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Don Agusto: sabor y carisma de un cocinero en busca mensajes

Marco Robles Bustamante dirige una cebichería que este sábado cumple seis años. A largo de ese tiempo, el establecimiento ha forjado un prestigio que se basa en la calidad de los productos y en la sazón y virtuosidad de su propietario.

Marco Robles Bustamante cree que la perfección de un plato está en el rostro de un cliente. En la mueca que dibuja cuando se lleva el primer bocado. Sabe que el cuerpo no miente. “La cocina es un lenguaje”, guisó el español Ferran Adrià, el otrora mejor cocinero del mundo. Marco, por su parte, piensa que la cocina es un acto comunicativo que necesita de retroalimentación. Por eso está a salto de mata en su cocina. Mira la candela y los ingredientes; pero, también, aguaita el salón, donde están sus clientes llenos de mensajes. 

Es sábado y los comensales, estos últimos días, se han acostumbrado a llegar tarde. “Lo importante es que lleguen”, bromea cuando flamea un chaufa de pescado. Antes ha preparado chilcanos, sudados de corvina y cabrilla,  arroz con conchas negras, arroz con mariscos, etc. Hoy está a cargo de sección caliente. El área de fríos —cebiches, tiraditos, leches de tigre— está en manos de Raphael, un venezolano que cocina como peruano. De la frituras se encarga Cristhian, y Treycy, de emplatar. 

Entonces, llega una pareja. Son nuevos clientes. Ella es joven, lleva lentes de medida y el pelo suelto. Él es mayor, luce una barba enana y una chompa de hilo negro. Se sientan frente a la cocina. Marco no es indiferente a esa señal. Los contempla como oportunidad. Algo en él se ensaliva. Deben ser las ganas de sorprender, la adrenalina por competir, el deseo de encantar.

La pareja pide platos para picar: cebiche y arroz con mariscos. “Desde aquí se ve cómo quedó el plato, si gustó o no gustó, si lo hicimos bien o mal”, describe cuando corta con un cuchillo-hacha un medallón de corvina que en minutos se convertirá en un sudado. 

¿Cuál es la mejor parte del pescado?, escucha Marco. “Para cebiche, el lomo; para sudado, el medallón —agarra hueso y carne—; para frito, la cola”, responde y quienes lo escuchan advierten que se ha guardado un dato para el remate: “Pero no hay como la cabeza por su sabor”. 

Los nuevos clientes se lanzan por el primer bocado. Marco parece que no los mira, pero en verdad, sí los está mirando. El salón y la cocina se unen por una ventana mediana. “Al cliente hay que enfrentarlo”, plantea. Su nombre, historia, prestigio están en juego en esos platos. “Hoy como ayer su vida depende de la aprobación ajena”, escribió Marco Avilés sobre los cocineros.   

La pareja no conversa —”el silencio es el sonido de una buena comida”—, pero sí agitan los cubiertos con alevosía. De pronto son un gesto. Ahora son un suspiro. Ahora son una satisfacción. A lo lejos, cerca de las hornillas, Marco es ahora un hombre satisfecho, y vuelve a sus quehaceres propios de un chef. Cuando tenga su propio local, construirá la cocina en el centro del salón para que tenga un dominio panorámico de sus mesas y de sus clientes. Pero eso será en el futuro; hoy sábado, irrumpe con una tentadora pregunta: “¿Qué quieres comer?”. Antes de recibir una respuesta, mejora su propuesta: “Aprovecha que hay carta libre”, le dice a un visitante de su cocina, quien reacciona y pide una de las especialidades de la casa: shambar marino. 

Cocinero en movimiento

Luego de trabajar en el extranjero entrenando gallos de pelea, después de operar maquinaria pesada —retroescavadoras, cargadores frontales y volquetes— en distintas ciudades de Perú, Marco llegó al restaurante de un tío en Tarapoto, donde se desempeñó como mozo. Pero seguía lejos de la familia y, en especial, de quien luego sería su esposa, Vania Puglisevich Luna Victoria.

Sin ningún sol en el bolsillo decidió abrir su cebichería en Trujillo. “Debo haber sido el único que decidió emprender sin ningún sol”, se jacta. Les contó su proyecto a familiares y amigos. “A una tía le dije que solo me faltaban dos mis soles para completar y a un amigo que solo me faltaba, mil soles. Me prestaron y fui a comprar platos, ollas, vasos, cucharas“, recuerda y ríe. Pero olvidó comprar algo importante. 

Marco, por su parte, piensa que la cocina es un acto comunicativo que necesita de retroalimentación. Por eso está a salto de mata en su cocina. Mira la candela y los ingredientes; pero, también, aguaita el salón, donde están sus clientes llenos de mensajes.

El sábado 4 de junio del 2016 abrió su restaurante en la avenida Túpac Amaru, a pocos metros de La Esperanza, en un lugar copado por talleres de mecánica. Mediodía, los clientes estaban a punto de llegar y no había mesas ni sillas. Su enamorada estaba en el banco esperando el desembolso de un crédito. Recibió el dinero justo a tiempo para correr al ex-Tacorita y conseguir 8 meses y 24 sillas. Amigos y familiares llegaron para la inauguración. Al día siguiente, domingo, la venta fue aceptable. El lunes solo vendió un chilcano.

Pero sabía que sus platos eran buenos y gustaban. Solo era cuestión de tiempo. Entonces, sus clientes empezaron a recomendarle que busque un nuevo local. “Tu comida es de otro sitio”, “anda donde valoren más tu comida”, “tu público es otro”. “Salte de acá, Marco”. Hasta que uno de sus tíos, que tiene fama en la familia de ser un visionario, llegó a visitarlo. Cruzó la avenida para mirar en todo su contexto al restaurante. Luego de unos minutos regresó decidido. “Definitivamente, tienes que salir de acá”, le ordenó un martes.

El miércoles encontró un local al costado del famoso restaurante El Limonero. El jueves se mudó. “¿Cómo se te ocurre irte allí?”, le advirtieron. “No vas a vender nada”, le adelantaron. Ese mismo día por la noche apareció un cliente que lo venía siguiendo de su antiguo local. “No me importa cómo esté tu cocina, pero quiero que me atiendas”, escuchó Marco y se alegró porque fue el prólogo de una etapa de crecimiento. “Es que el hombre tiene buen pescado y prepara bien”, recuerda, años después para Buenapepa, ese cliente, el ingeniero Carlos Castro Lazo.

En marzo del 2017, cuando estaba asentándose en su nuevo restaurante, nueve huaicos atravesaron Trujillo. El local está en la ruta que siguen las quebradas camino al mar. Cerró y se fue a trabajar como operador de maquinaria pesada en Virú. “Limpié canales de riego”, recuerda. Pero sus clientes lo emplazaron: “¿Para cuándo, Marco?”. Reabrió. Luego de tres años llegó el covid-19 que casi lo mata. 

Errar no es de cocineros

Una cocina es un lugar donde los errores deben estar lejos del plato. Marco Robles Bustamante, chaqueta azul y una sonrisa tibia, está entregado a la búsqueda de la excelencia. Su camino es la memoria familiar, los buenos productos, talento y mucho compromiso.

Pertenece a la legión de cocineros intuitivos, esos que tienen el paladar en la mano, la sazón en los ojos y la creatividad en todo lo gozado y sufrido. “Nunca he llevado clases de cocina. Yo soy un cocinero amateur”, se halaga. Luego recuerda su niñez en Virú y el talento de sus abuelos paternos Julia Vásquez Polo, experta en guisos y pescados, y José Víctor Robles Andrade, el bravo del shambar. “El mejor de Virú”, pondera.

Marco y Raphael han conformado una buena dupla en la cocina. La misma que es complementada por Treycy y Cristhian. Don Agusto está en buenas manos. (Foto: Iván Orbegoso).
Marco y Raphael han conformado una buena dupla en la cocina, la misma que es complementada por Treycy y Cristhian. (Foto: Iván Orbegoso).

 “Los clientes felicitaban a mi abuela por el shambar y mi abuelo se molestaba. ‘Te haces famosa con un plato ajeno’, le reclamaba”, evoca Marco y ríe, como ríe, también, cuando rememora la forma en la que aprendió a cocinar platos a la carta. “Llamaba a amigos cocineros y les pedía que me enseñen. Qué ingrediente poner acá y cuál allá. Qué producto usar para tal plato. Veía videos, me colocaba mis audífonos y empezaba a ensayar, a aprender”. Pero no hubiera logrado la virtuosidad que ahora exhibe, sino llevara la sazón en los genes. Todos sus tíos, de lado paterno, están dedicados al negocio de la comida. Y les va bien.

El cocinero es un tipo que busca sabores de su pasado. Marco siempre ha intentado revivir el arroz blanco que preparaba su abuela materna Florinda Pérez Sánchez, la mami. Un simple arroz a leña. Para decir que ese plato era riquísimo, Marco no necesita hablar. Es suficiente el movimiento de manos, de boca y el aire que inhala con esfuerzo en busca de esa felicidad. El crítico culinario y cocinero Luis Delboy escribió que el olfato es el hilo que nos acerca al corazón y a nuestro propio pasado.

De niño se peleaba para lavar esa olla porque había una recompensa: el concolón. “Cuánto me gustaría que en mi cocina haya un espacio para poner un fogón y cocinar a leña. El día que lo tenga diré ‘ufff, ¡lo logré!’ porque sentiré que mi mami está a mi lado”, anhela. “Voy a buscarle un plato para ella”, promete. 

A su abuelo Agusto Bustamante Pérez ya lo homenajeó con el nombre del restaurante.  

Don Agusto y el corazón de poeta

-¡Esto no puede llamarse aguadito! -exclamó el poeta David Novoa una tarde frente a un plato que estaba a punto de cambiar de nombre. 

Volvió a probar y con la elocuencia propia de un hombre que embellece el mundo con palabras, Novoa insistió delante de Marco Robles que ese plato debe hacerle honor a la emblemática sopa trujillana. Así nació el shambar marino. “Buenazo. Recomendado”, confirma por Messenger el escritor cuando recuerda ese manjar. “Es un lugar bonito, amplio y limpio”, enumera cuando se le consulta por el local donde ahora atiende Don Agusto, en la avenida Mansiche, a unas cuadras del Mallplaza Trujillo. 

Otro plato que destaca es el cebiche de filete de caballa. La humilde y hasta vilipendiada caballa es tratada como un pescado de alcurnia. Cargado de omega 3, el plato llega a la mesa en una presentación que explosiona en las retinas, no porque tenga maquillaje, sino por su sinceridad. “Los ojos esas lenguas silenciosas de amor”, escribió Miguel de Cervantes. Cada presa de caballa, tiene la sustancia de cinco pescados enteros. Sabor extremo, silvestre y reivindicativo. 

Marco, también, ofrece pescados enteros a sus clientes. En el ingreso de su local, instaló una nevera donde exhibe los productos del mar. Allí, las personas eligen una pieza y deciden cómo quieren comérsela. Algunos piden que de un solo pescado les preparen cebiche, sudados, parihuelas o frito. Y alcanza. 

Volvió a probar y con la elocuencia propia de un hombre que embellece el mundo con palabras, Novoa insistió delante de Marco Robles que ese plato debe hacerle honor a la emblemática sopa trujillana. Así nació el shambar marino.

Compromiso

La cocina de un restaurante es un campo de batalla. Se libra un conflicto para hallar  sabores a la brevedad posible. Es un arte bajo presión. Es una guerra con disciplina, coordinación y liderazgo. También, con buenos ingredientes, talento y mucha gracia. Marco quiere hablar del  otro campo de batalla que libra —o debe librar— el cocinero: el compromiso. En especial, su compromiso en una ciudad como Trujillo, donde pululan restaurantes de todo nivel y de toda calaña.

Marco sostiene que la ciudad tiene un gran potencial gastronómico y hay público para todos, gente  que conoce la comida peruana y quienes no conocen “Entonces, yo me siento responsable de brindarle un buen producto, una buena comida, de tener carisma con el cliente, de recibirlos de la mejor manera. Puedo decir que el 90 % de mis clientes yo lo conozco. Siempre salgo a saludarlos, salvo que esté demasiado ocupado en la cocina”, dice el cocinero sobre una de sus cualidades que explican su éxito. Marco lleva el carisma a flor de piel. Es de fácil sonrisa. Conversa con todo su cuerpo y, parece, que en él no existe angustia y desconsuelo. “Al cocinero triste… le está prohibido cocinar”, advierte Gastón Acurio. 

Ahora es cuándo
Su esposa Vania comparte el drama de Marco víctima de la covid-19. “Estuvo muy mal. Grave”, dice un martes cuando sus clientes se despiden orondos y satisfechos. Marco está a su lado y sonríe como un sobreviviente. En ese tiempo, en plena pandemia, dejó el local cerca de El Limonero y se mudó a una casa de la urbanización La Esmeralda, desde donde, principalmente, atendía por delivery

En esa oscuridad que significaba para su negocio el coronavirus, surgió una luz y se mudaron, a finales del 2021, a la avenida Mansiche 2489, a un local amplio, donde la cebichería Don Agusto está como pez en el agua. El sábado 4 de junio cumplirá un aniversario más: 6 años. Cuatro días, después, Marco festejará 37 años. “Estoy en mi mejor edad”, sonríe como un niño grande y en silencio, pero aún riendo,  coge su cuchillo-hacha y despedaza una mitad de ojo de uva que en unos minutos será un sudado.  

César Clavijo Arraiza
César Clavijo Arraiza
Nació en un desierto frente al mar, donde solo crecen árboles de algarrobos. Dice que le gustan todas las frutas, pero en los últimos meses se ha decantado por el pepino, de origen andino; pero con una mala fama: se cree que si se consume después de beber licor puede causar la muerte. Periodista, escritor, docente, padre y esposo. Es torpe con la pelota, pero ama jugar fútbol. En el 2018 publicó "Tercera persona" y ahora está a punto de terminar un doctorado en comunicaciones.