InicioFruta selectaArticulistasDe poemas, poetas y algunos buenos versos. Vol. I

De poemas, poetas y algunos buenos versos. Vol. I

Sobre lecturas, escritos y los eternos aprendizajes literarios

Me gusta la poesía por encima de muchas cosas. Leerla siempre más que escribirla. Es un proceso natural: un placer siempre termina por absorbernos y buscamos imitar el modelo que nos da sombra, y que muchas veces suele ser una sombra demasiado amplia, inmensa, infinita, descomunal. Y sucede, pasa, ocurre muy a menudo: queremos ser nosotros los forjadores de una nueva historia, de un nuevo texto que al universo justifique nuestra existencia, nuestra posibilidad, y en ese viaje elaboramos caminos, versos, poemas, ensayos que no siempre se permiten ser y quedan más como intentos que como logros, como deudas más que como promesas, como palabras simplemente y nunca nada algo de emoción. Pero insistimos, volamos, escribimos, porque la poesía, la escritura, no requiere de solo fines de semana, sino de una entrega constante en la cual solemos quedarnos solos. 

Escribo como se vive y se vive para escribir, para crear, y también para leer, argumento vital en todo sentido y que debe ser el principal camino inicial, un maestro necesario, el que nos toma la mano para conducir nuestros pasos hacia el sendero de las letras, porque no hay mejor manera que la lectura para identificar el nosotros que será luego el formato de la voz propia, pero muchas veces lo olvidamos, muchas veces dejamos en el aire esta magnífica oportunidad, y creemos que la inspiración es un privilegio solo otorgado a los mortales que buscan reflejar el mundo en palabras, pero no: la inspiración nos atrapa sin motivo, sí, en cualquier momento, en cualquier lugar, pero es nuestro entrenamiento con los versos lo que permitirá que le demos forma al todo, al verbo, a la acción. Hemos alejado nuestra capacidad de aprender a través de las lecturas, de innovar el camino y abrir nuevos horizontes, cosa innata y poderosa: una primera lectura siempre invitará a otra y a otra y a otra, así en un redoble infinito de tambores que resuenan para ser la banda sonora de aquellos días que ahora nos albergan y seducen, nos conducen y atrapan. Y porque es justo y necesario, traigo a la memoria las propias, las iniciáticas, las primeras lecturas que viajan conmigo.

Como es obvio, no recuerdo el primer poema que leí. Debió de ser alguno de los que ponen en los libros infantiles o las canciones que solemos repetir en la infancia hasta memorizar, hasta el cansancio. Ese primer descubrimiento fue secundado por los poemas en el colegio, las lecturas que en los libros texto siempre aparecen: Los heraldos negros, A cocachos aprendí, Tristitia (y siempre me va a generar contradicción el hecho de que solo conozcamos un poema de Valdelomar, cuando su poesía es demasiado contemporánea), Canto coral a Túpac Amaru, entre otros. Aprendí algunos para declamar en las actividades culturales del colegio, así como por el gusto natural de la poesía (y confieso que de todos, Reír llorando de Juan de Dios Peza siempre ha sido un placer culposo que con sorpresa las puertas me abre). Recuerdo incluso que a los seis años declamé para todo el colegio allá en Lima, la gris, la del eterno retorno, La niña de la lámpara azul de Eguren, sin siquiera saber o entender de qué trataba; es más, una parte que dice “hiende leda, vaporoso tul”, yo la repetía como en un balbuceo, porque no sabía cómo se pronunciaban esas palabras ni qué diablos estaba diciendo, pero al final los aplausos, siempre al final. De esos días la memoria, el poco interés que el tiempo me permitía. Y es que uno no se percata en su totalidad de lo que está haciendo o hacia qué punto vamos: ese fue el principio, el descubrimiento, y la poesía que flota, que emerge, la luz que iba iluminando mis días sin saberlo siquiera, pero ahí, ya ahí. La época de colegial fue solo ese tránsito, pero no una intención como la que surgió años después. Esos años en el colegio fueron una búsqueda que terminó alejándome de todo, de todos, de las palabras, de los verbos, del ser marioneta o ser al final, de repetir, de imitar, pero el tiempo hace lo suyo, y uno regresa, siempre regresa a esas primeras caídas, porque la poesía escoge a quienes deben seguirla, a quienes deben darse la voluntad del encuentro, del goce, del placer. Y es aquí donde regresan a mí los años universitarios, regresan.


Soy un purista del lenguaje, de las palabras, de la poesía, puedo admitirlo, y cuando me fue dado el tiempo para poder descubrirla, busqué siempre la elocuencia innata, la imagen que flota. No era de mi agrado la poesía que buscaba entre palabras forzadas y versos vulgares, atraer a los lectores a través del impacto, del golpe, de lo chabacano. Me alejé de la poesía contemporánea y me fui a los clásicos, a los maestros de todo. Llegaron a mí las voces de Blake, de Byron, de Whitman; descubrí los inevitables versos de Neruda (y en él, algunos libros geniales), la sutileza de Martí, la brillantez de Mistral; me detuve (y hasta ahora siempre me detengo) en la Comedia de Dante, en la genialidad de su perfección, y descubrir con él que a veces lo más grande la literatura ya se hizo y no se hará. Recuerdo que en aquel tiempo de aprendizaje, de apasionamiento, viajé por etapas dentro de esa búsqueda literaria, y de estos recorridos interminables, buenos momentos mantengo sin reparo. En esos años me hice hincha por temporadas de poetas, y más por el país, por la nacionalidad; así empecé con la poesía rusa y confieso que Ajmátova y Mandelstam serán siempre mis favoritos; luego la francesa, descubriendo un Prévert y un Éluard, pasando por Baudelaire y los malditos, para caer en un Bonnefoy que me sigue deleitando; me acerqué a los alemanes y Gottfried Benn, Nelly Sachs, Paul Celan (que fue rumano para ser exactos), son nombres a los que regreso cada cierto tiempo; y así fue, cada país a su tiempo, un tiempo a su vez. Luego de ese viaje propio de los días, una de mis aventuras finales fue nuestra poesía, la peruana, la inmortal, pero de ella en otro momento, un texto solo por estrenar. Ahora regreso. 


¿Qué hubiese ocurrido si me quedaba solo con los poemas iniciales, con los que a todos nos hacen leer en el colegio y en buena parte de la cotidianeidad? Tal vez no hubiese logrado escribir esos dos poemas de los que me siento orgulloso (no de los libros publicados, no: solo de dos poemas); tal vez no me hubiese permitido descubrir todo el universo de voces y versos que se abrió ante mí, voces que invitaban a leer a otros y a otros y a otros; tal vez mi camino hubiese sido más sencillo, más llevadero, y no tan emocional como llega a ser este sendero. Y es que los lectores debemos exigirnos más, mucho, y más; debemos buscar en todos los medios, en todos los caminos, en todos los esfuerzos; debemos no cerrarnos a la posibilidad de los idiomas, de lo extranjero, de lo memorial; debemos permitirnos adiestrar la mirada en esa búsqueda sin límites que suele ser nuestro aprendizaje, que suele ser la sorpresa del descubrimiento. Y es que los lectores nos debemos esta tarea, y los que escriben poesía, obligatoriamente debe ser una forma de vivir, de estar, de existir: el buscar, el conocer, el admirar. ¿Por qué se me ocurrió escribir esto? Tal vez necesito contar una historia, brindar un consejo, solo explorar mi otro yo, o tal vez busco justificar así este inefable camino en el que me logré encontrar. Punto.

Oscar Ramirez
Oscar Ramirez
Oscar Ramirez (Lima, 1984). Docente de Lengua y Literatura y promotor cultural. Viajero incansable, reside por largos periodos en Trujillo. Dirige Ediciones OREM. Ha publicado los poemarios "Arquitectura de un día común" (2009), "Cuarto vecino" (2010), "Ego" (2013) y "Exacta dimensión del olvido" (2019); y el libro de cuentos "Braulio" (2018). Finalista del Premio Copé de Poesía 2021.Contacto: oscarramirez23@gmail.com