-Pero, arquitecto –me dice con una mirada escolar–, puse todo mi esfuerzo en el trabajo y lo traje antes del fin de plazo, como pidió.
Escudriño en mi vocabulario las palabras más directas y oportunas. E intento explicarle que, por mucho que la presentación sea impecable, el contenido del portafolio no alcanza a cubrir los criterios de la rúbrica.
El estudiante se retira, insatisfecho y disgustado, del aula.
Mientras me preparo para recibir a mi siguiente clase, evoco lo laborioso que fueron mis inicios en la universidad.
Ser docente universitario, contrariamente a la visión popular de erudición, demanda tanto esfuerzo como ser estudiante. Es una labor que no solo depende de acumular saber.
Es complicado llevar un horario que no sigue un curso regular como en el año escolar, con jornadas que obligan a resolver el almuerzo fuera de casa y que a la que se retorna hasta por la noche.
El trabajo no ha culminado en la sesión de clases, ya que en esta apenas se presentaron los contenidos teóricos.
Mientras me quede a revisar trabajos y preparar mis clases, sé que ellos deben continuar de manera autodidacta su proceso de aprendizaje, entre desvelo, agotamiento y contrarreloj.
Ya no hay un profesor, como antes, que los acompañe durante toda la semana, anticipando el cumplimiento de tareas y hablando con los padres ante un descenso en el rendimiento.
En este nuevo contexto, deben aprender a hacerse responsable de las propias elecciones y, muchas veces, resolver dificultades con los propios recursos, mientras que los profesores pasan a ser consultores y –en el mejor de los casos– orientadores.
En Arquitectura se emplea la metodología de taller y de debate crítico, asimilada de la histórica escuela Bauhaus, donde se crea un producto basado en una investigación previa, mientras se va revisando progresivamente hasta su entrega.
En ocasiones, se pueden crear intensas discusiones verbales, debido a la defensa de una idea basada en la interpretación del usuario, en el bagaje teórico y técnico, en la versión personal del diseño arquitectónico.
Es donde los docentes tenemos el desafío de hallar una metodología didáctica, de forma tal que las correcciones no se entiendan como un capricho subjetivo.
Recuerdo a profesores con la visión tradicional de que los golpes forman el carácter de los aprendices y los preparan para la crudeza laboral.
Revivo sus clases sin filtro de suavidad, rompiendo las maquetas y rayando los planos que había trabajado durante la semana.
Y, así como un instructor dirige a su aprendiz, repitiendo varias veces el ejercicio es que se pulía el oficio.
Pero también recuerdo a profesores, cuyas estrategias inesperadas, tenían familiaridad con las de mis maestros de la etapa escolar.
No olvido dinámicas inusuales como hacer de la clase un stand up para mantener la atención, mostrar un videoclip de Pink Floyd para fomentar la crítica social o usar la pintura como estimulante creativo de diseño.
Una clase de Arquitectura
Mi clase ha comenzado y aún no llega ni la mitad del alumnado. No puedo iniciar la sesión bajo riesgo de que las interrupciones extiendan la exposición magistral, a mi cargo, dejando poco espacio para el trabajo estudiantil.
Algunos me aconsejarían que cierre la puerta, castigue la inasistencia y deje que despejen sus dudas como puedan. Otros me dirían que sea tolerante y prolongue la clase.
La severidad y exigencia me permite establecer control del tiempo y rigor para la calificación de trabajos, incluso asegurando la disciplina académica.
Pero, en exceso, me ha traído complicaciones de flexibilidad ante lo inesperado e incluso, en ocasiones, resistencia por parte de los estudiantes.
Y, aunque la libertad y soltura favorece un clima de aula más ameno, si se desborda, muchas veces los estudiantes no son conscientes del propósito de su formación y terminan en un vacilón académico, confundiendo creatividad con improvisación y presentando trabajos incompletos.
La severidad y exigencia me permite establecer control del tiempo y rigor para la calificación de trabajos, incluso asegurando la disciplina académica.
Entonces, repaso lo que aprendí de los maestros de educación básica, aquellos pedagogos que me formaron actitudinalmente en el colegio —y teóricamente en posgrado—, que alcanzaron su experticia precisamente resolviendo desafíos en las aulas y que poseen recursos invaluables para realizar el proceso de enseñanza aprendizaje.
Un docente universitario enfrenta problemas similares que un profesor escolar.
No basta con tener un extenso currículum, ya que un arquitecto puede ser hábil en resolver problemas en el trabajo, pero eso no siempre lo hace capaz de enseñar.
Lo laborioso radica en saber hacer llegar los conocimientos a los futuros egresados, aprovechando la formación básica, desarrollando las habilidades elementales y fortaleciendo las actitudes que dejó el maestro de colegio.
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He tenido estudiantes que arrastran problemas de aprendizaje, que tienen facilidad para el trabajo mecanizado y dificultades para la comunicación visual, escrita y oral, que tienen un pensamiento rígido para lo que no es memorístico e incluso tienen conflictos emocionales de presión y competitividad, aunados a la inmadurez propia de su edad.
En tal sentido, no puedo limitarme a ser meramente un expositor de contenidos. Instruir no es lo mismo que educar: llevo el deber de ser un tutor paciente. Aunque con la rectitud que corresponde al nivel superior.
La clase es un viaje
Empiezo la clase. Permito que quienes llegaron tarde se incorporen y tolero las interrupciones a mi exposición. Pero les exijo enérgicamente que guarden silencio mientras estoy hablando.
Doy tolerancia para la presentación de avances, pero fijo un límite de tiempo para la revisión. Les recuerdo constantemente que pregunten si hay dudas y que tomen notas, porque seré riguroso en la evaluación de trabajos calificados.
Solamente soy uno de sus tantos docentes. Pero, en mis clases, les explico que la carrera no se trata de elaborar planos, maquetas y paneles. Sino de comprender qué es lo que fundamenta tal producto.
Si es que el jovencito estaba habituado al conductismo de la resolución casi robótica de un problema, conmigo trabaja lo lógico y lo creativo; a veces hay respuestas contundentes y otras no hay fórmulas estandarizadas.
Conoce los pasos rigurosos para investigar y fortalecer su bagaje teórico; pero también confronta la rigidez convencional, para no encasillarse en plantillas.
De ahí que no basta con un portafolio, vistoso y atractivo, entregado a tiempo. Su contenido también debe ser profundo y coherente con lo que se ha estudiado.
Un arquitecto docente debe enseñar que la profesión no es únicamente hacer réplicas de modelos estereotipados, elaborar ostentosas representaciones digitales o repetir de memoria la norma sin comprenderla.
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Al terminar, cuando ya se fueron todos, cierro la puerta de mi aula. Y agradezco a todos los profesores, de superior y de colegio, que me formaron como profesional y como persona.
Sus enseñanzas me permiten mejorar cada día mi cátedra para educar en una disciplina que es ciencia y arte simultáneamente: la Arquitectura.