Estoy en la playa, con mis padres.
Nunca me gustó la playa; odio el sol y la arena. La arena se te mete por todos los rincones. A mamá tampoco le hace gracia exponer sus carnes al sol, en el centro de un inmenso paisaje, menos que la arena se le meta en los calzones.
Y a mi papá no es que le guste, pero la puede disfrutar o, mejor dicho, la disfrutaba de otra manera: a menudo venía con sus amigos, le insistían para beber, festejar, armar la jarana cerca del mar. Hoy… todas las veces, en realidad, estamos aquí por él, porque se volvió una costumbre honrar al señor Eduardo, su hermano del alma, como le llama todavía, quien era su yunta playera y murió ahogado en un río de la selva peruana. Muy triste, puedo recordar cuando lo metieron al nicho.
Es horrible estar en este lugar. Quiero regresar a la casa, jugar con mis muñecas, preparar gelatina. Lo peor es que acabo de meterme en problemas y la noche se aproxima. Ya debimos haber vuelto, sería lo justo, porque llegamos bastante temprano. ¿Y para qué? Para aburrirme y terminar llorando, sufriendo, como siempre.
El itinerario doloroso comenzó con la visita a la capilla de la playa, un recinto con las paredes descascaradas por el salitre, las figuras de yeso descoloridas, la mayoría de bancas pudriéndose, donde mi madre me pellizcó por dormirme en pleno Ave María.
Mamacita, tus ronquidos dejaron de ser tiernos cuando pasaste los tres años, me regañó. Quisiera responderle, decirle que no puede estar pegándome así. Pero mi padre me castigaría, me prohibiría ver la televisión por una semana y esto es… No puedo arriesgar mi programa concurso; los leones llevan la delantera, tienen que campeonar, igual que en la temporada pasada.
Todavía siento punzadas en el brazo; me duele feo, se me ha pintado un moretón. Arde. Me dio cólera mi mamá, mucha rabia. Ninguna réplica es aceptable para ella. En fin, después del Pueden ir en paz, nos condujimos a dar un breve paseo por el muelle. Pocos pasos, pues ahí la brisa es más fría y esta nos hace mal a los tres.
Observamos algunas lanchitas con pescadores que nos saludaban respetuosos y, a una considerable distancia, uno que otro tablista enfrentándose a las olas verduscas. Qué miedo, mira esas chicas cómo pueden…, se sorprendía mamá cuando los surfistas se hundían buen tiempo bajo el agua. Aunque apenas alcanzaba a distinguírseles, ella aseguraba que eran mujeres. ¡¿Acaso no ves sus pelos?!, se empecinaba. Greñudas locas, qué intrépidas.
Ya luego de eso, llegamos al modesto rancho de mi tío Gustavo. Tan lindo él. Le entregó una copia de sus llaves a mi papá. Para que no estés viniendo hasta la casa, hermano; tremenda caminata por esta horrible trocha y tú, ¡imagínate!, con tu artrosis.
Otra cosa fuera si los taxis se dignaran a traerlo a uno; los desgraciados no quieren aceptar la carrera, carajo: que muy lejos, que sus llantas se dañan, que el pasaje cuesta el triple. Son unos jijunas, cumpa, unos mierdas, le lanzó su discurso mi tío Gustavito.
Yo creo que lo que quiere es ver lo menos posible a mi papá, es que siempre lo regaña por dejarse quitar la plata. Sonso; a su edad, andar enamorándose de pura jugadora. Así dice mi papá. Nomás lo buscan para picarlo. Bien huevón el Gustavito. Cojudazo. Bueno, qué importa, total son sus asuntos, le dice reiteradas veces mi mamá.
Es que también quién va a querer que se aprovechen de sus hermanos. Si yo tuviera, sin duda, me preocuparía por ellos y sufriría si alguien les hiciera daño. Trataría de ayudarlos de alguna forma.
Ah, como sea. Delgadísima, blanquísima, hermosísima, la luna apareció. Aún la noche no reina, y ya se siente. Por eso pienso que, en caso no estén inquietándose por mi desaparición, se han quedado profundamente dormidos en las perezosas. Mientras, mi corazón continúa acelerado. Hace unos cuantos minutos, parecía que iba a salírseme por la boca. Estoy temblando. De seguro que van a castigarme y será algo mucho peor que quitarme la tele.
Ya luego de eso, llegamos al modesto rancho de mi tío Gustavo. Tan lindo él. Le entregó una copia de sus llaves a mi papá. Para que no estés viniendo hasta la casa, hermano; tremenda caminata por esta horrible trocha y tú, ¡imagínate!, con tu artrosis.
Les había pedido permiso para sacar mi perezosa. Solo deseaba entretenerme con la imagen del mar lejano. Mi mamá se opuso con cara de ogro. Ahora considero que debí obedecerla y no ponerme berrinchuda. En adelante, me portaré bien, lo juro por Dios. Mi pecho me duele, parece que estuviera comprimido. Además, cada segundo que pasa, la temperatura baja.
Te vas a resfrías, el sol ya se oculta, había advertido mamá. Pero mi papito dijo que sí. Sentarse un ratito afuera le hará bien, deja que la nena se distraiga, mujer, se dirigió a mi madre, mirando de reojo mi sonrisa.
Eres un consentidor, la malcrías, hombre. Cómo exageras, querida. Ya, ya, anda, ponte tu abrigo, terminó por aceptar mi mamá. Los besé.
Entonces, me disponía a tomar asiento, cuando un niño se acercó corriendo y me tiró un puñado de arena en la cara. Que no me guste en lo absoluto la playa, en parte, es por esto: cada vez que venimos, algún niño me molesta al verme.
Yo nunca los he fastidiado; supongo que son malvados por naturaleza. No entiendo. Y, a pesar de que los ojos me ardían, ni grité ni lloré. Eso sí, casi me caigo por la impresión. Estoy gordita, y mantuve el equilibrio.
Debería seguir las órdenes del doctor Terrones, es cierto. Aliméntese de forma saludable, me recomendó; usted abusa de los dulces, señorita, dijo a manera de resondro. Recuerde usted que es diabética. Así que será mejor ser responsable, ya no estoy chiquita; el próximo año iré al colegio, mi papá me lo ha prometido. Esta vez sí, hija, te lo prometo, esta vez sí, dijo.
Ay, lo que empeora la situación es que jamás les conté a mis papás sobre los pequeños acosadores. Igual, ninguna vez hice algo al respecto. Hasta ahora, claro. Hoy ha sido diferente: he seguido los pasos de mi agresor.
Correr me afecta, porque también soy asmática. No obstante, corrí. Como era de esperarse, él me ganó. Al parecer, que los varones sobrepasan a las mujeres en velocidad no es mentira.
Volteaba y se reía y me decía cosas horribles. Chancha, loca, fea, pasa. ¿Pasa? Yo le sacaba la lengua y le mostraba el dedo medio, grosería que aprendí en un programa cómico que mamá odia por vulgar. Me hacía muecas y gritaba gordinflona enferma, bola de grasa, pasa, guindón, cucu cucu. ¿Guindón? Qué crueles son conmigo.
Aceleró y lo perdí de vista.
Pese a ello, con un nudo en la garganta por la fatiga, seguí sus huellas en la arena.
Completamente agotada, cansada de andar, mis piernas temblorosas, mis brazos pesadísimos, lo encontré. Cavaba un hoyo quién sabe para qué. Es posible que fuese una premonición, pues, sin que se diera cuenta, lo golpeé en la cabeza con una piedra que levanté en el camino. Se la rompí. Un sonido horrible… Le sigue saliendo sangre, aunque ya no en la misma medida del principio.
Había dado un alarido estruendoso, horripilante. No me afectó más allá del asco, porque cayó y yo, dominada por el odio, el hartazgo, el recuerdo fresquísimo de sus hirientes palabras, supongo, me lancé sobre él, de frente a repetir los golpes. Reiteradas veces, la piedra en su cráneo, encima de sus cabellos apelmazados. Pegando, pegando y pegando. Me detuve solamente cuando noté la desaparición de las bruscas reacciones de su cuerpo.
Me aproximé, con dificultad debido al dolor creciente en mis rodillas… Nada más que sus párpados ensangrentados, vibrantes.
Ni siquiera conozco este lado de la playa. Qué hago. Poco a poco, la oscuridad saluda. El pulso se le está perdiendo, su carne se enfría. Es posible que pronto muera. Y me genera un poquito de gracia: se morirá con el rostro metido en el agujero que él mismo cavó. Creo que a esto se refieren los mayores cuando hablan de justicia.
Estoy molida y, de todos modos, algo preocupada: es preferible no contárselo a mis papás.
Cómo odio la playa. Aunque, en este preciso instante, le puedo perdonar un tantito. Ya he recuperado parte de mi aliento, así que es conveniente volver. No tengo idea de por dónde ir. Intentaré por acá. En el camino quizá me cruce con algún veraneante o cualquier persona que me oriente.
¿La familia de él lo estará buscando? Ojalá. Nadie merece llenarse de sal la piel entera y agonizar sin un ser querido que sostenga su mano. Bueno, los violadores sí, pero este es un niño como yo. Si bien su inevitable deceso es obra mía, en la vida se me hubiera pasado por la mente la intención de… La verdad, siendo consciente de todo lo sucedido, me considero la víctima principal.
Ya. Avanzaré. Despacio, el apuro de qué serviría, qué cambiaría. Voy hacia el lamento. Sin dudas, seré castigada. Me he portado muy mal. Tiene razón mi mamá, me han consentido demasiado. Decir lo contrario para qué.
Tal vez mi aborrecimiento hacia este lugar es un desvarío, ya que es innegable que los ocasos aquí son bellos: el cielo obsequioso, entregando una gama de asombrosos colores; el mar pasando del brillo verduzco al negro esplendor; incluso la arena volviéndose tolerable al demudar en alfombra de oro.
Mis pies… continuar es una tortura, ¿acaso será que me hace falta comer verduras, como ordenó el doctor, como mis tíos solían decirme, como ese grupo de gente veguna, veguina, vegana pretende imponer al mundo? Una dieta basada en frutas, vegetales y agua te cura de cualquier padecimiento; te darán vitalidad y fortaleza para los quehaceres diarios, para que nadie te gane en las carreras, dicen.
Me sentaré un rato en este morro, por lo menos me he alejado un poquito ya. Las venas de mis pantorrillas parecen que van a reventar. Detesto el nombre: varices. Claro, ya no soy una chiquita, sin embargo, sí soy una nena, mis papitos siempre me lo dicen. Cómo es posible que sufra de esto, que mis piernas se vean así, con estos grumos asquerosos.
Me queda aceptar el castigo de mis padres; solo eso. Una intervención policial es injustificada, porque la muerte de mi abusador es justificable: me tiró tierra en los ojos, me llenó la nariz, la boca, las orejas, sin importarle que soy una pequeña enferma, una criatura que es obligada a venir a la playa. Otros reaccionarían del mismo modo, podría apostarlo.
—¡Señora Rocío!, ¡señora Rocío!, sus padres, sus padres…
—¿Quién es usted?
No sé por qué me llama señora.
—Señora Rocío, sus papacitos no despiertan.
¿Quién es esta mujer?
—Parece que han sufrido un infarto, señora Rocío. Uno al lado del otro, al mismo tiempo. Es realmente triste.
—¿De qué habla usted, señora? No la conozco y mis papás no pueden estar muertos. Mis papás no me pueden dejar solita. No pueden hacerlo, no soy lo suficientemente grande.
¿Por qué insiste en decirme señora?
—Señora Rocío, ¿de qué está hablando? Oiga, ¿allá hay un niño tirado en la arena? ¿Alcanza a verlo? ¿Alcanza a verlo, señora Rocío?
Marcio Taboada Zapata nació en San Pedro de Lloc, capital de la provincia de Pacasmayo, La Libertad, en 1994. Es licenciado en Comunicación y Periodismo, egresado de la Universidad Privada del Norte (Trujillo). En 2020, fue uno de los ganadores del primer concurso de cuentos realizados por la Municipalidad Provincial de Pacasmayo.
En 2021, publicó Sórdido, libro de relatos cortos que abordan zonas prohibidas de la naturaleza humana, por el cual, en 2022, durante el XIV Encuentro de literatura hispanoamericana Iván La Riva Vegazzo, la Casa de la Cultura y Turismo de San Pedro de Lloc lo reconoció como “Escritor joven revelación 2022”. Noche del amor forma parte de su libro de relatos Sórdido.