Después de leer por primera vez El viejo y el mar, pude comprobar cuanto me encandilan las historias plagadas de un ambiente marítimo. Jacinto Zárate Flores, mi abuelo, quien carga con 79 años de sabiduría, me hizo un regalo fortuito al contarme una historia suya que mucho me recuerda a la novela de Hemingway. En lugar de un viejo pescador experimentado como lo era Santiago, el personaje a principal de esta crónica que navega en el mar de Zorritos, en la cálida Tumbes, es mi abuelo: un profesor de primaria, el Profe.
Iniciaba enero de 1985 y las vacaciones obligadas del Profe Zárate parecen ceñirse a la rutina de caminatas por la playa y la pesca en el muelle de Zorritos. Acababa de cumplir quince años de estancia en aquella zona, puesto que, tras el terremoto ocurrido el 9 de diciembre de 1970, él y su familia se vieron con la imperiosa necesidad de dejar el caserío El Huasimo, ubicado en el distrito de San Jacinto, donde había enseñado a hijos de republicanos en una escuela uni-docente, durante seis años. Ahora dicta clases cerca del mar y vive en un barrio de moradores provenientes de Sechura, quienes llevan la pesca en las venas.
Bajo el sol ardiente, retornaba a casa después de un día de ocio, y en el camino, se encontró con Santos Querevalú Tume, curtido capitán de un barco de madera. Era conocido como el Zorro caballero, un pescador a carta cabal.
– ¿Qué está haciendo Profe?
– Nada, cholo – responde afablemente Jacinto, mientras hace alusión a la acción innata de todo pez.
Aquel bonachón pescador, llevaba en su andar otro sello piurano: la camisa desabrochada en el pecho.
– ¿No quieres acompañarme a pescar mar adentro?
La propuesta toma por sorpresa al Profe.
– No sé. Yo no sé pescar- dice Jacinto, muy sincero en su falta de experiencia en altamar.
– ¡Vamos Profe! No te preocupes, yo te enseño – lo anima el piurano.
– No tengo ni cordel para pescar. No tengo nada – se lamenta el Profe.
– Ya, ¡Yo te doy!¡Vamos!
Los ojos del Profe se llenan de ilusión y termina por acceder. Aunque sabe que las utilidades de la pesca se reparten según la experiencia del pescador. En la oferta del Zorro encuentra una manera de despejarse y tal vez, un medio para adquirir alguna propina, un respiro en medio de la incertidumbre: los profesores del país acataban la segunda huelga nacional con el objetivo de que el gobierno de Fernando Belaunde reconozca de manera legal al Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación del Perú (SUTEP) y consolidar reivindicaciones para el vulnerado gremio que cumplía 13 años de fundación.
Enterada la noticia, a Josefina Marchán Sánchez se le detiene el mundo.
– Pero ¡¿Cómo te vas a ir a altamar?! Yo veo que los pescadores están siete días allá hasta que haya pesca. ¿Y si te pasa algo? Tú no sabes cómo es la pesca allí, no sabes navegar ni nadar bien – le replica a su esposo.
La sola idea le pone los pelos de punta a su esposa. No se ha sentido así desde el terremoto de 1970, que dejó 48 muertos en Tumbes; mientras el corazón de su segundo hijo latía en su vientre. No te preocupes. ¿Qué quieres que haga si la necesidad de la familia va aumentando? Ya mi sueldo no me alcanza – le explica a Jacinto, y hace hincapié en que el viaje podría ser el comienzo de una nueva salida económica.
Los mellizos Liz y Richard, son los últimos de los cinco hijos de la pareja. Una pizca de temor, contagiada por su madre, no le es ajena a Jimmy, el primogénito. Sin embargo, se convence a sí mismo de que su padre es un roble, un gran tipo, fuerte, que, empujado por la fe, iría con bien y regresaría con providencia. Además, le sosiega saber que el Zorro, uno de los mejores pescadores y referentes de la pesca en Zorritos, sería el guía de su padre.
Sin más remedio, la familia se despide del Profe. Josefina lo mira a los ojos y le echa la bendición. En su mente, augura que pasará las noches sin dormir. Al mismo tiempo, James y Marlon, los otros dos hermanos, guardarían en sus memorias, la imagen de su progenitor vestido en bermudas, polo, camisa, sombrero de paja y llanques, listo para abordar El Señor de la Ascensión, como tan cariñosamente había nombrado el Zorro a su bote de cinco toneladas.
La embarcación, sale del puerto a las 3:00 a.m. al mando del zorro y con cuatro intrépidos tripulantes; cada uno con su respectiva chapa: el Nabo, Alcántara, No sirves y por supuesto, el Profe, quien, en ese momento, asimilaba su rol de aprendiz sobre los avatares de la pesca y el mar. Están equipados con los pertrechos necesarios que, además de las inherentes cerdas para pescar y anzuelos, incluyen: frazadas, vajilla, víveres, un primus para cocinar, galonera de kerosene y bidones de petróleo para un motor que, al verse insuficiente cuando los fuertes vientos imperan, se apaga y da paso a que se exhiban las velas en la pasarela marina.
Llegan a una zona de pesca conocida como El Pesquero a las 3:00 p.m., donde se encuentran con varios botes en búsqueda del preciado tesoro marino.
– Profe, aquí vamos a pescar. Tú mira nomás. Tú mira – le indica el Zorro al pipiolo Zárate.
Todos arrojan al agua sus cerdas de, exactamente, 200 metros de longitud. Cada una lleva dos anzuelos separados por un metro, enganchados con sus respectivas carnadas de caballa. La punta se amarra a un plomo de un kilo, moldeado artesanalmente, que llega hasta el fondo del mar e impide que las tiras se tiemplen. Efectivamente, el Profe observa al resto de tripulantes y sus cerdas danzantes por un buen rato; sin embargo, las ganas de replicar las acciones de sus compañeros, se reflejan en sus rápidos latidos.
– Nabo, mira, cuando ya tengas el pescado en el anzuelo, me das para jalarlo – dice acercándose al fin a un pescador.
El Nabo acepta sin problema alguno. Fueron entre diez a quince veces en las que el cordel llega al profe. Jala y envuelve la cerda en sus toscas manos y el sabor del éxito le inunda. Poco a poco se siente más vigoroso en aquel paraje azul.
– ¡Profe, aquí viene uno, pero es chiquito! – le vuelve a dar aviso el Nabo.
El Profe vuelve a tomar la cerda y hala con confianza. La longitud de la tira indica una profundidad de entre 80 a 100 metros. Jale y jale, jale y jale. De pronto, siente un tirón. Víctima de la cadena alimenticia, el pez pequeño se convierte en carnada para un ejemplar más robusto. El Profe pone más empeño en jalar del cordel, pero es tanta la fuerza de su “hermano” bajo el agua (como diría Santiago en El viejo y el mar), que, en el filo del bote, el cordel se tiempla y suena como una cuerda de guitarra.
– !Oe, Nabo! ¡Mira! ¿Qué cosa se le habrá prendido al profe que no puede?¡Con tremenda fuerzasa no puede! – grita el Zorro al percatarse de la situación.
Ejerce su labor de patrón: ordena que levante el ancla y comienzan a seguir el cordel con el bote, mientras dos pescadores más se le suman al Profe en la labor de sostener la cerda. Sin embargo, pasan dos horas y pareciera que el pez está determinado a escapar de su muerte. Como si de una pintura de arte abstracto se tratase, con predilección al color rojo sangre, la dermis del Profe reluce a través de surcos aleatorios que la cerda ara en sus manos.
– ¡Estamos perdiendo tiempo! – reniega El Zorro – Hay que prendernos todos de la cerda. Y Profe, tú, en esta caña, vas envolviendo.
El sudor resbala por las frentes de aquellos hombres tostados por el sol, y se entremezcla con las gotas saladas refrescantes que el mar expulsa al rebotar con la proa. Jale y jale, jale y jale. De repente, desde lo bajo del bote, emerge una suerte de ola, acompañada de un silbido. El Zorro arroja con cólera el arpón que carga en la mano, y este cae en el espinazo del pescado. El contrincante de aquel grupo de pescadores, al fin flota derrotado en las aguas cálidas. Con la respiración agitada, el Profe se asoma por el borde de la embarcación y vislumbra una clase de pez conocida. Su tamaño lo deja perplejo.
La gente del muelle, siempre espera con ansias la llegada de la embarcación del Zorro, repleta de pesca de la más alta calidad. Sin embargo, esta vez divisan algo fuera de lo común cuando el barco se acerca. Un rostro nuevo se muestra eufórico, mientras levanta los brazos y hace un ademán que incita a todos los ojos curiosos a posarse sobre el cajón con hielo que va entreabierto en la cubierta: Se trata de un tuno de 105 kilos. La pregunta del millón, ¿quién lo había pescado? La sorpresa reluce en el gentío, cuando los tripulantes de la embarcación del Zorro le dan el mérito al novato entusiasta, quien, desde el primer momento, no sucumbió en el agarre de la cerda. Sin duda, una proeza digna de aplaudir y que se difunde boca a boca en un santiamén.
Josefina recuperó el aliento que perdió desde que su esposo dejó tierra firme. Sus hijos quedan fascinados al escuchar de los delgados labios de su padre, el relato de la dichosa pesca de la bestia marina, como si de una historia de un superhéroe y un villano se tratase.
Moría enero y tras aquella hazaña, el Profe regresa a las aguas profundas. Esta vez, con su propio cordel y con dedales hechos con jebe de cámara de bicicleta, para cuidar sus dedos de las violentas marcas que propina la cerda. Con los mismos tripulantes, salen de la punta del muelle a las 2:00 a.m. y navegaron hasta las 8:30 de la noche nublada, cuando el Zorro mandó a tirar el ancla. Hora de descansar y recargar energías. El cielo aclara, destella por todos lados y despeja el estado somnoliento de todos. El Zorro ordena levantar el ancla: sus 56 años de experiencia de pescador, le han susurrado que aún no es la hora ni el lugar.
Los tripulantes yacen echados en la cubierta, menos El Profe, quien no se despega del patrón, quien lleva el timón. A las 11:00 a.m., el Zorro le dice a Jacinto que ponga carnada en su cerda y le solicita que ocupe su puesto; él le indicaría si tiene que girar a babor o estribor. Mientras tanto, iría sondeando la presencia de peces con la cerda de su amigo; un atributo de los pescadores artesanales. Dan la 1:00 p.m. y gritos vehementes sobresaltan a todo el mundo.
– ¡Que se tire el ancla! – ordena el Zorro para después dirigirse a un tripulante. – ¡Compadre Alcántara, venga, jale este mero! -.
Al patrón solo le basta con sondear para afirmar con seguridad, el nombre del animal con branquias con el que se han topado.
– ¡Ya. muchachos! ¡Todos a pescar! – Les incentiva el Zorro, con una sonrisa de oreja a oreja
La larga espera los ha llevado a una zona donde se encuentra una aglomeración de meros. La emoción y la faena de pesca hizo que se olvidaran de la hora del almuerzo. Los rezos de toda la vida y las chucherías que el Zorro siempre lleva consigo para arrojar al mar como signo de agradecimiento y buena suerte, han dado fruto.
Hemingway, también un apasionado del mar, era conocido por pescar agujas en su yate Pilar en Cuba. Veintitrés años después de su muerte, en aguas peruanas, el Profe saca meros de a dos, desde la borda de El Señor de la Ascensión, el cual comienza a ladearse a causa del peso de la pesca, cuando marcan las 6:30 p.m.
– Ya, todos nos recogemos para acomodar ese pescado en el cajón y el único que se queda es el Profe, que está con una suerte única, por segunda vez – indica el Zorro.
Dicho y hecho. Mientras el resto acomoda la pesca en el cajón de tecnopor revestido de madera, y colocan las barras de hielo para su conservación, Jacinto saca quince meros más. La tapa del cajón no logra cerrarse del todo debido a la exuberante cantidad de pescados.
– Profe, tú que pesas más que todos, súbete para que se cierre – le dicen entre risas.
En una época donde la economía está golpeada por la inflación, la cual alcanzó el 111% en 1983, y dos años después, volvería a subir a 163%. Las preocupaciones políticas y económicas son el pan de cada día en las familias peruanas. No obstante, esa noche y el día siguiente, aquellos cinco humildes pescadores, se olvidan de estos tormentos al vivir una experiencia culinaria, tal cual restaurante Michelin. Su sentido del gusto se deleita con el pescado más rico, fino y caro, preparado por las manos del Zorro, quien en su cocina primus, instalada en un rincón junto al motor del barco, hace suculentos platillos para aquella familia de pescadores. ¿La carta? Mero frito y en sudado, acompañado con arroz.
Entre las comilonas que rozan los límites de la gula, el sabor del pescado recién sacado del mar, las teteras de refresco y café que el resto prepara para compartir, y las tertulias con aquel tono cantadito propio de aquellos pobladores del norte, El Señor de la Ascensión se convierte en un ambiente plagado de compañerismo y jovialidad. Años más tarde, esa aura de confraternidad se conservaría en el restaurante familiar Caballito de Mar, que montaría el Zorro.
Retoman el camino a casa a la 1:00 p.m., con el bote repleto de meros, hasta la cubierta, a los cuáles, el capitán echa hielo y tapa con las frazadas con las que se abrigan por las noches. La mañana siguiente, arriban al puerto y el Profe es quien acompaña al patrón a pesar la carga en el muelle. Como la pesca fue abundante, separan su jalea de pescado para repartirse y llevarse a casa.
– Profe, ¿cuánto es? – pregunta el Zorro.
– ¡Tonelada y 100 kilos! ¡Provecho, provecho! – Expresa admirado Jacinto, tras hacer sus cálculos.
Con la enormes meros que El Profe llevó a su casa, Josefina prepara el manjar que tanto le gusta a la familia: sudado de mero. Se asegura que esté bien aderezado y lo acompaña con el típico majado de plátano verde. Con la barriga llena y el corazón contento, el Profe toma una merecida siesta.
Al ocultarse el sol, los victoriosos pescadores se reúnen para hacer las cuentas en la morada del Zorro.
-Muchachos, lo que hemos traído, es bastante. Pero, al Profe, que es el que más ha sacado, hay que darle parte entera- sostiene el buen zorro, con dejo piurano.
Todos le secundan con afirmaciones impetuosas. El Profe mira agradecido a aquellos hombres de manos rudas y ásperas, quienes reafirman la creencia de que los pescadores son una sola fuerza, y procede a aplicar sus dotes matemáticos: 7800 intis para cada uno. Eso era 2400 intis más que su sueldo de profesor, lo que actualmente equivaldría a 78 soles. Cubiertos los gastos, quedó un poquillo.
– ¡Pues para la cervecita! – dicen con algarabía los hombres del mar.
“Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.”, escribe Hemingway para describir al protagonista de “El viejo y el mar”. Mi abuelo tiene los ojos color miel, pero eso no lo aleja de aquellas palabras sublimes. Él volvió a realizar más viajes junto al Zorro y su gente, unos más exitosos que otros. Inclusive, una vez, terminó perdiéndose en aquel azul inmenso y llegó a parar a las orillas de Talara. En ese naufragio, Jacinto fue el guía que trajo al barco de vuelta a Zorritos: prueba de que el Profe era ese rápido aprendiz que, en momentos cruciales, podría ser maestro de cualquiera.
Por Laura Zárate Díaz