que el cardenal salía a hablar en la televisión. “Ese criminal”, se mandó una vez, parado frente al televisor, como si quisiera romper la pantalla con la mirada. Mamá le lanzó fuego por los ojos: “Retira lo que has dicho”. Y alzó más la voz: “En esta casa creemos en Dios, así te hagas el comunista con tus amigos, en esta casa respetas”. “Mamá, por favor, yo no respeto a criminales”.
Entonces yo salté y le dije que se callaba o se ganaba un golpe. Yo no soy un santo y a mí las cosas de la iglesia ni me van ni me vienen, cada loco con su tema, pero a mamá, que cree en su grupo de oración como en su segunda familia, no iba a dejar que la tratara así. Ya no podía revolcarlo como cuando era un mocoso y cogía mis cosas sin pedir permiso, pero me bastó con pecharlo para que se callara. Discutiendo no le iba a ganar. Ese era su terreno. Tenía un floro de los mil diablos y no paraba hasta demostrar que tenía la razón. Papá era el único que escuchaba sus disparates tranquilo y lo felicitaba por tener sus propias ideas. A veces pienso que se aprovechaba del viejo, se escudaba en él, y por eso cuando terminó la universidad siguió en lo mismo y en lugar de buscarse un trabajo como la gente decente empezó a dárselas de revolucionario o activista o como se diga, metido en mítines, debates y esas cosas.
Se pasaba las madrugadas en la computadora, escribiendo y peleándose con grupos de fanáticos religiosos de Internet. Qué manera de perder el tiempo. Después lo vimos en la tele marchando contra la iglesia por el caso ese de los curitas abusadores. Iba al frente de los revoltosos, altavoz en mano, gritando a las puertas de la catedral, como esperando la salida del cardenal para colgarlo en plena plaza de armas. La policía le dio con palo pero lo entrevistaron en el noticiero y tuvo sus quince minutos de fama. “El hijo de Pilar está medio loquito ¿no?”, decían las vecinas y las tías. La oveja negra. El anticristo. “Cálmate ya, Satanás”, le dije, “vas a hacer que le dé un ataque a mamá”. Me quedó mirando y no dijo nada. Pensaría que yo no era quién para debatir con él. Y fue ahí nomás que se consiguió la beca para estudiar en Cuba. El acabose.
Iba a regresar hecho un Fidel, entrenado para matar a todos los curas a punta de fusil. Estábamos jodidos. Mamá hizo como si no se hubiera enterado de nada pero la vi rezando más que nunca. Papá dijo que no era para tanto y que le haría bien ver un poco de mundo. Mariale con el novio todo el tiempo no opinaba. Yo solo pensaba en su maldita suerte y en la cantidad de cubanas que se iba tirar. Y después de unos meses temiendo lo peor, regresó igualito. Pero ya casi no andaba en casa. Siempre en reuniones de partido, planeando sus debates, metido de cabeza en sus marchas. Ya no peleaba con mamá. Parece que entendió que la guerra no era con ella. Pero detestaba a la iglesia más que nunca.
Empezó a escribir para diarios, blogs, páginas de izquierda, en cualquier sitio que apoyara sus locuras. Ahora hablaba de aborto, eutanasia, derechos de las minorías, todas esas cojudeces de moda entre los rojos. Yo lo leí un par de veces: pura basura comunista; pero ¿sabes qué? Qué bien escribía, carajo, como un profesional. No me importaba a quién jodiera, escribía como los grandes el bandido. Hubiera convencido hasta al Papa. Así que mi hermanito es escritor, pensé, quién lo iba a decir.
Después lo vimos en la tele marchando contra la iglesia por el caso ese de los curitas abusadores. Iba al frente de los revoltosos, altavoz en mano, gritando a las puertas de la catedral, como esperando la salida del cardenal para colgarlo en plena plaza de armas. La policía le dio con palo pero lo entrevistaron en el noticiero y tuvo sus quince minutos de fama. “El hijo de Pilar está medio loquito ¿no?”, decían las vecinas y las tías.
Y entonces la puta noticia. Así, de la nada. ¿A quién le suceden estas cosas? A esa edad. Para no creer. Apenas aguantó tres días en casa antes de internarlo, y a pesar de eso quiso seguir en lo suyo. Le di mi laptoppara que escribiera lo que le cantaran las pelotas, para que fusilara a todos sus enemigos desde el teclado, pero apenas le daba la cabeza para leer un rato y el resto del tiempo se la pasaba durmiendo. Yo llegaba temprano en las mañanas y luego al mediodía, antes de regresar al trabajo. Conversábamos un rato, le decía que sus fans lo extrañaban, y cuando me despedía me iba directo al baño y me soltaba a llorar todo lo que me había aguantado.
Mamá se quedaba todo el día y apenas se separaba de él para ir a comer algo. Papá y Mariale se turnaban en las tardes. A las dos semanas hizo metástasis y entró en coma. Así de rápido. Se apagó de un día para otro, como se dice. Esa mañana el doctor nos enseñó las últimas placas y dijo que ya era cuestión de horas, que en cualquier momento, que lo acompañáramos a irse tranquilo, que le habláramos, él aun podía escuchar. En ese momento solo estábamos mamá y yo en el hospital. Fuimos con él y nos sentamos a su lado. Yo solo quería que mi muchacho descansara y se fuera sin dolor. Mamá le tomó una mano y yo la otra. Se le veía tranquilo, en paz, ya a solo un paso del final.
Entonces, de la nada, apareció esta doctora con dos enfermeros y les ordenó que practicaran de una vez el entubamiento. Me paré como un resorte y le pregunté qué era lo que trataba de hacer. “El paciente está a punto de sufrir un paro respiratorio”, informó. “Practicaremos una intervención de entubamiento para que no deje de respirar”. Me imaginé a Tito, horas, días, revolviéndose dentro de sí mismo, carcomido de dolor y de ganas de acabar de una vez. Le dije a la doctora que mi hermano se iba a quedar tal y como estaba y que no iba a sufrir más. Me miró como si hablara desde las alturas: “Su hermano puede alargar su vida con el procedimiento, usted no es Dios para decidir la muerte de una persona. Su hermano está en las manos de Dios ahora, no en las suyas, la vida es sagrada”.
La miré directo a los ojos. “Y a quién se lo dices”, me dije apretando los labios y mirando a Tito. Mamá tenía los ojos cerrados y las manos juntas, llorando y rezando al mismo tiempo. Y entonces lo hice. Cuando pienso ahora en cómo me las arreglé, cuánto discutí, grité, me escandalicé y amenacé, no me reconozco. Hasta llamé a un amigo abogado para que le informara a la doctora que si tocaba al paciente ya se podía preparar para las consecuencias legales. La mujer no se rindió y dijo que regresaría con una autorización y que si yo me oponía iba a llamar a seguridad. “Usted no puede jugar a ser Dios con la vida humana”, dijo antes de dar media vuelta hecha una furia. Nos dejó solos y apoyé los labios en el oído de Tito y le dije que no se preocupara, que ahora teníamos todo el tiempo del mundo. “Bandido”, le susurré, “tu sí sabrías poner en su lugar a esta vieja loca”. Luego seguí hablándole durante un rato, contándole cómo iba el mundo, cosas de la casa, y sin darme cuenta tenía otra vez a la mujer a mis espaldas, ordenando el entubamiento con todas las de la ley. Pero Tito ya se había salido con la suya.
*David Salvatierra nació en Lima, en 1981, pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo y la maestría de Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de cuentos Lo que sé de mi madre (2014), Nueve cuentos envenenados (2020) y Todas las familias tristes (2023), y la novela corta El sentimiento de la fuga(2016). Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando (2014), Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019), Historias mínimas (2020), Relatos selectos (2021), Trujillo en cuento (2023) y Tiro de esquina (2023). Su cuento Ohio, 1912, fue finalista en la XX Bienal de Cuento «Premio Copé 2018».