Todas las mañanas, íbamos al colegio en bicicleta. Nos levantábamos temprano y, en grupo, avanzábamos para cuidarnos del ladrón de los cañaverales. El miedo nos batía al ir y venir por aquel camino mudo; pero no había otra vía para ir a la escuela.
Nuestros padres no podían cuidarnos por trabajar sus chacras y, sobre todo, porque creían que nunca les robarían a unos mocosos. ¿Qué les pueden quitar a ustedes?, preguntaban. Claro, no llevábamos cosas de valor. Cargábamos siempre nuestras mochilas con viejos cuadernos y lápices carcomidos. Ni el uniforme era nuevo. La mayoría, lo tenía desgastado y parchado; pero limpios, eso sí.
Robert Olivares se llamaba el ladrón al que todo San José temía, sin embargo, nadie lo conocía por ese nombre, sino como Navaja. El apodo se lo ganó a pura andanza, pues sus primeros atracos los realizó con una navaja de afeitar. Era un mostrenco de veintitrés años, moreno y flaco. Tenía parte del cabello amarillo plateado. Pero nunca fue así. Se lo había decolorado con agua oxigenada, vieja costumbre que en esa época practicaban algunos muchachos del pueblo. Además, era inconfundible por una cicatriz en la mejilla derecha.
–Si Navaja sale a robarnos, no hay que pelar. ¡Debe andar bien armado! –hablé un lunes mientras pedaleábamos.
– Es mejor que nos robe a que nos corte o nos meta un balazo –continúo Miguel.
– Estas bicicletas viejas no valen la vida –apuntó Brunela, la hermana de Miguel.
Como al mal de tanto que se le invoca aparece, tres hombres armados salieron de una acequia y bloquearon nuestro camino. Navaja era uno de ellos. Nunca había sentido a mi corazón latir tanto. Se me quería salir del pecho.
–Ya perdieron, mocosos –amenazó Navaja apuntándonos con una pistola de cañón largo.
Nos bajamos. Las bicicletas quedaron tiradas en el suelo. Brunela empezó a llorar. Navaja se le acercó y le pidió que se calme, como se le habla a una mascota. “No te haré daño”.
Brunela gritó de espanto y echó a correr. Navaja fue tras ella y la agarró de los pelos. Brunela seguía gritando, pero el bandolero le tapó la boca y la regresó a donde sus compinches nos tenían tumbados y amenazados. Nos trataron con exagerado rigor, como si fuésemos de temer. Nos golpearon con las cachas de sus armas hasta hacernos sangrar.
–¡No le hagas nada!, ¡no te atrevas, mierda! – amenazó, desde una posición de desventaja, Miguel. En ese instante, el tipo que lo sujetaba le dio un macizo golpe a la altura de la sien.
–¡Tranquilo o te meto plomo! –avisó Navaja, sin dejar a Brunela, quien en vano intentaba zafarse.
Nosotros no podíamos hacer nada. Nos tenían tirados en el suelo con las manos atrás, cuan delincuentes rendidos. La tierra y el polvo ingresaban por nuestras bocas, narices y ojos, y sus armas no dejaban de apretarnos. No entendíamos porque tanto ensañamiento. Bastaba con una simple amenaza para someternos.
–¿Qué preciosa que estás, Brunelita? –halagó Navaja metiéndole la mano debajo de su falda hasta su sexo. –Qué ricas piernas tienes, Brunelita.
Una sensación nunca antes experimentada azotó a Brunela. Volvió a intentar escapar. Se samaqueaba con violencia. Cada vez que Navaja le hablaba asquerosidades al oído y le daba unos besos en el cuello, ella trataba de esquivarlos con repugnancia.
– ¡Déjala, por favor! –imploró Miguel a punto de llorar.
Navaja le respondió con una risa burlona y arrastró a Brunela a los cañaverales. Miguel insistía que la suelte. Miguel golpeó su cabeza contra la tierra. Miguel empezó a llorar y a pronunciar palabras que nadie entendía.
–¡Qué rica que está tu hermana…! –gritaba desde la espesura de la plantación.
–¡Malditooo! ¡Te voy a matar, malditooo…! –respondía Miguel.
–¿Tú?, ¿matar? –se burló el sujeto que lo retenía y volvió a golpearle la cabeza. Esta vez, un chorro de sangre tiñó su cabeza y quedó inconsciente unos segundos.
–Deja un poco pa nosotros también pe, huevón –pidió uno de los secuaces al distinguir las intenciones de Navaja.
–Vengan pe. Hay pa todos.
Brunela seguía gritando, llorando y haciendo fuerzas.
–¡Calla, puta! ¡Bien comidaza que estás y te haces la santa!
Le asestó una bofetada y se desmayó. Navaja la llevó un poco más adentro de los cañaverales y la violó ante la presencia aterradora de su hermano y sus amigos.
La pobre Brunela ni sintió cuando los otros también la abusaron. Luego se fueron con nuestras bicicletas, no sin antes propinarnos el golpe más fuerte de la jornada: nos dejaron atontados.
Al poco rato, aún atolondrados, fuimos a ver a Brunela. La encontramos tendida encima de las cañas. Estaba semidesnuda. Tenía el labio reventado, parte de la nariz rota, el ojo izquierdo hinchado y moretones en la cara. Miguel se tumbó de rodillas a su costado. Pensó que estaba muerta. Todos creíamos lo mismo. La zarandeó con fuerza unas tres veces y, en la última, Brunela dio señales de vida. Despertó como loca, furiosa, asustada, llorando. Se calmó cuando vio que era Miguel quien la hablaba.
Regresamos a nuestras casas. Después de lo que nos había pasado, con la ropa sucia y llena de sangre, no podíamos ir al colegio. Brunela estaba ida, se sentía asquerosa, fea, triste, decaída, adolorida, y nosotros impotentes por no haberla ayudado.
No fue necesario explicarle a Brunela lo que le pasó. Ella lo dedujo porque en el pueblo murmuraban que cuando Navaja asaltó a una monjita, la violó con sus compinches. Además, el dolor intenso en su sexo lo confirmaba.
En casa, contamos lo que nos pasó, pero no hubo denuncia. Pesaba sobre nuestros padres la angustia de que Navaja tome represalias, como ya lo había hecho con un vecino que lo acusó ante las autoridades. El miedo les tapó la boca.
Brunela y Miguel no volvieron a ser los mismos. Ella dejó de estudiar y a él se le veía siempre triste; ya no quería jugar y compartía poco. Sin embargo, un día apareció muy feliz y chacoteamos como antes. En un momento nos interrumpió:
– Nunca más nos molestará Navaja. A nadie volverá a hacer daño. Ahora podremos ir a estudiar sin miedo.
No respondimos. Solo nos alegramos por verlo contento.
Al día siguiente, una noticia corría a grandes voces. Encontraron el cadáver de Navaja en un pozo a lado de los cañaverales. Lo habían descuartizado con prolijidad, casi como un acto religioso.