Hace un tiempo, mientras conversaba con un estudiante, este me hizo una pregunta que he escuchado mucho en los colegios donde trabajo: “Profe, ¿y por qué mejor en plan lector leemos el libro de cuentos que usted ha escrito?”.
Sonrío, le agradezco la deferencia, pero le digo que no, que no sería ético de mi parte y le explico, trato de convencerlo de que no es cuestión caprichosa la mía, sino de respeto por el trabajo que uno hace, por el respeto que se les tiene y que por ello no me permito abusar de confianzas indebidas.
Él insiste. “Pero, profe, ¿no quiere que lo leamos porque no lo vamos a entender o porque usted escribe mal?” Sonríe. Sonrío. Muy buena pregunta, de las mejores que me han hecho.
Le digo que ninguna de las dos cosas, esos son valores que yo no puedo medir, sino los lectores, y que escribir un libro solo porque soy docente y sé que bajo esa excusa me puedo asegurar la venta de una buena cantidad de ejemplares en mis estudiantes, me parece una falta de respeto, porque soy docente y no comerciante (con el mayor de los respetos para ambos).
“¿Y si lo compro por mi cuenta?” “Pues no habría problema”, le respondo, “porque no te estoy condicionando a que lo hagas, sino que lo haces por un criterio de voluntad personal”. Parece que lo he convencido. Sonríe, se despide, vuelve a clases, me dice que le traiga uno de mis libros para vendérselo, le digo que sí, pero de seguro que lo olvidaré, y él también. Ahora comparto una no tan lejana experiencia.
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En mi trabajo como editor he leído una gran cantidad de manuscritos que no se publicaron, muchos de ellos pésimamente escritos, con fallas ortográficas, de cohesión, de coherencia, curiosamente escritos por docentes.
Cuando les hacía ver los errores que presentaban sus trabajos y hablar de la corrección de estilo (uno de los pasos más difíciles en la edición de un libro), ellos me decían que no tomara en cuenta ello, que no era necesario, porque esos libros no eran para las librerías o para un público lector propiamente dicho, sino que iban a ser destinados a los alumnos a los que ellos iban a enseñar en tal o cual colegio, por lo que su mayor interés era solo tener los ejemplares para venta y no esforzarse por mostrar un buen producto literario.
“Pero ¿y los errores? Un libro mal escrito no da ganas de ser leído ni comprado”, les decía. Recuerdo claramente la respuesta de un docente, con mucha pena porque es de mi área: “Normal, no hay problema con ello, ni se van a dar cuenta; además, tienen que comprar el libro obligatoriamente porque sino los desapruebo”.
Y con esto todo el esfuerzo por difundir la lectura, la cultura, el hábito lector por placer y no por obligación, se va al diablo. Esos libros no fueron publicados por mi sello, por Ediciones Orem, aunque luego de algunos meses los vi circular de mano de otros sellos de Trujillo que buscan más la publicación a raudales que mostrar un buen trabajo editorial.
Ojo: con esto tampoco quiero levantar la bandera de la mejor editorial del norte del país, no: quienes conozcan el trabajo que hemos realizado y hasta dónde ha llegado (no hemos publicado nada nuevo en años recientes), podrán dar fe de ello, ya que nuestro principal objetivo ha sido siempre mostrar un producto bueno, siempre apostando por un resultado que valga por sí solo. Ahora regreso a la idea inicial.
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No suelo vender o promocionar los libros que escribo, me resulta muy difícil, y la gente que me conoce de cerca lo sabe. Solo una vez, hace varios años, di a mis estudiantes a leer una edición de mi libro de cuentos, y la experiencia no me gustó para nada: no me parece lógico ni agradable analizar tu obra por una nota, por la nota que vas a ponerle a tus alumnos, no me parece lógico hablar de uno mismo mientras trata de explicar el porqué de este cuento, la génesis de tal otro en un teatro por demás aprendido y que uno mismo ha provocado, no.
Prefiero que otros recomienden mi libro en diversas aulas a las que luego iré para hacer lo mismo, pero no porque yo lo impusiera, no. Las personas que han tenido la mala fortuna de compartir más tiempo conmigo, saben de lo tímido que soy con ese tema: prefiero mil veces hablar de cualquier otro autor, escritor, etc., que de mí, no puedo hacerlo, no puedo hacer lo que otros: echarle flores a su libro para lograr una venta, diciendo que el suyo es un trabajo fantástico y único, que son futuras promesas literarias, que nadie ha escrito algo tan bello como él. No puedo.
Puedo recomendar un montón de libros, incluso de los publicados con mi editorial, pero de los que yo he escrito no. No soy de los docentes-escritores que escriben un libro solo porque saben que al iniciar las clases ya tienen una venta asegurada en el colegio donde trabajarán con los estudiantes a los que enseñarán, no, no me parece ético, no me parece algo que se ajuste al trabajo educador que hace un docente, no. Pero hay gente que lo hace, tengo colegas docentes que lo hacen, gente conocida mía que lo hace; no comparto ello, pero tampoco puedo evitarlo.
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Mientras escribo este texto, veo mis libros, algunos ejemplares sueltos que habitan mis estantes acompañándome en silencio, tal vez con tristeza, esperando que me anime a ser más como el resto y menos como yo, que me anime a vender lo mío, lo propio, que me permita la feria de las vanidades y el concierto del ego infinito, aunque algo bueno me anima al final del día: sé que eso no ocurrirá, menos mal. Punto.