El Día Mundial de la Salud Mental, conmemorado cada 10 de octubre, encuentra al Perú sumido en un contexto de creciente violencia, extorsión y miedo cotidiano. Más allá de una efeméride, la fecha marca un llamado urgente a la reflexión sobre el bienestar psicológico que, para millones de peruanos, se ha visto minado por la inseguridad y la convivencia diaria con el peligro.
Estrés y depresión: hay que cuidar la salud mental
No es casualidad que entre enero y setiembre de 2024, el Ministerio de Salud registrara más de 1.3 millones de atenciones por trastornos mentales, con la ansiedad y la depresión encabezando el ranking de diagnósticos.

Las estadísticas del Instituto Nacional de Salud Mental Honorio Delgado – Hideyo Noguchi no dejan espacio para el optimismo: al menos un 30 % de peruanos padecerá algún problema psiquiátrico en su vida, mientras que 5,1 millones ya han convivido con un trastorno mental. En los últimos doce meses, el 13 % de adultos experimentó algún tipo de quebranto emocional severo, cifra que habla de la magnitud y persistencia de la crisis.
Lo que dicen los especialistas
Desde Trujillo, el Mgtr. Jean Nasi Azcárate, docente e investigador de la Universidad César Vallejo, advierte que los niveles de inseguridad han traído «un impacto psicológico severo, manifestado en ansiedad, estrés crónico, depresión y trastornos del sueño».

Según el especialista, hemos naturalizado el miedo: «Vivimos en un estado de hipervigilancia constante, temiendo ser víctimas. Esa sensación sostenida de amenaza deteriora el bienestar emocional y genera síntomas de estrés postraumático», apunta.
Los testimonios coinciden: hoy no solo existe temor por la posibilidad de ser víctima, sino desconfianza y frustración ante la falta de respuestas de las instituciones. El miedo permea las rutinas, desde el cierre anticipado de negocios hasta los viajes planificados con cautela. En muchas familias, el estrés se hereda y normaliza como mecanismo de supervivencia o resignación.

La pandemia invisible de la extorsión agudiza este fenómeno. Cada semana, se reportan nuevos casos de cobro de cupos, amenazas y atentados vinculados a redes delictivas. Frente a esta realidad, la gente asume prácticas extremas: el pago silencioso a mafias, el autoaislamiento o la elección de rutas alternativas para transitar las ciudades.
«Es una peligrosa normalización. Asumimos como habitual vivir limitando nuestras libertades para evitar ser blanco del hampa”, alerta Azcárate.

La respuesta oficial, hasta ahora, ha sido insuficiente. Psicólogos y organizaciones sociales coinciden: endurecer las leyes no basta. Hace falta promover la atención psicológica, fortalecer los servicios comunitarios, abrir espacios de diálogo y validar el miedo como emoción legítima.
Reprimir las sensaciones de angustia—con frases como «debo ser fuerte» —solo enlentece la recuperación y aumenta el riesgo de crisis más profundas.