Hace ya unas semanas, en clase, hablaba con mis estudiantes sobre el porqué las personas se hacen escritoras. Pasión, ansiedad, desesperación, diversión, necesidad y un montón de factores que podrían generar toda una lista de sustantivos y adjetivos peculiares y astronómicos. Hablamos de Arguedas, de Vargas Llosa, Vallejito, por citar algunos nombres dentro de la literatura peruana que nos permitan adentrarnos un poco más en esta psiquis y así poder explorar una posible respuesta del qué motiva a un mortal el querer inmortalizar algo.
Entre broma y broma, les comentaba que muchos autores escribían porque la vida no terminaba por serles satisfactoria o porque los traumas que acarreaban desde la niñez estaban dando sus frutos en edad adulta, creando así una persona llena de conflictos que buscaba en las palabras ese necesario espacio de liberación. Terminado este comentario, y queriendo virar el tema hacia el estudio en sí de un autor, aunque a ellos les encantan las anécdotas, el dato curioso, las chismosería en general, una de mis estudiantes me suelta la pregunta (soy sincero: algo me decía que por ahí la harían): “Profe, ¿y usted por qué escribe?”.
Hubiera querido responder como Luis Hernández: “Porque tengo bonita letra”, o como la de Bryce Echenique, quien dice que “escribe para que lo quieran más”, pero eso en mí es más falso que la política honestidad. No recuerdo qué le respondí, si porque me gusta contar historias o porque es una forma metafísica de explorar el inconciente posible de un ser obstinado y condenado al exilio interior de las especies que ha inundado el destino desde épocas inmemoriales y desea así derribar aquellos muros que las distancias se permitan, o simplemente sonreí y le dije “no sé”. No lo recuerdo, pero lo cierto es que ninguna de esas respuestas me es propia. Trataré una explicación, un primer acercamiento posible, para así poder entenderme.
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Escribo desde hace ya más de diez años. Y con escribir me refiero a plasmar en el papel, en esa búsqueda imposible de inmortalidad que suele dar la literatura, ideas e historias que curiosamente me abordan sin saber cómo (o tal vez sí). Pero si bien desde hace unos años me he atrevido a mostrar lo que hago, recuerdo que ya en la infancia solía tener ese gusto por dibujar en palabras alguna situación.
Tenía lo que podríamos llamar diarios, cuadernos en los que escribía lo que los días permitieran, pero de los cuales no podría comentar el destino: seguro el olvido, seguro. Y luego en el colegio, en la secundaria, escribiendo algunas cartas de amor para mis amigos y amigas, escribiendo cosas que muchos podrían decir pero pocos se atreven, creando algunas locuras que permitan estar bien.
Y sí, los viajes en microbús siempre sirven, sirven más de la cuenta, porque ahí uno la imaginación: el observar a las personas tras el cristal viviendo, sobreviviendo, y uno inventando, inventándoles una vida posible, una vida desconocida, inventando. Siempre me ha gustado eso: ver a las personas e inventar, crearles una vida y en ella convertirlas en gente desdichada o campeones del todo.
Lo disfruto, no lo puedo negar, por ello suelo sentarme en las bancas de las plazas a observarlas, ver el cómo caminan, el cuánto miran, qué tanto existen, y en esos trámites encontrarme con amigos y amigas, que cuando me preguntan “¿qué haces por aquí?”, mi respuesta termina por hacerles sonreír: “observando, un rato observando”. Pero es parte de todo, o de nada al mismo tiempo.
Escribo de eso y de muchas cosas que no observo, cosas de las que no me percato, cosas de las que la mente siempre imagina, siempre, y creo, abrigo las palabras, y uno se olvida de muchas cosas, del tiempo, del aire, e incluso del a quién podrías estar escribiéndole: te olvidas del lector; es más, casi nunca piensas en él (creo que sí lo haces en los libros infantiles y juveniles, porque van dirigidos, orientados, buscan un público), pero eso es lo más subjetivo sobre todo en la narrativa, porque en la poesía la cosa es muy silenciosa, muy personal: considero que la poesía no busca ser dirigida a un lector, no: considero que el lector es quien busca a la poesía, al poema que lo identifique, al poema que lo reviva.
No me imagino a un poeta (a uno de verdad, no a los que escriben para sus amigos en facebook o en alguna red social, no a los que escriben por “likes” y que han dejado de crear para solo repetir fórmulas vacías y carentes de toda poesía, pero que asegura el “me gusta”, y ya) creando, escribiendo, desviviéndose por soltar un verso que sea agradable para todos, no: la poesía es algo que nace de uno para responderse a las situaciones del sí mismo, del individuo pensante; la poesía busca ser bella, es una constante, pero no bella porque a fulano lo tienes que convencer de que es así, no: es bella porque es esencia, grieta por donde el aire fluye o las gotas se derraman o se desangran, pero no por el otro, no: la poesía es la sutura de algún surco que en nosotros se ha abierto, cuyo dolor es propio, externo para el resto, pero en el cual muchas veces podemos identificarnos, como es natural, mas recordar que no se creó por el otro: se creo por uno, por un querer explicarse algo, por un querer responderse algo. Considero, considero.
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Espero no haber desviado la idea, pero todo suma, todo. Si bien no logro responder el porqué escribo, de algo sí estoy muy seguro: no escribo para complacer a los demás, no: lo que hago es más un acto de purificación que uno de exaltación. Y me explico: si bien escribo desde hace un buen tiempo, no he publicado mucho (y tampoco me quita el sueño hacerlo, menos la búsqueda de fama); algunos libros de poesía son testigos de ello, lo mismo que uno de cuentos, pero en borradores y en la memoria cientos de historias me acompañan, cientos, y han servido para poder dejar un bosquejo de realidad (de mi subjetiva realidad) en hojas y papeles que con el paso del tiempo iré revisando, iré escribiendo: esa es mi purificación, pero no es mi apremio, no busco con ello la exaltación de mis días, no, para nada, porque de ser así moriría por publicar, pero siento que aún no es tiempo; tal vez un poco con calma, un poco con sosiego, pero sonrío y eso me es muy grato.
Y es curioso cuando uno empieza a relacionar ideas en su cabeza y, sin saber cómo, estas se unen en distintos panoramas y situaciones que podemos llamar luego coincidencias. Hace unos días revisaba una noticia ya un poco antigua, la de un actor que pese a no tener ningún asistente en el público, decidió hacer toda la función él solo, solo, sin importarle nadie más que él.
Siento que es ese el modelo que muchos escritores siguen, el de no importarle si estarán atiborrados de lectores, o si simplemente dos o tres son aquellos a los que sus textos alcanzan, y qué más da: la satisfacción más grande es poder culminar, es poder decir: “Ya está, lo hice, siento que está culminado”, y punto, y lo que suceda luego con el texto es algo desconocido, ignoto, propio del andar a la deriva, muy propio de la incertidumbre tan humana como suele ser la vida. Nada más. Vuelvo.
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¿Por qué escribo? Pues sigo buscando una buena respuesta para ello, una respuesta que pueda luego ser citada como algo inteligente que dije, tal vez, pero no, no he logrado encontrar una respuesta acertada. Podría decir mil y un cosas complicadas o sencillas, pero considero que aún, en mis pocos años permitiéndome el oficio de la literatura, no he logrado una definición mínimamente acertada, mas sí una que me convence en estos días de ansiedad, en estos días de búsqueda infructuosa: escribo para no sentirme solo. Ya habrá momento para explicar mejor esto. Ya habrá. Punto.