InicioFrutos Extraños"La promesa", un cuento de Guillermo Salvador Saldarriaga

“La promesa”, un cuento de Guillermo Salvador Saldarriaga

Vengo aquí con el propósito de encontrar algo que se relacione conmigo o algo parecido. Es la hora del nacimiento del crepúsculo acompañado por el viento que, a intervalos, arrecia mis mejillas.

La fachada color mostaza de la catedral junto con la estatua de Cristo y las cruces antiguas, se levantan imponentes. Su patio es amplio, rodeado por muros de cemento también color mostaza y rejas de madera antiguas y en un rincón me ubico, cuando de un momento a otro, el repicar de campanas empieza a sonar y se extiende por todo el centro de la ciudad. 

Lo escucho. 

Y en medio de ese sonido palpitante que gravita durante varios minutos, una figura de mediana estatura, ataviada de vestido de flores amarillas, de cabello corto y rojizo, piel ajada y ojos sonrientes dice algo, quizá mi nombre. No sabría decirlo. El movimiento de sus labios se extingue súbitamente. Es ella. Maricielo, o doña Maricielo como le gustaba que la llamaran a mi abuela. 

Yo nunca le decía Maricielo, para mí siempre fue: Mamá Cielo, como el cielo amplio y despejado, poblado de puntos luminosos que nosotros llamamos estrellas, los mismos que son testigos de mis andanzas por el centro de la ciudad, cerca de fachadas virreinales, paredes vetustas a punto de venirse abajo e inmuebles de dos o tres pisos que han cedido al paso de la modernidad, dejando enterrados en el olvido miles de sueños e historias que seguro nadie contará.

Pero el olvido no es algo que se mantenga inherente a mi persona; Mamá Cielo, por ejemplo, es un recuerdo vivo, una imagen constante, su voz cálida se acoge en mis oídos como un bálsamo en los días sombríos y de tribulaciones. 

Aún se me viene a la mente, la tarde cuando le confesé que me convertiría en escritor, una idea, que en esos tiempos, quienes mes conocían muy bien, entre seres queridos y algunas amistades, habían tomado como un acto muy delirante, y acaso, muy rebelde y desafiante sobre mi persona.  

¡Lo serás! – me dijo Mamá Cielo, acariciando mi frente

– Primero termina tu carrera profesional y luego podrás realizar ambas cosas en paralelo. 

Nos quedamos mirando durante varios segundos, ella, sonriente, en calma, pegada en su sillón de madera, como aceptando el destino del mayor de sus nietos, el joven de dieciocho años, que llevaba el mismo nombre de su esposo y de su hermano. Y el mismo legado del nombre lo recibiría, de igual forma, el hijo de su nieto, doña Maricielo, igual que el hijo de su bisnieto y así sucesivamente, por los siglos de los siglos. 

Fue la única vez que hablé con Mamá Cielo sobre mi propósito en torno a seguir por el camino literario. Le había prometido a ella y me había prometido a mí mismo que seguiría esa senda, así tuviera que pagar un precio muy alto, así tuviera que arriesgar mi propia vida para poder conseguirlo. 

En esa época, cursaba la carrera de Educación, pero al cabo de dos ciclos, y luego de un análisis muy profundo, decidí dejarla. Siendo sincero, hice todo lo posible por adaptarme a los cursos de la facultad, pero no pude hacerlo; además, en un futuro cercano no me veía dictando clases en un colegio, ni menos soportando a chiquillos de secundaria, a esa edad fastidiosos y revoltosos. 

Me sentí hecho pedazos cuando una tarde del 27 de marzo, así como hoy, dejé de ir a la universidad. 

Sentado en la banca de un parque rodeado por tres o cuatros gatos, y ante un cielo gris y friolento, mirando al cielo, lloré, sí, lloré amargamente, lloré por varias personas que me conocían y les tenía cariño, y más que todo por Mamá Cielo. Ellos que confiaban ciegamente en mí, los estaba decepcionando, de alguna manera, con esta drástica decisión. 

Durante un tiempo, quizá fueron dos, tres meses, tal vez fue cerca de un año, lo mantuve en secreto. 

Mientras vagaba por los parques y las plazas, por avenidas sombrías y callejones de los suburbios más hediondos y peligrosos, empecé a leer como un poseso. 

Casi todo el dinero que me proporcionaban tíos, padrinos al igual que Mamá Cielo, los gastaba en adquirir libros que poco a poco iban llenando los anaqueles de mi habitación. Si sobraban algunas monedas, los gastaba en dos o tres cajetillas de Luckystrike o Hamilton amentolados que no me duraban ni tres días.

En ese contexto de extravagante existencia, los libros que iban formando parte de mi habitación, alternaban entre la poesía de Bécquer, Darío, Vallejo, Neruda y Mistral y una que otra antología de poesía peruana y latinoamericana que leía con extrañeza, seguramente porque desconocía a los autores contemporáneos.

Unos breves amoríos que sostuve con Mariela, estudiante de Ciencias de la Comunicación, a quien había conocido en la misma universidad y quien era amante de las letras como yo, me llevaron a interesarme por la narrativa, principalmente por la novela: Hemingway, había adquirido varias de sus obras; Faulkner; Herman Hesse; Sábato; Saramago; Kafka; Camus; Sartre y las obras del boom latinoamericano que seguían y aún siguen quebrantando mis sentidos. 

En medio de ese bagaje cultural que se estaba desarrollando en mí, decidí ponerme a escribir. 

Había alquilado una habitación fuera del centro de la ciudad con el poco dinero que ganaba los fines de semana y las propinas que seguían llegando a mis manos. En ese lugar empecé a escribir, aunque no sé si había empezado con certeza a escribir. 

La primera noche, empecé escribiendo cinco o seis líneas que luego de varios minutos, vi al fondo de la papelera. Agarré una segunda hoja bond A4 y surgieron nuevas frases que aumentaron a quince o quizá veinte líneas, las cuales leí y releí, y luego de varios segundos, de forma inexplicable, y hecha una bola arrugada, terminó enterrada en la papelera. 

Me vi como quince, veinte, tal vez treinta veces en esa situación, frases borroneadas, envueltas en papeles arrugados, regando el piso de la habitación entre el desvelo y el nacimiento del alba. 

Decepcionado por ese momento frustrante, apagué las luces, me tiré a la cama y me puse a llorar. 

La noche siguiente, luego de un día ajetreado por el trabajo, creí que la situación cambiaría, pero no, de nuevo surgieron papeles arrugados sobre el piso y cerca a la papelera sumados a un par de tazas con hilos de café sobre la mesa. Lo único resaltante de esa noche fue la frase con la que inicié mi jornada literaria: “el bendito escritor que no escribía nada”; luego de allí fue un torrente de incoherencias que no me permitieron o quizá nunca me permitieron avanzar más.

Escrito por: Guillermo Francisco Salvador Saldarriaga, licenciado en Ciencias de la Comunicación.