Hace unos años con mis estudiantes de sexto grado de primaria leímos la obra Las aventuras de Pinocho, la original, la que escribiera el gran Carlo Collodi y, sinceramente, fue una experiencia magnífica, más para ellos que descubrieron algo que les resultó sorprendente (y de paso les arruinó la infancia): la verdadera historia de Pinocho, este ser de madera que busca convertirse en un niño de verdad, era completamente distinta a la historia que habían visto en la película de Disney o en series animadas que por ahí siempre circulan.
Y sí, el personaje del libro dista mucho de ser el tierno infante colorido que vimos en ese largometraje de antaño, el cual, con mucha ingenuidad y simpatía, logra conquistar el corazón de los que se acercan a él; en el libro un tanto la ingenuidad, mas no la simpatía, ya que terminas agarrándole una especie de tirria al personaje por todo lo que hace, por lo mal que termina todo para Gepetto, debido a cada una de las cosas que tiene que soportar de este muchacho, de este pedazo de madera que tiene más manía y provoca más travesuras que un niño normal (o tal vez no).
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La historia principia con dos viejitos teniendo una pelea: maestre Cereza y el cascarrabias de Gepetto; el primero es quien encuentra el madero que desde el inicio se nos muestra con vida, y el segundo lo visita para pedirle un con qué poder hacer un pequeño mueble donde descansar. A raíz de unos insultos (y parte del problema también lo origina el madero parlante) es que los dos ancianos se trenzan en una pelea que consta de un segundo round y posterior estrechón de manos.
El resultado: Gepetto se lleva el madero a casa y es ahí donde la historia comienza para estos dos. Nos es el hada madrina quien le brinda vida a nuestro amigo Pinocho, no, y tampoco el pequeño grillo sobrevive más de veinte páginas, tampoco, y es que la obra en sí no busca una suerte de moralización directa como suelen ser ahora muchos de los libros infantiles, libros que en la actualidad niños y adultos terminan leyendo y descubren de buenas a primeras que tal o cual personaje explícitamente es malo y que sus acciones negativas dejan ver que las consecuencias serían de la misma forma, o viceversa, logrando siempre que los buenos sean buenos y tengan su recompensa (y aquí recuerdo El cuentista de Saki, en donde las personas demasiado buenas tienen una peculiar ‘recompensa’, ja).
Vuelvo. Hay un poco de adoctrinamiento en estos libros, una forzosa intención por querer dejar en claro que los personajes son planos y sin posibilidades, lo cual mata la libertad y el arte desde el principio: el arte no debe ser un ente moralizante que busque enseñarte algo como un libro de autoayuda: el arte debe mostrar, sugerir, nunca esquematizar, proponer, contar, cosas que siento se han perdido en años recientes.
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Conversaba con una amiga hincha de los libros infantiles y que trabaja el plan lector en varios colegios de la ciudad, y me mencionaba que ahora los docentes y los padres piden libro para todo: desde el cómo ir al baño, hasta el cómo debo comer o hablar en la mesa. ¿Qué está pasando? Pues, es sencillo: ya nos buscan libros que les permitan expander su imaginación, no: ahora buscan manuales que les solucionen los problemas con más rapidez.
La literatura, la que podemos llamar literatura, nunca ha servido como un texto instructivo (bueno, si obviamos la guía de lectura de Rayuela o de los maestros cubanos en la experimentación, todo va bien): ha servido como un pasaje para descubrir mundos, para descubrir los mundos de los creadores y al mismo tiempo sumergirnos en la imaginación, ser parte de ella, viajar con ella.
Jules Verne, Dumas, Conan Doyle, Margaret Oliphant, Stevenson, Rice Burroughs, Salgari, Mary Shelley, entre otros, sabían de ello, de la importancia de crear textos donde lo que más se necesitaría era el explorar los diversos pasajes de la mente, de la libertad, y son más que vitales cuando de compartir imaginación se trata, son ideales, fundamentales, solo por mencionar a algunos clásicos (que si mencionamos más, las hojas y hojas no alcanzarían).
Ahora, y sin ir muy lejos, cuando de autores infantiles (si nos permitimos el adjetivo encasillador, que al final no termina siéndolo) se trata, podemos sin miedo citar al gran Roald Dahl, al maestre Gianni Rodari, al mismo Collodi, a Michael Ende, al genial Janosch, a la hermosa Christine Nöstlinger, a Ana María Machado, a las peruanazas Rosa Cerna Guardia y la infinita Carlota Carvallo de Nuñez, autora de uno de los cuentos infantiles que más llevo en mi corazón: Oshta y el duende. Y sí, hay mucha literatura para niños y jóvenes, mucha, pero a veces no nos arriesgamos a buscar, investigar, leer, descubrir voces que podrían ser el camino y motivo de futuros lectores en este infinito universo que es el universo lector. Cierro.
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Como docentes (y hablo a título personal), es obligación primaria nuestra buscar, rebuscar, libros que puedan, a los niños y niñas, enseñar sin enseñar, que les permitan imaginar sin sentirse condicionados, que los inviten a descubrir todas las posibilidades de la palabra, la liberación de la palabra, y no solo quedarnos con muchos de los manuales de urbanidad que en la actualidad abundan en listas de plan lector, en escaparates de librerías.
Hay que darnos el tiempo de descubrir para que luego ellos y ellas descubran, porque es nuestra obligación, porque somos docentes y en ello implícito está, siempre. Y padres o madres, también hagan lo suyo, no dejen todo el trabajo imaginativo a los docentes, porque la primera imaginación surge en casa, en el hogar, en las historias familiares. No perdamos esa hermosa costumbre de sentarnos alrededor de los abuelos para dejar que ellos nos cuenten sus leyendas, sus vivencias, sus creencias; dejemos que las voces sean las primeras fuentes, que la oralidad sea la primera literatura, porque así seguiremos compartiendo ese lazo que desde la antigüedad nos une, nos enlaza, nos humaniza. Punto.