InicioFruta frescaFrutero CulturalLea parte del primer capítulo de "Los hombres que mataron la primavera"

Lea parte del primer capítulo de “Los hombres que mataron la primavera”

El jueves 4 de agosto, en la Casa de la Identidad a las siete de la noche, se presentará la novela del periodista y escritor trujillano Omar Aliaga. A continuación lea un fragmento inicial de la obra.

EL LOCO EN EL ARENAL (I)
El auto policial es un refugio perfecto bajo el sol dominguero de esta tarde, un rincón privilegiado para esperar el momento preciso, la señal para avanzar hacia el objetivo trazado. A ambos lados, las casas se suceden sin contrastes, parecen incoloras con sus paredes deslucidas; las pistas hechas de tierra y rasgos de asfalto; las aceras son raquíticas y trozadas como si un gigante hubiese pisado sobre ellas con pies de acero. 

Y desde ese refugio, desde el auto policial lo pueden ver parado en la esquina. Viste short, sandalias, tiene la camisa abierta y sostiene en la mano derecha una botella de Pilsen Trujillo. Envuelto en una cháchara con cerveza, una escena típica de domingo por la tarde, el Loco Jhon habla y ríe y se mueve de aquí para allá frente a sus dos amigos que lo miran concentrados y risueños, hace muecas y ademanes propios de un actor de teatro o de un litigante altisonante en una audiencia. El Loco Jhon se encuentra tan ensimismado en su conversa que no repara en el patrullero que desde hace unos minutos se ha estacionado a una cuadra y media de él. (Un patrullero siempre es una señal para él, una campanada que anuncia la llegada de buenas y malas noticias por igual). Vamos, es el momento, dice el conductor, y el que está a su lado asiente. El auto policial avanza, lenta, sigilosamente. Ahora llega hasta él y él, al fin, se da cuenta, la alerta súbita, los reconoce, saluda a los dos policías, conductor y copiloto: causa, cómo estás, qué pasó.

—Loco, sube un ratito —le dice el policía que va de copiloto.

—¿Qué pasó, mi soli? —pregunta el Loco Jhon, ahora recostado sobre la ventana del patrullero, a pocos centímetros del policía, aun con la botella de cerveza en la mano.

—Nada, loquito. Unos bisnes que te pueden interesar.

—Chucha. Me cagaste. 

El Loco Jhon deja la botella en manos de uno de sus amigos de barrio. Ya vengo, y se lleva el dedo índice hacia el contorno del ojo derecho. Es una señal, un por si acaso.

El vehículo policial ahora sí acelera, deja atrás la zona de calles desiertas y casas de adobe pintadas a medias o sin tarrajear del pueblo joven El Bosque. Dos cuadras más atrás, un Nissan gris lo sigue: son los dos amigos del Loco Jhon que hacen caso a la señal, toman precauciones, hacen vigilancia. Los tombos no son confiables, aunque sean tus patas y tengan sus bisnes contigo, estos son unos conchadesumadre que pueden ser peores mierdas que un delincuente, les ha rezado siempre el Loco Jhon. 

—Cuéntame, causa, a dónde vamos —pregunta el Loco Jhon mirando sus nucas desde el asiento de atrás.

—Vamos a encontrarnos con un pata que quiere hablar contigo —dice el copiloto.

—Chucha. ¿Y por qué tanto misterio? ¿De quién estamos hablando, soli? —al Loco Jhon se le empieza a ir la frescura.

—Paciencia, loco. Déjame sorprenderte. 

Ingresan a la carretera Industrial, alrededor hay campos y fábricas aisladas. Por esa vía discurren camiones de carga pesada y algunos otros autos. El Loco Jhon mira hacia atrás, ya no disimula mucho su creciente preocupación, quiere asegurarse de que sus amigos están siguiéndolos en el otro auto. Ellos aún están allí, a unos cincuenta metros de distancia. Miran desde el Nissan gris al patrullero que avanza y, de pronto, se detiene. 

—¡Mierda! ¡Aguanta! —dice el chofer del Nissan gris.

El patrullero se ha detenido ante una camioneta 4×4 negra. El policía le señala al Loco Jhon el vehículo. Alguien abre una puerta de la camioneta y sale, invita al Loco Jhon a abordar. Él lo reconoce, es Willy, otro policía amigo, pero viste de civil. Qué tal pe, habla soli. 

—Pasa, loquito. Vamos —dice el agente Willy, como si lo invitara a tomar un trago.

Qué chucha es esto, dice él entre dientes, camina a sabiendas de que no le queda otra, está desarmado y sin su batería fiel, está jugando de visitante. Al entrar a la camioneta debe sentarse junto a un tipo que debe ser otro policía sin uniforme, pero mientras se acomoda y mira alrededor se lleva una sorpresa: ahí se encuentra también el comandante, sentando adelante, junto al chofer de la camioneta, lleva camisa blanca y pantalón de tela marrón, también viste de civil. Tiene un gesto adusto, como siempre, pero la expresión de su rostro parece más seca que de costumbre.

—Comandante —se distiende el Loco Jhon—. ¿O sea que tú eras el misterioso personaje?

El comandante se ladea para mirarlo de reojo, pero no le dice nada. La camioneta arranca y se pierde en un camino rodeado de cañaverales, pasa por un lugar donde hay casuchas de adobe, perros chuscos merodeando, algunos ladrando.

Atrás ha quedado el patrullero con los dos policías. Más atrás aún, el auto Nissan, con los amigos del Loco Jhon, continúa estacionado. Ellos han visto a su amigo pasar a la camioneta 4×4 negra, la han visto arrancar. Sin embargo, no pueden hacer nada: el patrullero continúa parado en la entrada de la senda por donde se perdió la camioneta, y los dos policías han salido del vehículo para fumar, como si estuvieran vigilando que nadie asome y los siga.

—Nos cagaron estos conchadesumadre, siguen ahí parados.

Dentro de la camioneta, el Loco Jhon empieza a impacientarse.

—Alipio —se acerca a hablarle a la oreja del comandante —, ¿me puedes decir a dónde vamos? ¿Qué es esto?

El comandante no responde.

El Loco Jhon vuelve a preguntar qué pasa, a dónde vamos. Mira al agente Willy, otra vez pregunta qué pasa, a dónde vamos. El agente Willy tampoco dice nada, solo levanta la pistola Glock que lleva en la mano. Mala señal.

Ahora sabe que han entrado a El Porvenir, que se han internado más: han pasado la zona de El Presidio y están en medio de unos arenales desolados, esos arenales que son los mudos testigos de siempre para los policías y para los vagos, sobre todo para los policías que son más vagos que los mismos vagos. Entiende que ya perdió, en realidad no lo entiende, no entiende nada, pero ya perdió, y un ácido se expande por su estómago, llega hasta el esófago, hasta la boca, se convierte en una extraña náusea que le quema hasta las orejas.

—Alipio, ¿me vas a cagar? Yo soy tu pata, me he portado bien contigo siempre, dime cuándo te he fallado, dime cuándo, Alipio…

El comandante no dice nada, otea el horizonte como si estuviera abstraído en otro asunto.

—Alipio, puta madre, no me puedes hacer esto —habla de modo atropellado, con desesperación— ¿Me vas a matar a mí? ¿A mí que te he hecho favores y he sido de la puta madre contigo?

La camioneta se estaciona en medio del arenal. No hay nadie. Nadie podría oírme, nadie podría ver cómo me matan estos hijos de la gramputa, ni siquiera Dios, piensa el Loco Jhon.

—No, conchadesumadre —chilla—, no me pueden hacer esto. 

Los dos ahora le apuntan con sus armas, lo conminan a bajar de la camioneta. El Loco Jhon baja y se mete la mano al bolsillo del short de tela, saca algo: es una tarjeta Visa.

—Toma, tomen —ruega mirando al comandante, mirando a los otros dos—. En esta tarjeta tengo veinticinco mil soles. ¿Cuánto les están dando por mi cabeza? Dime, Alipio, cuánto… Yo les saco más plata, pero no me maten, por favor, no me maten… Puta madre, no me maten…

El Loco Jhon le estira la mano a Willy, le entrega la tarjeta, también el DNI. El comandante mueve la cabeza ligeramente, asiente mirando a Willy. Este recibe la tarjeta y se la entrega al chofer de la camioneta. 

—La clave es tres, cuatro, cuatro, tres. Ahí tengo veinticinco lucas. Agárrenlas. Puedo darles más, les juro, les juro, les consigo más plata.

Hincado en su asiento, el chofer abre una libreta y anota con lapicero negro la clave de la tarjeta Visa. En ese momento, el comandante al fin pronuncia una palabra:

—Avancen.

Los dos policías vestidos de civil empujan al Loco Jhon, con sus armas le apuntan y le ordenan que avance, deben caminar unos metros más. El Loco Jhon camina rogándoles, suplica piedad, tiene el rostro desfigurado por el miedo, se agarra la cabeza. El comandante se detiene, asiente, y los demás también se detienen. ¡Alipio!, ¡Alipio!, insiste el Loco Jhon, como si le hablara a un muro porque el comandante no dice nada, continúa impasible, mientras el sol de la tarde dominguera hace lo suyo, y por eso tiene la mano derecha en la frente, la utiliza como una visera para hacerse sombra, para cubrir sus ojos imperturbables de la luz perturbadora del sol. 

¿Por qué, Alipio?, ¿por qué, por el amor de Dios?, vuelve a remacharle. Y, entonces, el comandante da por fin una muestra de flexibilidad, cambia la expresión dura y responde, sin mirarlo: 

—Son órdenes de arriba.

El Loco Jhon comprende ahora sí que todo se ha acabado.

—¡Alipio, yo no tengo nada! ¡No tengo nada que ver con eso! ¡No sé dónde está esa plata! ¡No sé! ¡Te juro que no sé! ¡Lo juro por mi santa madrecita!

—Son órdenes de arriba. Sabes que esto es político.

—¡El colocho! ¡Es el colocho quien se fue con la plata! ¡El Machao fue, él lo tiene! Alipio, te lo juro, ¿acaso ustedes no lo saben?

El comandante le lanza una mirada a Willy, no le dice nada, solo le clava los ojos inexpresivos y luego los dirige, otra vez, hacia el horizonte.

El Loco Jhon no para de suplicar, no para de gemir, pero los policías le dicen que se calle o te quemo de una vez, conchadetumadre. Entonces se arrodilla, descalzo, ha dejado las sandalias atrás, y pide que le dejen rezar, aún no se ha arrepentido de sus pecados, quiere ir con Dios al menos arrepentido. Le pide al otro policía, al que no conoce, que le preste el rosario que lleva colgado en el pecho. El agente duda unos segundos, pero finalmente se lo entrega, y el Loco Jhon empieza a rezar. Es un rezo que en realidad se convierte en una confesión de parte, una confesión sincera ante los policías y ante el viento, ante el vacío y el mudo arenal. He matado, Padre, no he tenido piedad, no he tenido misericordia, he matado incluso en este mismo lugar, sobre este mismo arenal, y el llanto fractura sus palabras, he sido un pecador, Señor, he robado, he mentido, he hecho llorar al prójimo, solloza y gime fuertemente, pero vuelve a hablar, he hecho sufrir a mi propia familia, he dejado a niños huérfanos, algunas veces he violado, Padre, perdóname…

Mastica su retahíla de pecados, llora, de rodillas sobre el arenal, con los ojos cerrados. El comandante y los policías siguen esperando, se miran y luego miran a otro lado, en cierta forma parecen incómodos, quieren salir de este trance ya, acabarlo ya. El Loco Jhon ora aferrado al rosario, abre los ojos apenas: en ese mismo momento nota que están distraídos y siente el golpetazo, el impulso definitivo, de un salto se pone de pie y corre, corre, desesperado corre hacia ninguna parte, hacia donde nadie pueda alcanzarlo; cierra los ojos y corre sintiendo el viento en su contra, el tiempo y la libertad en su contra.

Los dos agentes disparan. Las balas alcanzan los hombros, la espalda, las piernas. 

El cuerpo queda tendido en el suelo y el comandante, con un ademán, les indica que vayan por él. No hay más vuelta que darle: el Loco Jhon está muerto y su cuerpo ensangrentado, arenoso. El chofer ha caminado unos metros para ayudar a arrastrar el cuerpo. Es momento de llevarlo a otra zona para el protocolo de rigor, ese protocolo que ahora se ha convertido en una práctica oficial del comando policial al mando del oficial Alipio Hernández. Hay tiempo aún para prepararlo todo, para llamar luego a los periodistas, para avisarles que el delincuente Jhon García Pretel, alias Loco Jhon, ha muerto en un enfrentamiento a balazos con la policía luego de perpetrar un robo.

El comandante camina en silencio hacia la camioneta, con el mismo gesto adusto llega hasta el vehículo. Antes de entrar en él se detiene, voltea y se dirige a los tres para darles una última instrucción:

—De los veinticinco me dejan quince. El resto se lo agarran entre los tres.