Leoncio llevaba varias horas buscando su cabrita por quebradas, acequias y barrancos. Desesperado, resolvió cruzar una loma para llegar a una laguna. Sus aguas remansadas parecían dormir de día y de noche; a lado, unos robles grandes y arrugados flanqueaban el ingreso de una cueva.
Como tonto, iba con ojos por aquí y por allá. En ese momento hubiese querido tener visión de águila y olfato de perro para dar con su cabra.
Cerca de la laguna el pasto verdeaba y algunas hojas se balanceaban hacia el espejo de agua. Comenzó a rastrear. En terreno húmedo, las huellas que los animales dejan son notorias. Su cabra bien podía estar detrás de una roca o un arbusto. Miró y miró, y al poco rato halló unos rastros frescos. Como buen cazador de venados, le bastaba reparar en las pisadas para saber el tiempo en el que el animal había pasado por el lugar.
Las señales se dirigían con dirección a la cueva. Leoncio, como un perro perdicero, fue tras las estelas. Caminó unos cuantos pasos y, entonces, se dio cuenta de que unos turriches flotaban por encima de la cueva a la altura de los robles arrugados. Esa extraña actitud de los animalitos le sorprendió; parecían muertos en el aire como si flotaran por algún toque mágico o algo así.
-¿Qué pasa con esos turriches que no se mueven? – se preguntó pasmado.
De repente comenzaron a revoletear en círculo y, después, uno por uno, cayeron de cabeza a la cueva. Leoncio quedó estupefacto. Miró a la gruta y solo vio sombras, la cueva era más negra que la noche misma.
-¿Y eso qué ha sido?
La extraña actitud de los turriches lo dejó conmocionado; pero lo que más le sorprendió fue ver aparecer a su cabrita por detrás de una roca frente a la cueva. Y digo que era más extraño todavía, porque la cabra se asomó para quedarse plantada como una estaca. Ni el forraje verde y fresco le sacaban de su rigidez.
Leoncio intentó espantarla sacudiendo su poncho, pero parecía no escucharlo. La cabra seguía clavada en el suelo. Unas tres veces lo hizo y el resultado fue el mismo. Creyó que el animal no lo escuchaba por el ruído de la caída de agua de la catarata que formaba la laguna.
Arrojó una piedra. Fue lo único que se le ocurrió. El animal, quizás asustado movió las orejas como un caballo que se zarandea para espantar las moscas; y luego baló de manera tan dolorosa.
De pronto, la cabrita comenzó a balancear su cuerpo como la honda de una culebra. Parecía que se resistía a algo, porque las quijadas apuntaban hacia el frente, y las patas delanteras las tenía semioblicuas por delante de su cuerpo. Alguien la jalaba desde la cueva.
-¡Mi cabrita no tiene soga paque lo jalen! – reconoció Leoncio al ver la resistencia que hacía el animal.
Pero aparentemente no la jalaban como él creía, más bien, era arrastrada por una fuerza desconocida. Él solo podía ver cómo el animal balanceaba su cuerpo de un lado para el otro y sus patas iban dejando surcos.
-¡Quién está jalando a mi cabrita! – gritó con rabia.
Y solo su voz se escuchó hasta la otra quebrada.
Leoncio no apartaba la vista de la cueva. Boca abierta y lleno de horror vio cómo su animal entró arrastrado y jamás salió. Sólo un balido ahogado final y nada más se supo de ella.
Lleno de miedo, Leoncio caminó hacia la cueva. A varios metros, se detuvo. Sentía que alguien lo observaba desde adentro.
-¡Quién está puahí! -gritó y avanzó unos pasos más.
Pero nadie respondió.
Dos veces más silbó la serpiente y se quedó a unos metros de Leoncio. Alzó su cabeza y no dejaba de mirarlo. Los ojos del réptil habían crecido y se les veía amarillentos. Me está analizando, seguro me comerá, creyó Leoncio ya esperando lo peor.
En eso, una cabeza grande y achatada brotó de la cueva. Leoncio sintió que su corazón le abandonaba al ver que aquella cabeza de ojos grandes y chispeantes era de una serpiente. Conforme salía a la luz, su tamaño crecía. Sintió que había visto al propio demonio. La serpiente sacaba y metía su lengua bípeda. Parecía que se saboreaba por comérselo. “Me está chupando la sangre”, pensó con miedo.
Decidió irse del lugar lo antes posible. Se impulsó para dar el primer paso, pero no pudo hacerlo. El horror se dimensionó en él. No tenía el control de su cuerpo.
-¡Qué diablos me pasa! – gritó casi llorando-. ¡Ayúdenme!
Pero no había nadie. Se esforzó por salir de allí, pero sintió que una fuerza mayor lo abrazaba y no lo dejaba ni moverse.
La serpiente silbó sacando y metiendo su lengua de tijera. Leoncio notó que a la serpiente le colgaba la panza. Puso más atención y, entonces, identificó que ese bulto era la figura de una cabra.
Dos veces más silbó la serpiente y se quedó a unos metros de Leoncio. Alzó su cabeza y no dejaba de mirarlo. Los ojos del réptil habían crecido y se les veía amarillentos. Me está analizando, seguro me comerá, creyó Leoncio ya esperando lo peor.
De la nada y sin querer resultó flotando y avanzando hacia la cueva. A unos centímetros de la tierra iba, y por más que se esforzaba por escapar de aquella fuerza que lo jalaba no podía salir de ella. La serpiente no dejaba de mirarlo y de sus ojos parecían chispear candelas.
Leoncio no sentía nada y hasta el habla se le fue, y ni qué decir del llanto y del dolor. Parecía como dormido, como un ser de otra especie. Cuando estaba frente a ella, la serpiente lo rodeó. Abrió su boca y de a pocos lo tragó. Se fue con él su talega de coca y una quena de carrizo que colgaba de su pescuezo como un collar.
-La serpiente lo hipnotizó – dijo un indio tiempo después-. La serpiente lo hipnotizó con sus ojos que botaban chispas. Por eso no se movía, por eso lo miraba mucho. Y cuando estaba hipnotizado lo jaló y lo comió.
Y no le faltaba razón. La serpiente hipnotizaba a sus presas para comérselas. Así sucedió con los turriches que cayeron como jalados por un imán.
Ya en la panza de la serpiente, Leoncio despertó. Se reconoció vivo, pero el veneno le hacía daño, le abría la carne. Sangraba.
De la nada y sin querer resultó flotando y avanzando hacia la cueva. A unos centímetros de la tierra iba, y por más que se esforzaba por escapar de aquella fuerza que lo jalaba no podía salir de ella. La serpiente no dejaba de mirarlo y de sus ojos parecían chispear candelas.
Su cabra también estaba ahí, pero muerta. Se resignó a perder la vida, porque no había nada qué hacer. No era el guerrero Yacuma que en aguas aguarunas destrozó el corazón de una panqui. No, ni cuchillo tenía; solo una quena que, al más mínimo golpe, se haría astillas. Así que, doblegado a morir, tocó.
Sacó las primeras notas y de repente la serpiente empezó a moverse con descontrol. Esta maldita culebra seguro se está comiendo otra presa, pensó Leoncio sin dejar de interpretar una canción religiosa que aprendió en una congregación que había llegado a su pueblo y que hablaba de cuando Dios maldijo a la serpiente después de que esta engañó a Eva.
Leoncio no lo sabía, pero el sonido que brotaba de su quena estaba provocando esos movimientos estrambóticos de la serpiente. Parecía embravecida de dolor. La música la inquietaba, la desesperaba, la hacía dar coletazos a diestra y siniestra.
-Si muero, que sea tocando -anunció viendo que la sangre corría de su cuerpo como hilos de sudor.
Y cuando menos lo pensó, la serpiente lo arrojó hacia afuera de un escupitajo. Voló por los aires y a la laguna fue a dar. Ahí se limpió el veneno y solo con unas heridas quedó. La serpiente se metió al fondo de la cueva y no se la vio más.
Para entonces, una fina llovizna comenzó a caer de lo infinito. Después vino granizo y después rayos y después una lluvia feroz. Con esta lluvia Leoncio y sus demás cabras llegaron a su choza y no salió por la tarde. Y toda la noche llovió. Bajaron huaicos por las quebradas, por los barrancos, por los cerros.
Leoncio se sentó en un poyo a coquear. Daba algunas agujadas al checo y atendía los derrumbes que sonaban por las laderas. Escuchaba como las piedras, el lodo y árboles se desbarataban de las faldas de los cerros. Sintió, otra vez, miedo, ya que él vivía justamente en una loma. De repente, un derrumbe sonó a pocos metros de su choza. Salió despavorido, porque le pareció que la loma se iba abajo.
-Pero si es por donde está la serpiente -dijo con una sonrisa, parecida a la venganza. Ahora sí que no se salva esa maldita.
Al siguiente día, apenas se hizo la luz, fue a ver lo que había sucedido.
Y ahí estaba el desastre frente sus ojos. A unos metros de la cueva, donde el día anterior se había metido la serpiente de miedo, avistó que la roca que hacía de cueva había recibido el golpe de otra roca más grande. No quedó rastro alguno de esa cueva y tampoco de la laguna. Todo lo que había en ese lugar desapareció.
Leoncio sintió una gran alegría. Sacó su quena y se fue a tocar a una peña una canción que los niños de su pueblo interpretaban metidos en una cueva cuando había lluvia y huaicos.
Que llueva, que llueva
la vieja está en la cueva
Las nubes se levantan,
Los pajarillos cantan,
Que llueva, que llueva
la vieja está en la cueva
Los cielos gritan,
Los granizos caen
Que sí, que no
Que caiga el lluvión
Que sí, que no
que caiga el lluvion.
Unas lluvias comenzaron a caer. Leoncio sintió que la roca en la que estaba sentado se resbalaba.