Hace unos años, luego de que Mbappé participara por vez primera en un Mundial con la edad de diecinueve años, un alumno me preguntó qué me parecía el triunfo de Francia, que qué me parecía el jugador mencionado, y (considero que esta era la pregunta inicial) “¿Qué estaba haciendo usted a esa edad, profe?” Me resultó curiosa esa interrogante.
Le dije que a esa edad ya estaba estudiando en la universidad, que ya empezaba mi gusto por la escritura y los viajes, que aún vivía en casa de mis padres y que con los cachuelos que tenía con las justas me alcanzaba para mis cosas y uno que otro (escasos) gustos.
“¿Eso nomás, profe?” Claro, cualquier respuesta que diera sería mínima comparando que Mbappé ya estaba ganando millones de euros, jugando en prestigiosos equipos y que ese mundial de fútbol había sido un espaldarazo más que oportuno para él. “Pero estamos viendo solo un lado de la moneda”, le dije, y con esto comenzó un diálogo muy interesante que quiero compartir como si fuera un cuento, el diálogo de un cuento, porque así lo sentí. Parafraseo esta memoria que perdura muy lúcida, que muy lúcida perdura:
—Mira, la habilidad que él tiene no es algo que se encuentre a la vuelta de la esquina, sino, todos fuéramos futbolistas.
—Pero él se ha esforzado para ser lo que es, y lo ha conseguido, y ahora está ganando el sueldazo que gana.
—Pues sí, no lo voy a negar, tuvo la oportunidad para mostrar todo lo que podía dar y lo hizo, y no decepcionó, pero solo estamos viendo el lado que más resalta: el económico, nada más. Hay cosas que van más allá del dinero, más allá de lo monetario.
Y aunque esto suene muy duro, no todos pueden cumplir lo que desean. Hay gente que tiene las ganas de ser futbolista, pero lastimosamente no obtiene la oportunidad ni los medios para lograrlo, como otros que desean médicos pero no consiguen el puntaje necesario para empezar ese “sueño”, o como aquellos que desean convertirse en geniales músicos, pero no tienen lo más importante: ritmo.
—Pero, profe, ¿no dicen que “querer es poder”?
—Pues, y con esto no quiero matar tus ilusiones, yo no soy de los que creen que “querer es poder”, no, pero sí creo, considero, que hay sueños muy realistas que podemos cumplir.
—¿Y eso no es conformismo?
—Suena un poco a ello, pero no es así, eso no nos convierte en conformistas: solo nos invita a ser sinceros con uno mismo y saber en qué momento debemos darnos cuenta de los límites que tenemos.
—¿Cómo así, profe? Parece que usted me quiere convencer del cómo piensa.
—Para nada: tú me haces una pregunta y yo te respondo con lo que pienso; las conclusiones que saques de ello son enteramente tuyas, no son obligadas por mi persona. Yo soy dueño de mis palabras, mas no de tus interpretaciones. Ahora bien, te pondré un ejemplo: conocí a un tipo que amaba las guitarras, veía a los grandes guitarristas y quería aprender a tocarlas como ellos; ensayó durante mucho tiempo, pero no lograba dominar las cuerdas, nada, no era lo suyo, tal vez sus dedos eran torpes o su capacidad musical no iba con el instrumento; al poco tiempo de abandonar la idea de las guitarras, un amigo suyo se compró una batería, y como vivían cerca, le dijo que si gustaba podría ir a su casa para aprender, y bastó solo sentarse en el banco para dejarse llevar por el sonido de la tarola, los tones y los platillos que brillaban al sonar; en menos de un mes aprendió a dominar lo básico y vital de este instrumento y hasta ahora sigue tocando con elegancia.
—La guitarra no era lo suyo —me dice como reflexionando.
—Exacto, porque hay deseos o sueños que no pueden ser cumplidos ni por uno mismo, ni por otros, y es que los sueños no son los mismos entre la gente. A ti te pueden gustar los números y a mí las letras, a ti el fútbol y a mí leer, cada quien sigue sus gustos, sus pasiones, y en ese conocerlas uno se arriesga a buscar un sueño semejante a lo que disfruta hacer.
—Profe, ¿es malo arriesgarse para cumplir los sueños que uno tiene?
—Para nada. Y siento que te voy a decir una frase medio de autoayuda (reímos), pero arriesgarse es lo que uno hace todos los días para conseguir lo que desea; ahora, si fracasa, no fue porque no dio todo de sí, sino porque hay cosas que simplemente no son para uno y hay que saber dejarlas ir para poder vaciar aquel vaso que suele ser la vida, y que necesita nuevas cosas para llenarse con virtud.
—Dicen que hay que aprender de los fracasos.
—Sí, pero no acostumbrarse a ellos.
—Profe, y cuando tenía diecinueve años ¿no quiso ser futbolista o empresario u otra cosa que dé más plata?
—Pues no: yo quería ser docente, y me esforcé por ello, y ahora estoy aquí, conversando contigo sobre aquel sueño que sí pude cumplir y del cual a veces, cuando se portan mal, me arrepiento.
Reímos.
—Y tú, ¿qué sueños tienes? —es la primera pregunta que le hago. Me responde, y con ello se genera otra pregunta—: ¿Y qué estás haciendo para cumplirlo?
Comparto un diálogo, una buena conversa, una imagen de reflexión recordando cierto día de clases por la mañana en la selva central. Punto.