No escapa al conocimiento general y, más específico, en el mundo jurídico, la deformación que la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han sufrido en sus fundamentos y fines.
Se ha transformado en un organismo omnisciente con un poder ilimitado que decide ya no sólo sobre derechos fundamentales, sino, sobre el funcionamiento gubernamental de una nación, excediendo sus facultades convencionales a través de sus propias decisiones; es decir, ellos mismo incrementan su poder a través de sus sentencias o interpretaciones, sin consultar a los Estados miembros de la OEA, ni mucho menos, a los ciudadanos de los diversos países latinoamericanos, que se estructuran con sus propias costumbres, tradiciones, historias, creencias y organismos políticos. Son organismos antidemocráticos que pretenden decidir e imponer su propia agenda.
No debe escapar al conocimiento de la ciudadanía la ideologización abrumadora e irrefutable de estos organismos internacionales que, a través de sus sentencias, más parecen predicadores de la nueva agenda global ni, mucho menos, las ONG que las financian, es decir, quienes pagan sus sueldos.
La CIDH y el Congreso
Con este panorama real y conocido, aterrizando ya en el plano nacional, la élite caviar de nuestro país, que hoy fungen el papel de establishment político, alejados absolutamente de toda realidad nacional y a través de sus operadores gubernamentales o administrativos, recurren a la CIDH o a la Corte para ventilar sus frustraciones cuando pierden el control de las instituciones que fundamentan nuestra democracia; como por ejemplo, Tribunal Constitucional o, más reciente, la Junta Nacional de Justicia.
Los argumentos expuestos para cuestionar la reciente elección de los miembros de la JNJ son tan absurdos e inverosímiles que han merituado las protestas de propios y extraños.
¿Desde cuando es función de estas instituciones impedir la discusión de una ley en el Congreso o impedir su aprobación, cuestionar los procesos de elección de los miembros de los órganos autónomos, interferir en las políticas de gobierno de una nación, vulnerando su soberanía, imponer su propia agenda de gobierno o establecer que sus decisiones deben aplicarse sin cuestionamientos?
La CIDH y la Corte se han convertido en el muro de lamentaciones de toda la izquierda latinoamericana y, en especial, la nacional. Lloran como plañideras cuando pierden el control de las instituciones que, ellos consideran, deben administrar y porque pierden cuotas de poder importantes para aplicar su propia agenda, alejada de toda realidad y problemática nacional, con la finalidad de seguir recibiendo las ingentes sumas de dinero que las subvencionan.
La solución no es retirarse de la Convención Interamericana, sino modificar su funcionamiento y establecer límites a su poder. Ningún poder puede ser ilimitado, más aún, cuando no tiene un fundamento democrático. No olvidemos que todo poder corrompe, y todo poder absoluto corrompe, absolutamente.
Escribe: Carlos Talledo Manrique
Abogado constitucionalista