Recuerdo que hace unos años tuve un divertido inconveniente por el hecho de recomendar un libro de terror a mis estudiantes de primaria. Laboraba en un colegio en Trujillo, dictaba clases a quinto y sexto, dos salones por grado, lo que correspondía al área de Comunicación y de paso plan lector. Le sumo a ello que era tutor de una de las promociones y me llevaba recontra bacán con la mayoría de mis estudiantes.
Era mi primera experiencia enseñando a esos grados, lo cual resultaba más que interesante. Pero aquí viene lo bueno: no me llevaba muy bien con algunos de los docentes de los otros cursos, cosa curiosa, porque, para variar, uno y sus ideas de poder hacer más que solo sentarse y detrás del pupitre hacer la clase: uno busca hacer las cosas un poco mejor, o intentarlo, dar un extra en cada momento, pero ante eso hay muchas cosas que pasan.
El punto es que no me llevaba muy bien con la mayoría de profesores y creo que sé de dónde vino todo: durante una de las reuniones que solíamos tener todas las semanas, muchos de mis colegas se quejaban de un salón en especial, mencionando que eran terribles, incontrolables, que ya debíamos amenazarlos para que hagan caso, y yo, a la firme, no tenía problemas con ellos, hacía mis clases tranquilo elaborando dinámicas de juego para que puedan aprender (y viene a mi memoria ese ‘tutti frutti” que hicimos con sustantivos, adjetivos, verbos y más, sufriendo todos, incluso yo, cuando jugamos con la W, ¡ja!).
Pero voy a la idea: siempre he creído en algo que nunca debe dejar de lado el docente: el criterio de autoridad, eso debe estar por encima de todo, siempre: ser autoridad en la clase ya sea desde el respeto o el conocimiento, es fundamental. Luego de escuchar más quejas que soluciones, me aventuro a decir algo que también voy a creer: “Colegas, considero que más que quejarnos y demostrar que no podemos controlar un aula, deberíamos evaluar en qué estamos fallando, porque hay una cosa muy cierta: uno es dueño y autoridad en su salón, y si no lo es, estamos mal”, y para qué lo dije, todos me miraron como quien suelta maldiciones, escupe fuego y vomita necedades.
Lo bueno es que nuestro coordinador me dio la razón y agregó que deberíamos ponerle más empeño a ello. Y fue así, creo, que me gané el “cariño doloroso” (dixi Vallejito) de mis pares. Pero una raya más al tigre, ¡qué le voy a hacer! Volver.
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En el tercer o cuarto bimestre, una vez mis estudiantes se mostraron prestos a leer diversos tipos de textos, les dije que leeríamos un libro de terror, una novela breve de terror, a lo que ellos se mostraron más que contentos. Porque suele pasar, y lo he comprobado: uno puede sentirse distante de las historias de amor, distante de los textos policíacos y las novelas de detectives, sentirse perturbado e incómodo leyendo un texto erótico, pero eso no sucede con los relatos de terror, no: nos fascina, nos atrae, nos encanta.
Recuerdo que con estudiantes de secundaria leímos algunos cuentos del Marqués de Sade y otros subidos de tono de autores franceses; algunos se mostraron interesados en conocer más de ellos, mientras que otros confesaron no haber disfrutado para nada lo que leyeron. Recuerdo que luego leyeron algunos cuentos de Cortázar, Ribeyro, Clarice Lispector, Vargas Llosa, López Albújar, Chéjov y más, y muchos se sintieron atraídos por la magia de las palabras, y fueron otros tantos los que manifestaron no pasar del “sí, está bacán”, y ya, eso es todo.
Ni Conan Doyle y su sabueso lograron captar la atención de muchachos que ya culminaban la secundaria, ni Oscar Wilde con su Ernesto y la importancia terminaron por ser muy bien recibidos por aquellos muchachos que anteriormente había terminado una antología de cuentos de terror.
Y es que hay algo muy cierto: los textos de terror (cuentos, novelas, relatos), cualquier cosa relacionada con ese tema genera más que interés tanto en los primeros lectores como en los que ya los años leyendo llevamos. Y fue por eso que me aventuré a compartir con la gente brava del sexto de primaria el libro El diablo en la botella del genial Stevenson.
Recuerdo (y esta palabra da siempre vueltas cuando escribo) que buena parte de mis estudiantes terminaron el libro en una y otros demoraron lo que se demora en sí una lectura, pero lo interesante no terminó siendo eso, no: lo interesante es que entre los docentes empezaron a comentar que yo estaba promoviendo el satanismo entre los niños haciendo que lean un libro que de seguro ni se dignaron en leer y saber de qué trata; comentaron de que como yo soy ateo (no dijeron agnóstico, que es lo que realmente soy) quiero perturbar sus mentes con cosas del demonio y no recuerdo qué otras idioteces más.
Eso resultó curioso y muy divertido, aunque lo más interesante vino a fin de año: no me renovaron contrato, ¡ja! (aunque siendo justos, ese no fue el total motivo de mi no renovación, ya lo contaré luego). Me puse a pensar mucho en esa circunstancia y de paso en la mente cerrada de muchas personas que terminan por ser las más contaminantes, las más perturbadoras de todas, porque hacen que otros miren solo una pared cuando existe todo un mundo por observar. Un dato más: curiosamente a casi todos ellos les renovaron el contrato, así de simple. Paradojas de la vida. Vuelvo.
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Siempre voy a considerar que la narrativa de terror es un muy buen acercamiento a la lectura, sobre todo para aquellas personas que no gustan de leer, porque no tiene pierde, no, termina resultando ser una lectura más que impactante, más que sustancial. Y es curioso: siempre que he permitido a mis estudiantes (y público en general) adentrarse en este mundo y conversar sobre él, sobre las historias de terror y demás (porque ojo: no solo que lean, no, la idea es acompañarlos en la lectura y así poder comentar ciertas cosas que podrían resultar desconocidas), he tenido muy buenos resultados, a pesar de los comentarios un tanto insidiosos de los padres.
Y los entiendo, es natural: no queremos que se asusten, es cierto, pero he buscado argumentos que me permitan defender esta postura de descubrimiento: cuando los padres o madres conversaban conmigo sobre el porqué de los libros de terror, les preguntaba si en casa no era lo que más abundaba. “¿Cómo así, profesor?”
Lo que seguía era un diálogo ideal: hablábamos sobre los mitos y leyendas que solemos contar y que hemos heredado de generación en generación, historias que gracias a los abuelos y abuelas hemos ido conociendo para muchas veces terminar temblando, pero sin el deseo de dejar de escuchar, porque es natural: nos encanta el miedo, es una de las emociones primarias, una de las que más nos termina alimentando, tanto en el conocimiento como en la posibilidad.
Y lo disfrutamos, disfrutamos de las palabras que a lo oscuro conducen, tengamos la edad que tengamos, siempre nos llama. Y recuerdo algunas voces: “Pero esas cosas no son de dios, profesor”, y sonrío y pregunto: “¿Sabe cuál fue el primer gran libro de terror que leí, el que no me dejó dormir por todo lo que narra en sus páginas y que terminan siendo imágenes que invitan al miedo y la angustia?”, me miran con incredulidad, a lo que respondo: “El Apocalipsis de la Biblia” y punto final. Ahora que lo pienso, entraría en mi top 10 de historias de terror más grandiosas de todos los tiempos. ¡Bien!
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La literatura se ha permitido (y se permitirá) hablar de todo y de todos, y en esa aventura nos inmiscuimos porque creemos que más allá de las temáticas y los miedos (parafraseando al gran Wilde), más allá de cualquier cosa, lo importante es que un libro esté bien escrito y ya (y esto de bien o mal escrito es tema para otro texto), así hable de duendes y princesas, así nos narre la creencia de todo un continente sobre algo llamado la Llorona, así nos conduzca con premura por el sendero infinito de la soledad. Disfrutemos de este viaje por la sombra, por lo oscuro, por la noche, no se van a arrepentir. Punto.