Fue un solo golpe. Uno que no solo dejó a Gabriel García Márquez con el ojo morado y una mueca de sorpresa, sino que también resquebrajó una de las amistades más icónicas de la literatura hispanoamericana. El 12 de febrero de 1976, en el majestuoso Palacio de Bellas Artes de México D.F., un puñetazo lanzado por Mario Vargas Llosa dividió para siempre el boom latinoamericano, ese grupo de escritores que transformaron la literatura mundial en las décadas de los 60 y 70.
Ambos habían llegado a la gala con sus respectivas esposas. Se trataba del estreno del documental Supervivientes de los Andes, pero el verdadero drama ocurriría fuera de la pantalla. En un pasillo del recinto, Vargas Llosa se acercó a su viejo amigo y, sin previo aviso, le propinó un puñetazo que lo derribó. Gabo, atónito, solo pudo preguntar: «¿Y este por qué me pegó?».

No fue un arrebato cualquiera. Fue el desenlace de una tensión larvada durante años, el final abrupto de una relación fraternal forjada en la admiración literaria, las tertulias en Barcelona y un ideal compartido: revolucionar las letras del continente.
Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez: amistad entre genios
Todo había empezado con una sonrisa en 1967, cuando el joven Vargas Llosa, con apenas 31 años y ya respetado por obras como La ciudad y los perros, conoció a un García Márquez que ese mismo año conquistaba el mundo con Cien años de soledad. El aeropuerto de Caracas fue el escenario del encuentro de dos titanes. Pronto serían inseparables.

Barcelona los unió más aún. Allí compartieron cafés, fiestas familiares, largas caminatas y hasta proyectos literarios conjuntos. Hablaron de escribir novelas sobre dictadores, de crear revistas. Soñaron, leyeron y escribieron entre amigos como Carlos Fuentes y José Donoso, bajo el paraguas de la mítica agente literaria Carmen Balcells. Vivían a solo metros de distancia y cada quien, en su pequeño rincón, daba vida a clásicos como Pantaleón y las visitadoras y El otoño del patriarca.
El golpe invisible: ¿por qué la agresión?
Pero la armonía se resquebrajó. Las razones son aún materia de debate. Algunos señalan los celos literarios y las diferencias políticas —Gabo cada vez más cercano a Fidel Castro y Mario transitando hacia el liberalismo—. Otros, los más insistentes, apuntan a lo personal: a los problemas conyugales del peruano, y a la intervención de García Márquez —quizás mal interpretada, quizás no—.

Hay una frase atribuida a Vargas Llosa que, según el biógrafo Gerald Martin, fue el detonante: «Esto es por lo que le dijiste a Patricia». O, quizás, «por lo que le hiciste». La verdad, como en muchas grandes novelas, está envuelta en el misterio.
Lo único cierto es la foto que quedó para la historia: Gabo sonriendo con un ojo hinchado, inmortalizado por el lente del fotógrafo Rodrigo Moya, dos días después del altercado. Quería, según dijo, «tener una constancia» del episodio.

Desde entonces, nunca más se hablaron. Ni el tiempo, ni la insistencia de Balcells, ni el reconocimiento mutuo de sus genialidades lograron recomponer la amistad. En 2017, cuando le preguntaron a Vargas Llosa si había vuelto a ver a García Márquez, fue tajante: «No». Y cuando intentaron profundizar en el tema, cerró el capítulo con un seco: «Entramos en terrenos peligrosos. Es hora de poner fin a esta conversación».
El boom sobrevivió sin esa hermandad, pero ya nada fue igual. Las cenas compartidas, los debates ideológicos, la complicidad creativa, todo se disolvió con ese único golpe. Un puñetazo que no solo rompió una amistad, sino que simbolizó la fragilidad de los grandes mitos.
Hoy, ambos autores siguen siendo pilares de la literatura universal. Pero entre ellos quedó un silencio que ni los mejores narradores pudieron llenar.



