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Sobre juguetes, infancias y algunos pretextos de libertad

A propósito del Día del Niño.

Aún recuerdo uno de los mejores regalos que me dieron de niño (bueno, nos dieron a mis hermanos y a mí): un balde lleno de puritos Playgo, lo que ahora llaman Lego, un balde lleno de piezas para armar e imaginar durante horas y horas, piezas con las cuales construías castillos, edificios, autos, robots, ciudades y tantísimas cosas como tu mente te permitiera. 

Recuerdo ese regalo, creo que tenía cinco o seis años (hace ya más de treinta, ¡vaya!), y recuerdo que me la pasaba más que feliz haciendo y deshaciendo todo, creando y recreando, viviendo y sonriendo, siendo enteramente feliz sin más ni más.

Los años siguieron, nuevos regalos llegaron, pero la imagen de ese balde quedó en mi memoria, lo mismo que un juguete mínimo que nunca he vuelto a ver: un pequeño osito de plástico, azul él, de esos que antes metían en las piñatas para que sirva de sorpresa y relleno en aquellas fiestas infantiles. 

Lo he buscado, he buscado una copia, pero nada, al parecer no se volvió a producir un grupo semejante, pero no pierdo la esperanza, nunca la pierdo. Y con ello los juegos se hicieron menos, los juguetes igual, pero nunca de lado, nunca.

Siempre que me preguntan y hablo de las aficiones que tengo, la gente entiende el gusto por los libros, el coleccionarlos, el armar una biblioteca, porque “sí, eso es de gente adulta, y más en tu carrera que siempre debes estar leyendo y descubriendo nuevos autores, eso es necesario”, y me siento como el narrador de El Principito, porque cuando ya la conversación ha avanzado comento mi otra afición, la de coleccionar figuras de acción, juguetes, cómics y la cosa cambia.

Te ven extraño, sonríen, creen que estás bromeando, te ven distinto, lo cual uno puede llegar a tolerar, pero no cuando hacen las típicas estúpidas preguntas: “¿Pero eso no es solo para niños?”, “¿acaso no has tenido una buena infancia?” y la terrible “¿pero ya no estás un poco grandecito para esas cosas?”, y ya, se acabó, me voy de aquí. 

Eso solía hacer antes, pero con el paso de los años te das cuenta que no es culpa de la persona, no: es culpa de la sociedad, aquella que nos dice qué y cómo hacer las cosas, aquella que somete a sus moldes y modelos a las personas que buscan ser aceptados en los diversos estratos sociales al seguir aquellos prototipos que el mundo impone. 

No es culpa de ellos, es cierto, pero sí es su culpa no permitirse ser libres, el no dejarse llevar por sí mismos y no por el resto; es su culpa no ser esencia y sí un producto con código de barras, porque eso debemos ser: esencia, pero nos lo prohibimos, nos dejamos invadir por el qué dirán, por el no ser aceptado en un círculo social, en un círculo al final, sin nada más que girar y girar, girar y girar. Por ello cuando escucho esas preguntas, solo sonrío, hago un gesto con el hombros y respondo de la manera más sutil: “Pues gustos y gustos, uno ve cómo entretiene su tiempo”, y ya, no quiero con ellos discutir.

No sé quién le dijo a las personas que a tal o cual edad tenías que dejar de jugar, ni sé quién estableció que los juguetes solo podían ser un regalo en la infancia. No entiendo por qué la gente confunde ‘tener el corazón de niño’ con el ‘comportarse como niño’, cuando una cosa es muy distinta a la otra: la irresponsabilidad, el desinterés y la falta de deberes mayores es cosa de personas de cinco o seis años, a lo mucho; si tienes treinta y sigues en lo mismo, pues estás mal. 

Que queramos estigmatizar a alguien que a pesar de la edad se emociona hasta las lágrimas por recibir un juguete que siempre ha añorado o porque completó su colección de figuras de acción o porque decidió subirse a un carro chocón en el parque de diversiones, me parece muy fuera del lugar. 

Siempre he considerado que ser adulto no tiene que ver solo con la edad, sino con el grado de responsabilidad que le hayas dado a tu vida, sin que eso quite tu gusto y disfrute por las cosas que te hacen feliz. Pequeña opinión personal.

Soy un adulto responsable (adulto, je, cómo suena) que disfruta tanto de coleccionar libros como de coleccionar cómics, de visitar museos como de comprar figuras de acción (de Batman sobre todo), de investigar sobre lingüística y gramática como de la importancia de las historietas en la cultura contemporánea, que admira tanto a Philip Roth como a Frank Miller (más en su etapa al mando de DareDevil), que sabe es mejor siempre una camisa John Holden como que Hot Toys siempre está a la vanguardia. Y listo, se acabó, y disfruto, porque de eso se trata la vida: de disfrutar sin hacerle daño a nadie y sin que nadie te haga daño a ti. 

Y bueno, aunque muchas veces he querido cambiar de pasión porque esta pasión como que no le gusta mucho a mis bolsillos, me pregunto: “¿Por qué no?”, y ya, cerrado, porque si no es en esta vida, entonces, ¿cuándo?

Cierro con esto, al tiempo que comparto una imagen de las que siempre me acompañan: cuando me preguntan “¿Por qué gastas tu dinero en cosas para niños’”, pues siempre tengo dos respuestas: 1.era porque puedo, y 2.da (y más importante) porque una persona que olvida en su corazón que ha sido niño, olvidará para siempre lo que es ser feliz. Punto.

¡Feliz Día del Niño!

Oscar Ramirez
Oscar Ramirez
Oscar Ramirez (Lima, 1984). Docente de Lengua y Literatura y promotor cultural. Viajero incansable, reside por largos periodos en Trujillo. Dirige Ediciones OREM. Ha publicado los poemarios "Arquitectura de un día común" (2009), "Cuarto vecino" (2010), "Ego" (2013) y "Exacta dimensión del olvido" (2019); y el libro de cuentos "Braulio" (2018). Finalista del Premio Copé de Poesía 2021.Contacto: oscarramirez23@gmail.com