Cuando tuve la oportunidad de empezar a enseñar a estudiantes de secundaria, lo hice en dos colegios: uno privado en el centro de Trujillo y otro nacional en el distrito en el que vivía, La Esperanza. Dos realidades socioeconómicas y culturales fuertemente marcadas, pero al mismo tiempo hilvanadas por factores que van más allá de la pedagogía, de los estratos, de las distancias, de la realidad. Principio.
Lo que un docente siempre debe tener en claro es que no debemos hacer que los estudiantes se adecuen a nosotros, sino que nosotros debemos adecuarnos a ellos, conociendo sus gustos, lo que les interesa, sin llegar a ser el eslabón dominador de la cadena que aprieta y presiona, no, sino una persona con la que se puedan identificar. Debemos conocer qué temas hablan, qué música les gusta, qué lecturas prefieren, qué es lo que les irrita y atrae, y hacia dónde se dirige su lucidez.
Generar un vínculo un poco más estrecho en esos campos permite crear aquella confianza que afronta los problemas. Siempre voy a creer que sabiendo más esos detalles en particular que conociendo cualquier otra corriente experimental intencionalmente fabricada para descubrir los ocultos paradigmas del ser, podremos entender mejor a los estudiantes, así de simple.
La mente humana evoluciona a cada instante y quedarnos en los prototipos de enseñanza del siglo XIX es nefasto. Pero sucede: es fallido creer que el docente lo sabe todo, que le pertenece la verdad absoluta, y eso es lo que muchas veces pretendemos bajo el invisible manto de superioridad que nadie nos ha impuesto pero que argumentamos propio (ojo: no hablo de autoridad, ya que ese es otro tema, y el docente siempre es autoridad en el aula).
Pues no: para lograr una mejor labor no es cuestión de imponer nuestros gustos, sino de conocer los de ellos y hacerlos propios para luego generar un crisol donde se puedan mezclar ambos. Pero sucede también que muchas veces vas con ideas nuevas al colegio y los ortodoxos se alteran porque no desean cambiar sus estrategias, no desean pensar un poco más. Y así seguimos.
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Al llegar a ambos colegios, descubrí que si bien los espacios socioculturales son completamente distintos y muy demarcados, los gustos no lo eran. En ambos lados del mar se leía la saga de Crepúsculo y Harry Potter, se veían las mismas películas de terror donde la sangre brota en cantidades quentintarantianas, se escuchaban las mismas canciones cumbiorregetoneras que pasaban ordenadamente en las radioemisoras y se seguían capítulo a capítulo las novelitas coreanas de moda como los animes con argumentos complejos que muchos ya habían leído en los mangas.
Si quería entender qué estaban pensando mis estudiantes en aquel momento, tenía que inmiscuirme en lo que ellos estaban leyendo, viendo y escuchando. Menuda tarea.
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Así me leí dos de los libros de la saga de vampiros gringos con Facebook y Twitter para saber por qué las chicas gustaban más del hombre lobo que del protagonista: el tema romántico y el tipo rudo siempre atraen. Claro, al final de todo esto, me quedo con las obras clásicas de Anne Rice, Le Fanu, Pollidori y Stoker, y que luego hice leer a estos mismos estudiantes pues el tema era el mismo, pero la maestría literaria abismal. Muchos se hicieron hinchas de Carmilla o terminaron admirando al personaje de la obra El Vampiro, pero menos mal ninguno se volvió un habitante nocturno. Con los animes y mangas fue otro tema, aunque no tan difícil, puesto que siempre he visto y leído los que han llegado a mis manos. Por ello hablar de Death Note, Full Metal Alchemist, Fruits Basket o Hellsing en clase fue muy divertido. Y con la música no fue distinto.
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—Profe, ¿qué música le gusta a usted?
—Pues escucho de todo un poco. Me considero un melómano.
—¿Un qué?
(A explicar el término)
—Manya, pero seguro no le gusta la música que nos gusta a nosotros.
—¿Y cuál les gusta a ustedes?
—El rap pe’ profe, a lo Eminem, 50 Cent…
—¿Y rap latino?
—¿Eh?
—¿Qué grupos de rap en nuestro idioma escuchan ustedes?
—Pues no sé… ¿Porta?…
Silencio. “Menos mal traje la laptop”, pienso.
—Bueno, ya que estamos hablando de música, y tenemos que hacer clase, el tema va a ser “El uso del lenguaje en el hip hop” (—No, mentira, el tema es “Los niveles sociolingüísticos del habla”).
Y con esto empiezo: escuchamos temas de Control Machete, Molotov, Tiro de gracia, Tres coronas, Cypres Hill, Orishas, Vico C, entre otros, y los asociamos a los niveles o estratos del lenguaje, hacemos diferencias, identificamos términos comunes, pero sobre todo ellos se divierten y aprenden, porque el tema no les parece extraño ni se sienten distantes: es parte de ellos, de su día a día, de sus gustos, y descubren que sus gustos tienen mucho de lo que necesitamos aprender si lo enfocamos bien.
La música hacía lo propio en este camino. ¿Por qué no aplicar esto a diario? ¿A qué le tenemos miedo los docentes: a perder esa respingada postura que nos hace creer superiores a nuestros estudiantes? Si yo hubiera desarrollado la típica sesión de aprendizaje que nos regala el Ministerio, con su “Inicio, desarrollo, término” bien detalladitos, de seguro no hubiera conseguido el mismo impacto que tuve aquella vez con los jóvenes de mi barrio, de mi distrito, en mi rica La Esperanza (Una chiquita más: en los libros que las grandes editoriales ofrecen a los docentes pospago de una buena comisión por ejemplar, esta sesión viene desarrollada “para que el docente no trabaje mucho”… ¡Acabáramos!). Y así fue.
De esta anécdota guardo el recuerdo y la posibilidad de hacer algo distinto en cada clase, y aunque no siempre es así, cuando sucede me siento feliz porque mis estudiantes se la pasan muy bien. Recuerdo: lo mío no es una verdad, por si acaso, solo la fotografía de una clase que resultó ser entretenida. Punto.