Escribe Ángel Gavidia Ruiz*
Subía por la cuesta de Lircay cuando, descansando bajo un molle frondoso, hallé al diablo.
–¿Va usted a Cundurmarca, amigo? –me dijo.
–Sí. Allá voy si no me caigo –le contesté bromeando, para disimular mi miedo. Y si me caigo es porque resbalé y no porque algún malandro, con los que a veces uno se topa por estos caminos, quisiera desbarrancarme.
–No se preocupe, amigo. Como dice el refrán, arrieros somos y por el mismo camino andamos –me contestó, condescendiente–. Yo también voy para allá, pero de paso a Orogolday.
El diablo estaba con ganas de conversar y yo también. Y ya en la parla nos tuteamos y fuimos a dar a los gustos por las comidas.
–De todos los pecados capitales, me quedo con la gula. Claro, después de la lujuria –me dijo.
Yo le comenté que me encantaba el caldo verde. Y él, que todo lo que fuera carne; y si era de gato negro, mejor.
–Pero tienes suerte –me dijo–. Sé hacer el mejor caldo verde del mundo. Solo que yo lo hago con una sola rama.
–Si es con una sola rama no será como el caldo verde que me gusta.
–Mañana, muy temprano, vengo a hacerlo en tu cocina para que no creas que miento.
Y el diablo, apenas amaneció, estaba tocándome la puerta, llevando en la mano una larga rama que, con la poca luz del amanecer, no pude distinguir de qué planta se trataba. Deshojó la rama, molió las hojas y eligió mi mejor olla de barro.
–¡Esta! –dijo–. ¿Tienes queso?
–Sí. ¡Y es de las cabras de Shindol!
–¿Y papas?
–También. Y son de Conchucos –le dije, sorprendido por el olor a ruda, paico y orégano que comenzaba a inundar mi choza.
Y efectivamente, fue el mejor caldo verde que haya tomado jamás.
–¿Qué tal? –me preguntó.
–Tráeme de es plantita para sembrar en mi jardín –le pedí, seguro de que por nuestra amistad accedería de inmediato.
–No –me dijo–, ella crece solo cuando yo la riego.
Herido en mi amor propio, le pedí que viniera a almorzar al día siguiente. Que al igual que él, que había usado una sola rama para preparar el caldo verde, yo, en una sola presa, le iba a invitar gato, cabrito y gallina.
–Todo en uno. Esos son los animalitos de mi granja; pero no te los puedo regalar para que hagas cría porque solo comen de la alfalfa y el maíz que les doy yo –le dije, vengativo.
Esa noche cargué mi escopeta de retrocarga y me fui a Uchus. Era noche de luna llena. Es decir, propicia para cazar vizcachas. ¡Ban!, y cayó la mejor. Volví a mi choza, despellejé como si sacara un guante al animal que estaba aún caliente, y lo puse a macerar en vinagre de chicha de jora, sal, pimienta y una pizca de ajo molido. A las once de la mañana, el guiso olía una legua a la redonda.
A las doce llegó el diablo.
¡Miel sobre buñuelos!, dije para mí cuando vi el aguardiente que traía, pensando en adormecerle la lengua con unos tragos tempraneros.
–Vamos a recibir este animalito como se merece –le propuse–, echémonos de una vez un huaracazo.
–No hay primera sin segunda –volví a decir. Y nos mandamos la segunda copa.
Y serví el plato. Antes, me había dado maña para cortar las presas de tal modo que nada delatara que estábamos comiendo una vizcacha.
–¡Gato! –dijo el diablo–. ¡Y es negro!
–No –le dije–, prueba bien.
–Sí, sí, gallina tierna, muy tierna, como es mi gusto.
–Sigue probando –le sugerí.
–Mmmm… ¡Cabrito! ¡Y es cabrito de leche! Parece de Virú. Y no te vas a ir a Virú a traer un cabrito de ayer para hoy…
–Te digo, es un animalito que crío solo yo.
–¡Buenazo! –me dijo el diablo, poniendo el rostro de los que quieren un platito más.
Le repetí. El diablo se chupó los dedos. Me sirvió otra copa de aguardiente y otra. Y ya medio borracho me propuso comprar toda mi granja, todas mis pertenencias y creo que hasta mi alma. Le dije que no tenían precio o, señalando mejor, que costaban mil veces más de todo lo que el diablo podría juntar durante su eterna existencia.
–En pedir y ofrecer no hay ofensa –me dijo a modo de disculpa, dándose cuenta de que había metido la pata–. ¡Negocios son negocios, hombre! Aunque, viéndolo bien, en todo negocio hay siempre algo de usurero…
Me dio la mano, silbó como quien llama a alguien y apareció una mula lujosamente enjaezada con piezas de metal que brillaron encegueciéndome. Montó y se fue por el camino a Succha eructando a gato, gallina, cabrito de Virú o qué diablos era esa vizcacha.
Mientras recogía los platos encontré tirada por el suelo la larga rama que el diablo había deshojado la madrugada anterior: era una rama de paico apuntalada a una de ruda, seguida de una rama de orégano, soldadas, las tres, con la pericia del orfebre José Ojeda.
–Más sabe el diablo por viejo que por diablo –dije en voz alta, intentando vanamente que el diablo me escuchara.
*Ángel Gavidia Ruiz / Santiago de Chuco, 1953
Médico cirujano egresado de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos con posgrado en la UNT en la especialidad de Medicina Interna.
I y II Premio, Concurso Nacional de Cuento del Colegio Médico del Perú (1994); Mención Honrosa, «Cuento de las Mil Palabras» (1996). Entre sus publicaciones destacan los poemarios La soledad y otros paisajes (1987), Un gallinazo volando en la penumbra (1996) y El centro de la tierra (2011); además de los libros de cuentos El molino de penca (1998), Aquellos pájaros (2000) y Los días y el viento (2012).
Es miembro del grupo literario Greda y del Frente de Escritores de La Libertad. Actualmente se desempeña como médico internista en el Hospital Belén de Trujillo.
Tres hierbas en una ha sido seleccionado en el libro Cuento liberteño / Panorama actual 1, de Carlos Santa María.