Remildo Parra era el tipo al que querías saludar si lo veías pasar: de hombros anchos, cabello engominado, rostro duro y cejas pobladas que acogían unos ojazos. Le decíamos El Ángel. Todas las chicas del barrio «nos moríamos por él».
Luego me fui a estudiar periodismo al extranjero y no lo volví a ver. No supe más de él hasta la mañana de un fatídico viernes en el que me enteré por los diarios que había matado a una mujer.
—La maté.
—Habla fuerte, ¡no se te escucha!, mierda —una fuerte cachetada resonó en la sala de la comisaría.
—La maté.
—Le prendiste fuego, maricón de mierda—dijo el oficial. Y el sonido fuerte de otra cachetada.
—…
El barrio seguía siendo casi igual, salvo que a las casas les habían crecido pisos. Un aire de nostalgia me dio en la cara. No había visto a mi madre en muchos años, aunque siempre manteníamos contacto. La abracé con todas mis fuerzas y me alegré de que estuviera viva. Le pregunté si la madre de El ángel seguía viva. ¿Para qué?, me preguntó. Haré un trabajo sobre él, le respondí. «No te metas con ese demonio», me dijo.
—Ya, describe esa parte.
— …
—¿No me escuchas? —el oficial volvió a levantar la mano.
—Sí —su rostro era una piedra, parecía abandonado de toda emoción o culpa.
—Habla, imbécil, habla. Igual, no te salvas —dijo el segundo policía.
—Lo sé.
—¿Entonces por qué te fugaste? —dijo el primer policía.
—Porque la cara de la Katerina me perseguía. Nunca pensé que una persona podría arder tanto en tan poco tiempo. Nunca.
No había timbre por eso toqué la vieja puerta de madera y los ojos de doña Leonor se asomaron por la ventana: ¿quién es?, preguntó. Me hizo pasar a la pequeña sala llena de polvo. Me ofreció algo para tomar, daba la impresión de tener el cuerpo listo para morirse. Estoy muy cansada, me dijo. Se dejó caer en el pequeño sillón y una lágrima impertinente comenzó a nacerle.
—Yo sabía que iba a estar en la plaza a esa hora. Ahí esperaba el micro para irse a la casa de su mamá cuando peleábamos. Entonces yo ya sabía que la quería quemar.
Compré una botella de gasolina en el grifo que queda cerca. Los fósforos ya los tenía porque los saqué del cuarto. Entonces, cuando llegué, la Kat, ya estaba allí en el paradero. Ahí volvimos a discutir…
«¿Qué quieres aquí?»
«Vamos para la casa»
«¡Me voy a mi mamá!»
«Vamos para la casa, por favor»
«No, suéltame, ya te dije que me voy para mi mamá»
«¿Me vas a dejar?, perra de mierda»
«¿Me vas a pegar otra vez?, suéltame»
«No me dejarás, De seguro ya tienes a alguien más, perra»
«Todos están mirando, me haces daño»
«Te cagaste, ahora te quemo. Tú no me dejas»
«Qué haces, suéltame. ¡Ayuda, ayúdenme!, ¡ayuda!»
«Te cagaste, ahora te quemo. Tú no te vas»
«No, qué haces»
«Quemándote»
—Luego vi que su cuerpo ardía. El fuego iba creciendo y, de adentro, de esa masa de fuego, de su cuerpo, salían sus gritos. Gritaba y gritaba. Yo la seguía mirando. Toda la gente decía «agárrenlo, agárrenlo». Pero nadie hacía nada. Así que me fui, corrí, corrí hasta que me cansé.
«Era muy solitario», me dijo la madre de Remildo, secándose las lágrimas. «Nunca destacó en el colegio, mi hijito». Hay que cambiarlo de colegio, le pedía al marido. Él le contestaba que no, que tenía que aguantarse. «Ya por entonces se había aburrido de nosotros», me dijo. Lo mismo pasaba con el trabajo, El Ángel nunca duraba más de tres meses en cualquier empleo que conseguía. Así iba tirando, debido a su inadaptabilidad. «Ganaba muy poco dinero, mijito. Pero yo siempre le decía que la pensión que yo cobraba alcanzaba para los docitos», agregó.
Hábleme un poco más del padre, le pedí. Un breve silencio inundó el cada vez más pequeño espacio que habitábamos.
«El Remildo se parece mucho a él, así que no lo he olvidado del todo, por más que quería. Yo creo que por eso mi hijo hizo lo que hizo, porque tiene la cara del desgraciado ese. Puras burradas hice en mi juventud… Lo conocí en el mercado, yo ayudaba a mi mamita a vender papas, y el Arturo cargaba bultos. Así que siempre venía al puesto. Él le decía a mi mamá que yo era muy bonita, ¿qué más le habrá dicho? Porque mi mamá me insistía para que le acepte una salida. Ve, sal con él, es buen muchacho y trabaja duro, me decía. Hasta que el cobarde me embarazó, no sé cómo no perdí al bebe porque cada vez que llegaba mareado me golpeaba duro, duro. Era el diablo ese hombre, con el diablo me metí. Recuerdo que cuando mi hijito estaba más grande le trajo unos canaritos metiditos en una jaula. Lindos, de color verde. El Remildo se emocionó mucho al verlo al Arturo entrar con la jaula. Papá, papá, ¿son míos?, ¿son míos?, le preguntaba. Y él, con la voz toda gruesa: tienes que cuidarlos, que me costaron mucho. Sí papá, sí, yo los cuidaré. Y que voltea y me mira con esos ojos llenos de felicidad, mi hijito… A la semana ya los canarios estaban queriéndose escapar, se daban de tumbos contra las ventanas. Yo pensaba: en cualquier momento se van a romper el cráneo. Un día, mi marido llegó del trabajo. Venía molesto de la calle, casi siempre llegaba así. Y los ve a los canarios volando. Le dio una maja al Remildo. Le dijo que no sabía cuidar algo que le había dado con tanto amor, que era un inútil. Luego le dijo que le iba a quemar las alas a los pobres animalitos para que así no vuelvan a volar. El Remildo aún tenía los surcos de las lágrimas en las mejillas. Sí, sí, le decía. Y les quemó las alas a los pobres. No se imagina lo que gritaban esos animalitos. Un desgraciado era, el diablo en persona».
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*No podía volar es un cuento incluido en el libro No amarás sobre todas la cosas (2023) de Luis Alejandro García.