Recuerdo con mucho cariño que el primer libro que me compré fue A sangre fría de Truman Capote, y lo hice sin saber del autor, sin saber nada del libro. Fue un gran descubrimiento.
Recuerdo que fue con ese obra que se inició todo, absolutamente todo, o es aquí donde quiero que inicie, porque lo anterior no lo recuerdo, no recuerdo cómo nació el gusto por la lectura, por el estar rodeado de libros, por aquella pasión tan peculiar y hermosa que muchas veces ha dejado a mis bolsillos tristes y mi corazón rebosante.
Porque soy sincero: no sé cómo elegí, pudiendo elegir entre mil y un gustos, el disfrute por los libros, el disfrute por la lectura. Quisiera decir que fue porque en casa había una cantidad considerable de novelas y cuentos, de poesía y demás, y fue ahí que dejé llevar en un principio por las palabras y los versos, por las historias y la eternidad, momentos especiales que suelo leer en las biografías y vidas de diversas voces diversas, pero no, no fue así: en casa no muchos, pocos, y los más eran de matemática, física, algunos de historia, pero nada más, y con esto no el reclamo, sino el buscarme una explicación conciente de ello: ¿cómo nació todo?
Tal vez en los libros de primaria que el Estado nos repartía, libros muy bonitos, recuerdo, y cuyas ilustraciones se han quedado en mi memoria, en la memoria de los días. Tal vez en los libros que cambiaron cuando ingresamos a cuarto, quinto y sexto de primaria, en donde más los textos, más las historias, el descubrir que existía un mundo lleno de imaginación, aquella que nunca dejamos en la niñez y que nos acompañaba día a día, que nos acompaña con virtud.
Tal vez cuando al descubrir de manera casual, a mediados de los 90, que en el segundo piso de la municipalidad de El Porvenir había una biblioteca a la que yo podía ir sin ningún problema con mi bicicleta y dejarla en la entrada, llevando mi carné del colegio y así poder tranquilamente sacar algún libro y leer.
Tal vez ahí, y difícil recordar todas las lecturas, difícil, aunque sí el hecho que mi primer acercamiento a El Principitofuera en aquel lugar, y si bien no lo entendí a los diez años, el tiempo me dio la oportunidad de volver a él, de reencontrarme con él, y poder disfrutar de su magia, de su luz, de su belleza. Pero vuelvo.
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No recuerdo cómo nació todo esto, solo tengo fotografías, recuerdos de algún momento que de seguro pasó, pero nada más. Recuerdo que en secundaria todo empezó a caminar de manera distinta ya que a mi hermana le mandaban a leer diversas obras en su colegio, no sé si mensualmente, pero cada cierto tiempo la veía con un libro distinto.
Sería tal vez el plan lector, tal vez, pero gracias a ello leí tres hermosuras que siempre que puedo recomiendo, tres libros que marcaron mi infancia y mi gusto por leer: Fortunato de Luis Darío Bernal Pinilla (y cómo olvidar aquella competencia ciclística en la que nuestro personaje se convierte en un rayo que todo lo alcanza), La ballena varada de Óscar Collazos (y la sensación del querer poder meterte en el libro y apoyar, estar ahí, ser una mano más) y La gran Gilly Hopkins de Katherine Paterson, siendo este último libro el que me dejó uno de los más tristes finales que recuerdo, que aún recuerdo.
Ya luego en mi colegio algunos títulos en mis manos, pero muchos de ellos resultaron más como tarea que como gusto, así que decir que me llenaron en demasía sería mentir. Por ahí En octubre no hay milagros del maestre Reynoso como que resultó interesante, y más por el encontrar un montón de jergas y escenas sexuales en el libro que por otra cosa, ja.
Pero esas lecturas tampoco me invitaron a decir: “Sí, quiero coleccionar libros”. No recuerdo qué fue, lo confieso, no lo recuerdo, y eso que en secundaria ya por ahí tenía algunos títulos en casa, muchos de ellos adaptaciones de las obras clásicas que poco a poco fui disfrutando, pero no del todo.
Y aquí he de confesar algo: mi aprendizaje de lecturas no empezó por los clásicos, no: empezó por descubrir libros que me llamaban la atención, por autores contemporáneos, por voces extranjeras, y la lectura de escritores premios Nobel fue fundamental. Y fue más cuando llegué a la universidad, porque en aquel tiempo me dibujé el descubrir artistas de diversas partes del mundo, de lugares poco conocidos, y en ello Internet ayudó en demasía: todo al alcance de un click, todo.
Pero aquí ya el gusto por leer y por el tener más libros, más, coleccionar, adquirir, una que otra vez hurtar (¡oh!), pero ya porque el leer era parte de mi carrera, y eso sí resultó recontra bacán, sin mucho problema, y poco a poco vi cómo se llenaba de tomos y tapas duras y blandas una parte del estante para cosas que teníamos en casa, y luego ser todo el estante, y sin saber cómo tener que comprar otro porque los libros ya no alcanzaban, y así más estantes, comprar de uno en uno, guardar algunos en cajas, y la casa llenándose de ello, y el guardarropa vacío, siempre vacío, solo con lo necesario.
Pero con todo esto, sigo sin saber qué me motivó, cómo nació, bibliófilo, bibliómano, pero lo agradezco con cariño, porque no he logrado encontrar pasión más grande, y gracias a esta pasión el conocer a personas hermosas amantes de los libros; amigos y amigas que conservo y que dejan en las charlas un motivo de vida; el encontrarnos en algún evento rodeados de libros, siempre de ellos; y compartir con mis hermanos, con mi hermana, momentos más que bacanes, más que únicos, porque también en ellos el gusto por los libros, por la lectura, aunque no esta peculiar obsesión mía de coparme de títulos y títulos, pero compartiendo eso sí, compartiendo. Y sobre todo, siendo esto lo más importante: esta pasión me ha dibujado muchos momentos de felicidad, muchos, pudiendo decir que gracias a los libros soy feliz.
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Ahora, siempre que suelo visitar una casa, siempre que suelo recibir una invitación, lo primero que se me ocurre ver, observar, es la biblioteca del lugar, siempre, y tal vez descubrir alguna joyita que gustaría eternamente tener en mi posesión, mientras cuento la cantidad de libros que albergan sus estantes, solo para recordar que ya he perdido la cuenta de cuántos tengo yo (la última vez que lo hice hace cuchicientosmil años, pasaban de los ocho mil, y eso era antes de empezar a gustarme los cómics y novelas gráficas). Sé que he leído poco, pero que aún tengo tiempo (eso espero), y de no ser así, me da igual ir al cielo o al infierno: mi deseo al irme del todo es ser fantasma de biblioteca, para así tener toda la eternidad para leer. Punto.