El cine Casa Grande fue el primer centro cultural que frecuenté. La cultura —recordemos— te presenta realidades, te proporciona ideas y te forma. Y el Cine Casa Grande —ubicado a una cuadra de mi casa— hizo todo eso conmigo.
No se trataba de ver las películas solamente, sino de concurrir con una generación de nuevos casagrandinos y conocernos.
Mis abuelos y mis padres me hablaron de una época en que ‘pasaban’ seriales a blanco y negro, fantásticas aventuras del Hollywood de los 50.
Fascinantes estrenos de Tarzán con Johnny Weissmuller, los primeros filmes de Cantinflas y toda una catafila de cowboyadas con John Wayne. Pero ese no fue mi cine.
No se trataba de ver las películas solamente, sino de concurrir con una generación de nuevos casagrandinos y conocernos.
Mi cine era un templo del amor. Era enajenación pura, obsesiva, ja, ja, ja. Y contenida. Mi cine fue ver Grease a los once años.
De inmediato, me mudé a vivir dentro de la película y me peinaba con aceitillo como Danny Zuko —el personaje de Travolta— y usaba una casaca sintética azul como chamarra de cuero negro.
Y Laura Plasencia —la codiciada beldad del sexto grado de primaria de la escuela fiscalizada Miguel Grau— pasó a ser Sandy Olson, la chica de la trama.
Y todas las acciones de aquella época de mi vida se enmarcaron en aquel romance rockanrolero que el celuloide instauró en mi mente.

Ni óptima ni ideal, aquella fue, sin embargo, la educación que definió nuestra conducta social con más eficacia que la instrucción de los colegios.
Y me la brindó El Cine.
Iba todos los días. La entrada costaba un sol veinte, abajo; un sol cincuenta, arriba; y tres soles, al medio.
A veces repetía la misma película y en alguna especialísima ocasión me quedé completamente solo en él.
La primera vez fue con Juan Salvador Gaviota y la segunda con una película tan mala que mi goce venía de estar bajo la inmensa bóveda del cine, sin verla: tirado en la banca de la esquina superior izquierda de platea, despatarrado como un rey en su alcoba, simplemente, levitaba.
Durante años lo sentí completamente mío, su redonda arquitectura, su fachada, me eran tan familiares.

Desde una cuadra de distancia, en las noches silenciosas cuando Casa Grande dormía, las voces y la música de las películas se colaban hasta mi cuarto.
Entonces afinaba el oído tratando de enhebrar el hilillo de sonido perdido en el aire.
Lo tenía hasta en mi casa, y todas las noches antes de dormir.
«Vives en el cine», me dijo mi viejito, don Lucho Novoa, cuando le pedí permiso para ir a ver la cartelera a las diez de la noche.
«Es que he escuchado el sonido de la película, ¡y creo que es la Guerra de las Galaxias, papá!». «No, hijo, ya es muy tarde. Mañana temprano la ves».
Luego que se acostó, me escapé y constaté que no era Star Wars, sino un drama gringo que nada que ver.
*
Muy niño me llevó mi madre a mi primera matinal a las nueve y treinta de la mañana. Luego, ya púber, iba en matiné a las tres de la tarde para ver a la Laura, solo le daban permiso a esa hora.
La miraba desde platea, ella siempre iba a mezanine. Adolescente, ya entré en vermú y noche. Trasnoche todavía no he ido.
*
En ese cine vi las clásicas películas animadas de Disney. Conmovedoras historias infantiles que inculcaron compasión en el corazón del niño que fui.
Ya más crecido vi Juan Salvador Gaviota, basada en el libro de Richard Bach: una alegoría filosófica sobre el sentido de la vida desde la perspectiva de la evolución espiritual, encarnada en una bandada de gaviotas, principalmente, en la más loca, libre y soñadora.
Muy niño me llevó mi madre a mi primera matinal a las nueve y treinta de la mañana. Luego, ya púber, iba en matiné a las tres de la tarde para ver a la Laura, solo le daban permiso a esa hora.
Después vi filmes mitológicos como Apocalipsis Now de Francis Ford Coppola que revelaba la surrealista absurdidad de la guerra y Encuentros Cercanos del Tercer Tipo de Steven Spielberg, que metaforizaba una comunión con entidades angélicas —poseedoras de un elevado nivel de consciencia— a través de un encuentro con extraterrestres.
Y vi simple y llano entretenimiento como Roller Boogie, Un tonto contra Hitler, Jocker (la hindú), Tiburón y las de Clint Eastwood y su orangután Clyde, y todas le trajeron gran regocijo al púber que durante años fue a ese cine como a su iglesia.

La Municipalidad Distrital de Casa Grande informó que invertirá «un poco más de un millón novecientos mil soles en la recuperación del Cine Casa Grande.
Hay mucho que honrar en esas paredes amarillas impregnadas con el alma de los miles de amigos, vecinos, familiares, conocidos y desconocidos que acudimos por oleadas a disfrutar del séptimo arte en ese entrañable armatoste casagrandino.
Dicen que ahora será un centro cultural, además de sala de proyección de películas… Sería una maravilla.
Y sería un sueño que no he soñado —pero que sí me gustaría cumplir— hacer mis poemas en su tabladillo donde me eché alguna vez, hombro con hombro, con mis patas para ver la película y el guardián nos bajó a correazos.
Agradezco este propósito a las autoridades de nuestra bienamada Casa Grande, por fin alguien hace algo concreto.
¡Gracias John Vargas, Miguel Ángel y Fabrizio! Tantas gestiones ediles sin nada trascendente y ahora esta obra lo viene a cambiar todo.
Gracias a nombre de mi Cine, el cine Casa Grande.
Escribe David Novoa