Hace un tiempo se difundió un vídeo en el cual padres y madres airados reclamaban ante la prensa el hecho de que a sus hijos les habían exigido correr más de la cuenta en el curso de Educación Física. Como docente que soy, revisé la noticia para ver cuál era la gravedad del asunto, para ver si lo que los padres reclamaban era justo, ver el hasta dónde se había excedido el docente, y surge la risa cuando veo que el maltrato del cual habían sido víctimas estos estudiantes era el correr por diez minutos alrededor del campo.
Diez minutos, eso significa maltratar a un estudiante, humillarlo, exigirle más de la cuenta. Claro, eso sería cuando la persona en cuestión fuese un individuo que no hace ni el mínimo esfuerzo y que al pedirle actividad física, esta termina por desgastarlo en cantidades superlativas. Pero estamos hablamos de jóvenes, de muchachos que sí pueden estar todas las horas del día pegados frente a una pantalla inundada de videojuegos que solo atrofian la mente (en exceso, claro está), pero que no pueden hacer ningún ejercicio “porque los maltrata”.
O sea, cuando es para perder el tiempo ahí sí dejémoslos que hagan sus cosas, que se diviertan, que no tengan vida social, que sean unos inútiles frente a la vida que luego serán ustedes, padres y madres, quienes tendrán que solucionársela. Así de sencillo. Pues sí, me resultó muy risible, demasiado, y es ahí nomás que te pones a pensar en qué clase de gente estamos criando ahora, y lamento incluirme aunque no soy parte del problema, porque el único problema aquí son muchos de los padres, de las madres, de los que los crían, nada más. Y vamos.
—-
En mi trabajo como docente me he topado con todo tipo de padres y madres: de los buenos (y con esos siempre dan ganas de conversar), porque critican, aportan, reconocen sus falencias y hacen que nos percatemos de las nuestras siempre con buena vibra y en un ambiente de camaradería, y que, no es ninguna sorpresa, vemos a sus hijos e hijas siempre como los más destacados, como los que siempre brillan, siempre.
Y me he topado, también, con los malos, de esos que lo ven todo mal, de los que creen que porque le llamaste la atención al vago (porque sí, esa es la palabra) de su hijo, ya lo estás “traumando”, los estás humillando (y son ellos quienes luego vienen diciéndote que “ya no sé qué hacer con mi hijo, profesor, no me hace caso”); de esos que porque pagan un dinero, una bendita pensión (que agradezco sea puntual, porque sino cómo me pagan a mí y luego cómo compro libros), creen que tienen la razón en todo (esos son mis favoritos: ignorantiam in crescendo); de esos que te vienen a reclamar el porqué le escribiste con rojo en el libro de su pequeño que no había hecho la tarea aduciendo que “eres un mal docente, castigador, opresor, y que solo busca atentar contra la autoestima de mi hijo porque de seguro usted la tienen muy baja” (sí, así los hay); de esos que porque ya le hablaste fuerte a su nene, el pequeño de quince años ya no quiere ir al colegio porque siente que todos lo odian, y que (¡oh, casualidad!) luego lo ves por la calle feliz de la vida, deambulando con sus ‘amigos’ de aquí por allá, metido en las cabinas de internet, mientras que la madre va al colegio a preguntarnos iracunda el dónde está su hijito, y que cuando le dices “pues si usted que es la madre no sabe, menos nosotros”, se enojan, como si el cuidarlos fuera nuestra entera responsabilidad, como si no tuviéramos vida.
Me he topado con esos padres y madres, con esos que sinceramente no saben hacer bien su trabajo, y que cuando nosotros queremos ayudarlos a poder corregir al muchacho o muchacha que tienen la obligación de criar, nos cortan las alas, nos impiden poner la mano dura que en casa no tienen, para curiosamente lamentarse luego. Y dirán: “Pero qué hablas tú de buenos o malos hijos si ni los tienes, si no eres padre aún”. Es cierto, no lo niego, pero hay algo que sí sé: sé lo que es tener buenos padres, sé lo que es ser criado por buenas personas. Y ya.
—
Tengo un recuerdo posible: cierta vez, un padre de familia vino a conversar conmigo porque su hijo estaba mal en mi curso; se había enterado que estaba mal porque le dije a su tutor que el muchacho iba a desaprobar; ahí nomás, al día siguiente pide cita conmigo. Lo recibo, conversamos, reconoce ciertas fallas, se muestra presto al diálogo. “Profesor”, me dice, “pero era que me avise antes”. “Claro que lo he hecho”, le respondo, y por casualidades de la vida, tengo el cuaderno del estudiante en manos. “Mire”, le digo, “cada vez que su hijo no ha cumplido con los trabajos, se lo he escrito en el cuaderno, desde el primero hasta este último”, y le pregunto: “¿Suele revisar al menos los cuadernos de su hijo?” La respuesta que esperaba: “No”. Luego el compromiso, el darle oportunidades, siempre y cuando él me las pida, el estudiante afronte el reto de mejorar y me pida las oportunidades que necesite. Y antes de partir, la frase que me invita a preguntarme el qué estamos haciendo mal. “Profesor, exíjale a mi hijo, exíjale usted”, y sonrío, y pienso: “Si quiere que yo haga eso, ¿cuál va a ser el trabajo de usted?”, pero callo, le digo que sí, que no se preocupe, ha sido suficiente charla por hoy, suficiente. Nos vamos.
—
Reflexiono sobre este punto tan importante porque en la actualidad estamos formando muchas personas que se sienten vulnerables por todo, de todo; personas que no saben afrontar retos ni algún tipo de presión; personas que no saben trabajar en equipo porque si uno lo mira mal ya sienten que mejor deben abandonar el barco; gente que más adelante no va a poder hacer nada, absolutamente nada, porque todo lo que le digan lo van a ver mal, así de sencillo, mal. Y en eso, los padres y madres, porque muchos han deslindado tanto su rol de educadores que creen que nosotros los docentes debemos hacerlo por ellos. Mal. Ojo, y con esto no deslindo para nada mi trabajo: sé que tengo errores, fallas, no todo es perfecto, y por eso lo trato de hacer cada día mejor, cada día, pero los primeros responsables, las primeras voces, los primeros ejemplos, el primer modelo a seguir, siempre serán ellos, siempre. Punto.