Tras la muerte de su padre, los hermanos Buenaugurio heredaron una casona en el Centro Histórico de Trujillo. Inocencio, nostálgico por el recuerdo de su infancia y las historias que le contaba su abuelo sobre la dulcería que tenía la familia a mediados del siglo pasado, quiso refaccionar el inmueble, pero conservando lo mejor que se pueda su autenticidad. Fue, entonces, por los servicios de un viejo arquitecto restaurador, que atendía en su oficina, a unas cuadras y en la misma calle.
En cambio, Avispado, el segundo hermano, vio en la propiedad una oportunidad para invertir y generar ganancias. Al ver la vieja casona, deteriorada por el paso de los años, pensó que era mejor liberarse de la carga de su mantenimiento, demolerla cuanto antes y hacer un edificio nuevo que sea de mayor utilidad personal y monetaria. Por lo que fue a conversar con una nueva constructora, conocida por hacer proyectos modernos y vanguardistas.
Después de un par de semanas, ambos hermanos fueron a las respectivas oficinas de sus consultores. La empresa constructora le mostró un modelo digital para un hotel de ocho pisos, con casino en el primero y una fachada con retiro enmarcado en un muro de liso cristal que contrastaba con las irregulares paredes de adobe de las casonas vecinas y con una portada de cemento que imitaba a la original de la casona.
En las imágenes digitales, se veía una representación del edificio con personas de tez caucásica y automóviles europeos; estos circulando por lo que parecía ser la calle del centro histórico idealizada, ya que la vía se mostraba mucho más ancha de lo que era realmente y los demás edificios aledaños solamente se mostraban como bloques de color blanco bajo un cielo tan celeste como el de los veranos mediterráneos. El único requisito era demoler la vieja casona para poder aprovechar el lote.
El arquitecto restaurador le contó a Inocencio una breve reseña de la casa. Le dijo que había conocido a su padre cuando este también fue en busca de sus servicios hace unos años. Había visitado el inmueble y documentado evidencia de su historicidad y autenticidad. Aquella casona databa aproximadamente desde finales del virreinato y había tenido remodelaciones a inicios de la república. También, en una de sus habitaciones había vivido un reconocido escritor regional a principios del siglo pasado.
En los muros del zaguán, había restos de una pintura mural antigua y las columnas del patio interior estaban talladas, con todos sus detalles neoclásicos, en madera de pino oregón, un material que prácticamente se dejó de usar hace mucho. Además, los vecinos, reconocían el inmueble como una casona tradicional del centro histórico. Definitivamente, tenía mucho valor, requería una intervención cuidadosa que además vaya acorde con la reglamentación especial.
Inocencio sabía que lo que le dijo el arquitecto era cierto y reconocía que, además del valor emocional que le tenía a la casona, está también se había convertido en parte de la memoria de los trujillanos y en parte del paisaje urbano del Centro Histórico de Trujillo. Avispado, por su parte, pensaba que nada dura para siempre y había quedado enamorado del proyecto de la constructora. Entonces, se inició la discusión entre hermanos.
Inocencio sabía que la casona podía restaurarse y preservar el bien original para que siga siendo parte de la historia de Trujillo, pero le preocupaba conseguir el dinero; pues aún estaban a tiempo de frenar el deterioro, pero el trabajo era costoso. Avispado estaba irritado de tanta restricción, reglamentación especial y procedimiento cauteloso tanto del arquitecto restaurador como de las autoridades involucradas. Incluso pensó en inundar con una manguera los frágiles cimientos de adobe a fin de que la edificación colapse y no quede más remedio que demolerla por ser ruinosa e inhabitable, como si hubiese sido un accidente ineludible.
El viejo arquitecto les ofreció una idea. Intervenir la casona y aprovechar los espacios para desarrollar un negocio compatible con las actividades del centro histórico, como un café cultural en el primer piso, una sala de artesanías en el área libre o incluso reinaugurar la tradicional dulcería de la familia. De esta manera se preservaba el inmueble histórico, pero también este generaba ganancias que recuperaban lo invertido en su conservación. La casona podía fortalecer su presencia como atracción turística, potenciar las actividades de tránsito peatonal y enriquecer el paisaje urbano al seguir siendo parte del perfil tradicional del Centro Histórico.
Los hermanos no llegaron a ponerse de acuerdo, amenazaron con irse al litigio y los años pasaron. Sin saber qué decisión tomar y al no conciliar ideas extremas, decidieron dejar el inmueble sin tocar, alquilando el área libre para una cochera y apuntalando algunos muros con la esperanza de detener su deterioro.
Situaciones como estas afectan la integridad de nuestro patrimonio. Y solamente por delimitar el ejemplo al centro histórico, pues hay situaciones como las del relato en muchos sectores fuera de él. El deterioro de una casona no solamente afecta la vida útil del inmueble y los bolsillos de su propietario, sino que también agrava la pérdida de la belleza y tradición del centro histórico; un lugar que representa la imagen de Trujillo, que testifica la riqueza del sincretismo artístico del período virreinal, que invita a caminarlo para deleitarse con sus paisajes urbanos y que es el punto donde debieran evidenciarse las manifestaciones culturales que reflejan la identidad regional.
Este sitio no solo tiene valor turístico para los visitantes; también representa motor dinámico de actividades socioeconómicas para los residentes. Y son estos últimos quienes contribuyen al mantenimiento de su patrimonio, con mayor compromiso si es que lo ven en buen estado y sienten que son parte importante de su preservación en vez de parecer relegados a meros desconocidos.
Educar sobre el patrimonio edificado puede resultar agotador debido a los tecnicismos, normas y postulados, que parecen crear un pedestal invisible entre los profesionales y el público interesado, quienes son los que finalmente terminan habitando, visitando o relacionándose con estos sitios históricos. Pero si no se rompen esas barreras y se crea un discurso más amigable y enfocado también hacia ellos, se corre el riesgo de perder el patrimonio edificado como ha sucedido en algunos lugares del país e incluso del mundo.
Este relato nos ilustra no solamente el valor que tienen los bienes culturales inmuebles, sino también la importancia de ser orientados por un profesional especializado en conservación y restauración. Mantener un inmueble histórico no tiene que volverse una carga y aprovecharlo no tiene que convertirse en camisa de fuerza.
Los profesionales del área saben que existe una reglamentación especial que se debe respetar, saben que una propiedad con valor de monumento requiere una intervención cuidadosa y saben también que esta puede generar ganancias sin convertirse en un obstáculo para el desarrollo de la ciudad actual. Por supuesto, este trabajo es multidisciplinario e involucra a arquitectos, ingenieros, artistas, historiadores y comunicadores. Demanda labores especiales y se debe tener cuidado de no caer ante pretensiones mal intencionadas de ciertas personas. Un verdadero profesional jamás recomendará la destrucción de un inmueble histórico porque sabe el valor que tiene el patrimonio cultural y la responsabilidad que conlleva su conservación.