Recuerdo que hace un tiempo, por invitación de un amigo colega, visitaba un colegio de la localidad para poder conversar con los estudiantes sobre este gusto infinito que suelen ser las letras. Porque sí, a veces resulta más que agradable e interesante el poder compartir algunos pareceres sobre la vocación y la pasión con los jóvenes, y más con aquellos que están a poco, a semanas, de terminar la secundaria y empezar un camino que la vida se permite pero que no suele dar segundas oportunidades. Y por ello es necesario darse un tiempo y hablar, conversar con ellos y ellas, ser tal vez aquella voz que en casa está en silencio.
Y fui, visité un colegio y de esta visita una anécdota muy peculiar. Siempre que me presentan como escritor y no como docente, cuando muchas veces me gustaría ser presentado como lo segundo y no como lo primero (y viceversa, en un eterno viaje circular), los estudiantes se mandan con las preguntas de rigor, siendo una de las clásicas (dentro de muchas que suelen ser: “¿Por qué eligió ser escritor?, ¿qué lo inspira?, ¿escribe de noche?”, y tantas otras más) esta: “¿Cómo se llaman sus obras más importantes?”, y uno tiene que admitir que aún no es tan famoso como quisiera, que eso solo se consigue con la persistencia, con el trabajo, con el oficio entregado, con la disciplina necesaria así arriesgues muchas cosas, así arriesgues todo.
Pero no podemos dejar de responder y empiezas a nombrar tus trabajos publicados, que muchas veces suelen ser de poesía, como en mi caso; sueltas el primero: “Arquitectura de un día común”, y cuentas una pequeña historia sobre ese libro mientras vas enumerando el resto, pero cuando llegas al tercer poemario, “Ego”, un estudiante te suelta la pregunta que te hace pensar: “¿Por qué el primer libro tiene un nombre más complejo que el último?” Y reflexionas, manejas una respuesta posible, respuesta que has venido analizando en los últimos años, años que te han dado un poco más de sensatez y ya no ves a la literatura como un pasatiempo del “como tengo tiempo libre, voy a ponerme a escribir” o el “con estos poemas cursilones voy a enamorar a las chicas”, no: la poesía se ha convertido en algo de respeto, respeto que las lecturas te han dado, que el descubrimiento de un sendero imposible te ha permitido.
Porque resulta ser así, y tal vez de otra forma, pero admito, de manera muy personal, que lo propio ha tenido un proceso de maduración, proceso que ahora me deja fluir en algunas palabras. Y ante esta respuesta ensayo una pregunta, una posibilidad. Veamos: tengo una especie de seguridad (una de las pocas cosas que admito ciertas) cuando menciono el hecho que cuando uno empieza a escribir poesía, cuando se arriesga a querer plasmar en la hoja en blanco, en negro, en todas la tonalidades posibles, tiene tres etapas muy marcadas que el paso de los años marca con certeza. Voy a tratar de explicar (y al mismo tiempo explicarme) cada una de ellas sin querer llegar a ser académico, pero buscando en mis palabras (y la experiencia) una razón que permita seguridad. Vamos.
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Cuando uno comienza a escribir poesía y se siente deslumbrado por el camino que está empezando a transitar, se permite, debido a la juventud e inexperiencia, el buscar impresionar con su escritura, el buscar deslumbrar a todos con lo que está haciendo, creyendo erróneamente ser el principio de toda la poesía, creyendo equivocadamente que está inventando la poesía, y que todo lo anterior no sirve, no es nada comparado con lo que uno está haciendo y para ello utiliza palabras complicadas, complejas, lo más rebuscado del diccionario, porque nos creemos inventores del lenguaje sin darnos cuenta que de aquello Góngora hace ya cuatrocientos años, o creemos ser los vanguardistas del idioma sin haber leído los experimentos literarios con los que E. E. Cummings ya se mandaba, pero es así: buscamos la sorpresa, el impresionar abusando de lo complejo, o también a la inversa, buscando palabras soeces que logren causar asombro entre los que escuchan o leen, creyéndonos los poetas malditos cuando de malditos solo la pose y jamás el talento, porque creemos que poner un “conchesumare” en un texto ya nos hace los salvajes, cuando de eso ya Luchito Hernández, ya Sylvia Plath, pero siempre con elegancia, siempre, porque por encima de todo está esa sutileza propia del saber escribir, pero no todos sabemos escribir con sutileza, es la verdad.
Pero esta experimentación ¿es válida? Pues claro, es incluso necesaria, pero es un principio y no la certeza, ya que encontrar el universo poético a dibujar en tu trabajo es muchas veces una búsqueda que no termina con la vida, aunque hay sus luces, sus pocos que desde un inicio encontraron su voz, como Watanabe, Dylan Thomas, Gabriela Mistral y muchos más. Pero bueno, continuar.
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Pasada esta primera etapa, llega la segunda que es para mí la más importante: uno ya no solo se aventura a escribir, a soltar versos y poemas, no: uno se dedica a leer y lee con ganas, sobre todo cuando quieres descubrirte en la poesía, porque es ahí cuando te das cuenta de que al descubrir maestros poetas puedes ir moldeando el cómo tus palabras te van a permitir crear. Y con esto otra certeza: para escribir solo se necesitan tres cosas: uno) lecturas, para saber cómo escribir; dos) vida, para saber de qué escribir; y tres) disciplina, siendo esta tal vez la más importante, porque podrás nacer con o sin el talento para la escritura, mas si no manejas un criterio disciplinado de creación, lo único que vas a conseguir es la mediocridad.
Un ejemplo más tangible: nacemos con la capacidad de patear un balón, pero no todos se vuelven futbolistas, ya que eso solo se consigue con trabajo, con entrenamiento, y la escritura es igual: sin entrenamiento, lo que hagas será solo una cosa más entre las demás. Prueba de ello son Vargas Llosa, Stephen King, quienes dedican horas diarias a la escritura y por eso han perfeccionado su trabajo literario a un nivel casi profesional (y esto puede ser bueno o malo, cuestión necesaria para analizar en un nuevo texto), pero claro, hay también sus iluminados tipo Dante, Dostoievsky, Jane Austen, pero esos nacen uno cada siglo, nada más, y en el nuestro ya han nacido los destinados, así que solo nos queda escribir, escribir para mejorar. Y ya. Cerramos.
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La tercera parte es la más bella, porque ya logrado el equilibrio entre lo complejo y lo cotidiano, ya habiendo conocido y vivido lo necesario, ya habiendo leído y disfrutado de ilimitados confines en el tiempo, el autor solo busca ahora escribir con sencillez, con brillante sencillez, que es en sí lo más complicado. Ya no son las palabras el problema: el problema es buscar que tus palabras sean de una calidez apacible para todos, que sea luz de sol, caricia de viento, tan igual para todos amantes o no de la literatura. ¿Cómo logras eso?
Pues considero que solo con los años, con la serenidad de los años, cuando ya no buscas sorprender a nadie porque solo quieres escribir, cuando tu mayor preocupación es la palabra, solo la palabra. Y vienen a la memoria el gran Antonio Gamoneda, la infinita Tony Morrison, el genial Derek Walcott, y muchos otros nombres que releo siempre que puedo, porque en sus textos es que nunca dejas de aprender, siempre hay algo nuevo, siempre una palabra que te invita a creer en la sorpresa, la admiración, en la inmortalidad, como en estos insuperables versos del gran Juan Gonzalo Rose: “Me he acostumbrado a ti / como los ríos al color de cielo”. Y confiesas que luego de leer sus trabajos, uno no sabe ni por qué escribe, si ellos ya lo dijeron todo, pero como escribiría el poeta mayor Gonzalo Rojas: “Ya todo estaba escrito cuando Vallejo dijo: —Todavía.” Porque para los que escribimos lo principal no debe ser la fama, ni los logros, ni el lector mismo, no: nuestro principal deber es y será siempre la palabra. Punto.