Cuando la noche empezaba a fundirse en el silencio rotundo, el celular de Laura vibró en la cama. Era el mensaje de Daniel, un viejo amigo del colegio, a quien no veía años. El mensaje era simple e inesperado, como son los avisos que traen preocupaciones.
Daniel afrontaba una angustiante circunstancia laboral. Por unos minutos, Laura se preguntó el porqué le escribía a ella y, luego, se pegó a la pantalla del móvil sin saber de qué manera mostrarle apoyo.
La vida la convirtió en una mujer fría y porfió abrir su corazón para responder. Como tantas veces, apeló a la fe en Dios y de hacerle entender a Daniel que todo pasaba por algo.
Desde esa noche, las conversaciones se transformaron en un refugio para ambos. La conexión y complicidad de su otrora amistad, ahora resurgía en cada mensaje; siempre recordando las anécdotas de la adolescencia.
Con el tiempo, Daniel ansiaba llevar más allá de la pantalla su compañerismo, siempre proponiendo viajes a la playa o a la chacra de sus abuelos, un lugar que evocaban con mucha gracia, porque en aquel lugar, en vísperas de Navidad, un perro mordió a Laura.
Después de varios intentos, finalmente encontraron un espacio perfecto para reunirse y viajar a la parcela. Laura se sentía segura con ese plan porque así no estarían solos.
Desde esa noche, las conversaciones se transformaron en un refugio para ambos. La conexión y complicidad de su otrora amistad, ahora resurgía en cada mensaje; siempre recordando las anécdotas de la adolescencia.
La tarde avanzaba con la serenidad de un día que, con lentitud, se despoja del calor, como si el mismo ambiente deseara retener el ardor por un poco más de tiempo. Eran casi las seis de la tarde y el cielo se teñía de tonos anaranjados, prometiendo un ocaso memorable.
Laura esperaba en la puerta de su casa, cuando el sonido sutil del motor de una moto remeció sus recuerdos. No era un estruendo, sino un murmullo familiar que resonaba en su interior para traer al presente épocas felices.
Cuando finalmente se detuvo frente a ella, su figura era tan familiar; pero había en él una seguridad nueva, un aura que la intrigaba. Se bajó de la moto con la misma sonrisa juguetona que había conocido en sus años de colegio.
Ella vestía unos jeans, polo blanco, zapatillas y una casaca de cuero que provocó la risa burlona de él.
—No has cambiado, sigues siendo el mismo tonto de antes —expresó Laura y, también, rió.
Se abrazaron con una calidez que iba más allá de la piel, como si sus cuerpos quisieran decirse cosas que aún no podían.
Se subieron a la moto, pero Laura se sentía extraña, taciturna, como si presintiera que algo fuera a suceder. En cambio, Daniel se mostraba amigable, tratando en todo momento de darle seguridad.
Al llegar, todo lo que indicaba un buen plan, terminó por desmoronarse. La abuela confundió a Laura con la exesposa de Daniel.

Por sus creencias, los dueños consideraban que no era conveniente que ellos estuvieran juntos en la parcela, así sea como amigos. Sin remedio, tuvieron que salir.
—¿Y si vamos a la playa? — propuso Daniel con la sonrisa que nunca perdió.
—No lo sé. Pensar que estaríamos solos no me gusta mucho —respondió Laura, con el rostro desanimado.
—Laura, somos amigos, jamás te haría daño —alegó Daniel, mirándola a los ojos.
—Prometes que estaremos en cuartos separados —pidió.
—Perfecto, no hay problema con eso — ofreció.
Luego de media hora, la carretera que los llevaba a la playa se extendía ante ellos. Laura, por un instante, sintió que el tiempo se detenía.
De pronto, como un fantasma, un tráiler apareció en su camino y los rozó. El corazón de Laura latía con fuerza mientras miraba a Daniel por el espejo. Pero, al verlo reír sin preocupación, algo en su interior supo que ese instante quedaría grabado en su memoria, no solo por el peligro; sino por la extraña calma que él proyectaba en medio del caos.
Al llegar, se instalaron en un hotel cerca del mar. El sol ya se había ocultado y dejó atrás una mezcla de colores que reflejaban las últimas huellas de luz. El cielo parecía estar en suspenso como esperando que algo más sucediera.
Mientras abrían una botella de ron, el sonido de las olas se mezclaba con sus risas. Conversaron sobre todo y nada, compartiendo secretos y sonrisas que habían quedado congelados en los años de adolescencia. En ese momento, entendieron que la amistad no tiene tiempo ni espacio; es un hilo invisible que, aunque estirado por los años, nunca se rompe.
De pronto, como un fantasma, un tráiler apareció en su camino y los rozó. El corazón de Laura latía con fuerza mientras miraba a Daniel por el espejo. Pero, al verlo reír sin preocupación, algo en su interior supo que ese instante quedaría grabado.
Daniel le habló de una vida que alguna vez construyó y que con el tiempo se derrumbó con el final de su matrimonio. Laura escuchaba en silencio, observando cómo la tristeza de Daniel se reflejaba en sus ojos. No podía evitar sentirse conectada con él, como si, en algún momento, también hubiera experimentado su propio colapso.
Después de un largo suspiro, Laura se atrevió a hablar.
—¿Cómo seguiste adelante? — preguntó.
Daniel la miró como buscando algo en ella, como si fisgoneara las palabras correctas para explicar la complejidad de lo que había vivido y su lucha por reconstruirse.
Entre frases y silencios se fue tejiendo un lazo invisible entre ellos, cada sorbo acompañando una historia, cada mirada prolongada sugiriendo un deseo de profundizar sus emociones.
A medida que la noche avanzaba, el aire se cargaba de posibilidades. Sin embargo, ya ebrios decidieron retirarse a sus habitaciones.
Los pasos vacilantes y la risa escandalosa de Daniel, preocuparon y desconcertaron a Laura. Decidió acompañarlo, temerosa de que pudiera tropezar.
La verdadera intención de Daniel se evidenció al llegar al dormitorio, cuando intentó abrazarla de una manera distinta. La miraba fijamente, como si la reconociera por primera vez en la noche, y, sin previo aviso, la estrechó, cayendo juntos en la cama. Con un impulso, intentó besarla. Ella logró evitarlo.
Laura quedó con el corazón palpitante y la mente llena de preguntas. Inconsciente de que lo que había comenzado como un reencuentro amistoso podría transformarse hacia algo más profundo.
Se levantó de la cama con cuidado, tratando de no hacer ruido, mientras Daniel, ajeno a la tensión en el aire, se quedó allí, inmóvil, con una expresión relajada, como si nada hubiera sucedido.
Laura caminó hacia la puerta, su mente en caos. No sabía si debía hablar de lo sucedido o, simplemente, dejarlo pasar, pero algo en su interior le decía que no podía ignorarlo.
¿Estaba lista para enfrentar lo que su amistad podría llegar a convertirse? Y si lo hacía, ¿cómo cambiaría eso su relación?
Por la mañana, él la llamó a su habitación. Laura no dudo en ir.
Su mirada intensa y penetrante, provocaba en ella una mezcla de sensaciones que luchaba por disimular. La envolvió contra su pecho, y ella, al sentir el ritmo de su respiración tan cerca, cerró los ojos, entregándose a la suavidad del momento, como si quisiera retenerlo.
—Te extrañé —dijo él casi como un susurro, como si sus palabras estuvieran teñidas de una emoción tan pura que no necesitaba adornos.
—¿De verdad? —musito ella, casi incrédula ante la sinceridad de su declaración, pero el calor que subía a sus mejillas delataba lo que su voz no quería admitir.
Daniel asintió lentamente, colocando su mano sobre Laura y rozando con delicadeza su cabello, la hizo sentir nerviosa. Su corazón comenzó a latir con más fuerza, respondiendo al susurro de sus recuerdos.
Ella, que solo conocía el amor a medias de la adolescencia, sintió cómo los gestos corporales de aquel viejo amigo la arrastraban a un tiempo nuevo, pero extraño.
Desde entonces, eran dos personas que se habían atrevido a volver a creer en el amor, en la posibilidad de un “nosotros” que quizás, solo quizás, podría llenar los espacios en blanco que cada uno llevaba consigo.
Decidieron llamarlo “relación,” porque ponerle un nombre era dar un paso hacia el abismo sin miedo. Pero la vida, con su manera de quebrantar ilusiones, pronto mostró que lo que se construye sobre el pasado siempre tiene cimientos frágiles.
—
La exesposa de Daniel regresó a la ciudad, y junto con ella, el eco de una historia que aún no terminaba de cerrarse.
Y él, que había sido luz y certeza, comenzó a apagarse. Su presencia se hizo esporádica, sus mensajes eran más distantes, sus llamadas menos frecuentes.
Ella se quedó en el limbo de la ilusión y el miedo, de ser solo un segundo acto de una historia ajena.
Laura, con la inseguridad clavada en el pecho, decidió terminar la relación que sólo duró un mes, convencida de que el regreso de aquella mujer y su hija revivieron una faceta de Daniel, que ella desconocía.
Fue una despedida amarga, rodeada de suposiciones y dudas.
Jamás el universo producirá otro Daniel. Las palabras de Piedad Bonnett resonaron en su mente, una y otra vez. Sin embargo, el destino, impredecible y caprichoso, no había terminado su trabajo. Tres meses después, él regresó, como una marea que acaricia la orilla.
Reanudaron las salidas, las miradas, los abrazos cargados de secretos. Pero algo era distinto. Ahora, sus encuentros estaban llenos de palabras no dichas, de preguntas suspendidas, de gestos que pedían más de lo que se daba.
Y él, siempre esquivo, se negaba a ponerle nombre a lo que los unía. Así avanzaron, arrastrados por una corriente sin rumbo; transcurridos los meses, él volvió a desvanecerse.
El silencio se impuso una vez más y abrió en ella una herida familiar, conocida.
Nuevamente, la vida, voluble como siempre, decidió devolverle a Laura una pieza que creía perdida: su primer amor. Esa llama gemela de nombre Pablo, había sido dueño de su corazón adolescente.

Era él, el que había sido su primera ilusión y su primer adiós. El reencuentro fue inesperado. Tan pronto como se vieron, algo en el ambiente cambió, como si el amor, o al menos la ilusión, permaneciera intacta.
Con Pablo todo era claridad, paz. Ella volvió a sonreír sin miedo, a sentir esa ilusión nueva que crece como un brote entre los escombros. Y aunque aún sentía en el fondo de su corazón la sombra de Daniel, cada día que pasaba con Pablo, ese recuerdo se iba apagando.
Pensó que, tal vez, ese chico que conoció de adolescente era el verdadero destino que el tiempo le había guardado.
Pasados cuatro meses, Daniel regresó. Ese adiós inacabado que nunca se desvanecía por completo. Llegó como si el tiempo fuera solo un detalle, como si el mundo continuara girando en torno a su retorno.
Laura, confundida, sintiendo el amor que aún le quedaba por él, se encontró en una encrucijada. En ese momento de indecisión, en ese cruce de caminos, se despidió del primer amor que le daba certezas y se entregó, una vez, más a la incertidumbre de ese amor sin promesas.
Pero la historia no sería diferente esta vez. Como una tormenta pasajera, ese amor reapareció solo para desvanecerse unas semanas después.
Laura descubrió unas fotos en la que Daniel, su familia y su exesposa posaban juntos. Recordó que siempre había algo en él que pertenecía a otro tiempo, a otra historia.
Esta vez, el adiós fue definitivo. Lo bloqueó de su vida, dejó de buscarlo. El duelo se hizo largo, como si una parte de ella muriera lentamente. Durante un año y medio, vivió entre la ausencia y el recuerdo, preguntándose si, alguna vez, el dolor dejaría de arder.
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Después, en primavera, como si fuera un ciclo que no podía romper, Daniel volvió. Laura aún con las heridas, lo dejó entrar en su vida una vez más, aunque esta vez, sin esperar demasiado.
Las risas volvieron, aunque eran risas cautelosas, propias de quien ya no pone todo su corazón en la misma apuesta. El silencio volvió a ser su respuesta, y ella, ya sin ilusiones, comprendió que quizá esta era la lección final. A pesar de ello, decidió una vez más emprender un viaje junto a él.
El bus avanzaba por la carretea sinuosa, atravesando con prados salpicados de flores, árboles que se mecían suavemente bajo un cielo azul vibrante.
Laura apoyaba la frente contra la ventana, sintiendo el leve temblor del motor bajo su piel. Daniel, a su lado, dormía con la cabeza ladeada, ajeno al torbellino que se desataba dentro de ella.
Esta vez, el adiós fue definitivo. Lo bloqueó de su vida, dejó de buscarlo. El duelo se hizo largo, como si una parte de ella muriera lentamente. Durante un año y medio, vivió entre la ausencia y el recuerdo, preguntándose si, alguna vez, el dolor dejaría de arder.
Entonces, como un eco del pasado, empezó a sonar Mi buen amor de Mon Laferte en los altavoces del bus. El corazón de Laura dio un vuelco. Cerró los ojos, y la música la arrastró al recuerdo de aquellos días, de felicidad plena con Daniel.
La canción, con su melancolía desnuda, parecía haber sido escrita para ella. Laura podía sentir las lágrimas resbalar por todo su rostro mientras los mejores recuerdos de ellos la envolvían.
Pero al abrir los ojos, lo único que quedaba era el reflejo cansado de su rostro en la ventana y el perfil tranquilo de Daniel, tan cercano y tan inalcanzable.
El estribillo resonó como un golpe en su pecho: “Mi buen amor, parece fácil para ti, alejarte para luego exigir que te quiera, como si nada yo sintiera…”
Laura respiró hondo. Quería detener el tiempo, pero también deseaba que el viaje terminara pronto. El viaje era dulce, pero también amargo, y mientras la carretera se prolongaba delante de ellos, comprendió que aquella historia nunca fue de amor, sino de aprendizaje y darse cuenta que algunas almas se cruzan no para quedarse, sino para enseñar el valor de soltar.
Su corazón, libre de resentimiento, halló serenidad. Ya no era rabia ni tristeza lo que sentía, solo gratitud por lo vivido y por haberse atrevido a amar. “Uno solo conserva lo que no ata”, canta Jorge Drexler. A veces, la mayor lección que deja un amor sin nombre es entender que la paz se encuentra cuando dejamos ir aquello que nunca fue realmente nuestro. “Uno solo conserva lo que no ata”.