Vivo en el número siete, calle Melancolía
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía.
Joaquín Sabina
Calle melancolía.
Varios brotes de montes se han extendido por la calle Los Jazmines, donde antes solo había asfalto. Por una acera, una paloma y, por la otra, un pájaro de pico anaranjado buscan alimentos en esas hierbas. Es la naturaleza gritando, en un lugar donde hace unos nueve meses la desgracia hizo y deshizo.
Recostada en un poste, una bolsa de basura, en la cual sobresale una botella de vodka, que una familia consumió en los días de Navidad, espera que alguien, con urgencia, la saque de allí.
Ese recipiente de papel es la evidencia, de que, a pesar de las calamidades, las fiestas son las fiestas. Además, es apenas una pizca de que el Estado está ausente y ni siquiera ha retornado para recoger los desperdicios.
Ese recipiente de papel es la evidencia, de que, a pesar de las calamidades, las fiestas son las fiestas. Además, es apenas una pizca de que el Estado está ausente y ni siquiera ha retornado para recoger los desperdicios.
Hay personas que regresan de comprar sus víveres y verduras para el almuerzo con cara de Joaquín Sabina: “Yo no quiero que vuelvas del mercado con ganas de llorar”. La inflación está fea y los vecinos de la zona de Trujillo más afectado por el ciclón Yaku lo sufren en carne propia.
-Qué caro está el recado, ¿dí, vecino?- dice una mujer que cruzó la calle cargando un paquete de 24 papeles higiénicos.
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Cuando Yaku golpeó la costa norte del Perú, en la segunda semana de marzo del 2023, el sector Wichanzao fue el más fotografiado de la región La Libertad. La tragedia atrae. Ver las casas con el agua y lodo hasta los techos, los vehículos sepultados, el dolor de los vecinos que perdieron sus propiedades fue, por decirlo menos, atractivo.
La lluvia cayó igual para todos; pero el impacto fue distinto. Entonces, se activa el morbo, esa acción tan humana de atestiguar el dolor ajeno en busca de una sensación placentera. “El morbo es el deseo de ver lo que no se debe ver”, escribió el antropólogo francés Georges Bataille.
El morbo nos hace sentir privilegiados porque el dolor no es nuestro. Sufre el otro; nosotros, no.
Algo de ese insumo aún pulula, nueve meses después, por Wichanzao. Aún hay dolor, aún hay desgracia. Algunas casas colapsaron por completo, otras están inhabitables y los servicios básicos (agua y desagüe) continúan suspendidos. Solo algunos vecinos han regresado a sus viviendas que no sufrieron daños severos en sus estructuras, pero viven con la herida abierta.
Es que las catástrofes en el Perú duran mucho.
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“Los cambios climáticos producen, en efecto, cambios que pueden ser anticlimáticos”, escribió el argentino Martín Caparrós.
El especialista en riesgo del Banco Mundial, Joaquín Toro, aclara que no es válido el uso de la expresión desastre natural, para referirse al impacto que provoca en las personas y en los bienes materiales un fenómeno natural.
Lo apropiado es emplear desastre social o desastre de las personas. En Wichanzao ocurre ello. Las viviendas se han asentado sobre el cauce de una quebrada seca, sin ninguna obra de ingeniería que mitigue el impacto de futuras lluvias y avenidas de agua, cada vez, más frecuentes y letales en los últimos años.
En Wichanzao ocurre ello. Las viviendas se han asentado sobre el cauce de una quebrada seca, sin ninguna obra de ingeniería que mitigue el impacto de futuras lluvias y avenidas de agua, cada vez, más frecuentes y letales en los últimos años.
“Los desastres son siempre el resultado de las acciones y las decisiones humanas”, señala el especialista Luis Burón. Y como las palabras crean la realidad, seguir usando esa expresión de manera incorrecta ayuda a agigantar la idea de que los desastres son inevitables y que las acciones humanas pueden hacer muy poco o nada para prevenir o mitigar sus impactos.
Además, la impropiedad semántica ayuda a que las autoridades y el Estado en general perpetúen su incompetencia. Con la naturaleza no se puede hacer nada, argumentan al unísono las personas elegidas por mejorar la calidad de vida de sus vecinos.
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Es difícil rastrear el origen de la palabra Wichanzao. Lo más cercano es su vínculo o derivación del quechua wichana (o chakana): serie de peldaños que sirve para subir o bajar.
Escalera. Eso parece significar Wichanzao. Y tiene algo de asidero, ya que la mayor parte de su territorio son lomas, las cuales antes de que llegue las personas con sus viviendas y amontonamiento, el lugar era un paraje natural con alturas prolongadas.
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Son las once de la mañana, y don Sergio López Rodríguez saca un banco de plástico y se siente al costado de su puerta para mirar o esperar. De tanto en tanto se alinea su bigote cano y, también, de tanto en tanto, hay que acercársele para oírlo.
—Sí, ha cambiado—, contesta cuando se le pregunta por la diferencia de su barrio luego del desastre de marzo.
En ese instante, su esposa doña Julia Flores Zavaleta se une a la conversación.
-Todavía hay luto, señor. Todavía.
Frente a su vivienda, las autoridades han construido un muro con el objetivo de protegerlos de las avenidas de agua y lodo. No se necesita ser ingeniero ni especialista en estructuras para notar que algo de esa construcción está mal.
—Es una burla — dice doña Julia.
—Es una burla — dice don Sergio
Al muro se le observa tan frágil, tan endeble, que nadie en la calle Los Jazmines le tiene fe. Los vecinos saben de la fuerza del agua cuando baja del cerro Cabras en busca del mar y traspasa sus viviendas.
Ellos conocen que el lodo es un animal intratable que llega para quedarse y hacerles recordar que construyeron sus moradas en un lugar equivocado.
Doña Julia y don Sergio tiene una pequeña ventaja: viven en una zona alta. “Allá es Wichanzao y acá, Las Lomas de Wichanzao”, aclará.
Esa diferencia equivale a casi un metro agua y lodo dentro de casa.
La noche del 10 de marzo, las viviendas de enfrente casi terminan enterradas. El lodazal estuvo a centímetros de llegar al techo. A la casa de doña Julia y don Sergio sí ingresó la quebrada, pero no a tal extremo.
—Sí pudimos limpiar rápido — explica doña Julia como una privilegiada.
Ella tiene 77 y él 88. Llevan viviendo 24 años en ese lugar. Lamentan que Las Lomas de Wichanzao —en el 2018, cohabitaban unas 178 familias— no tenga dirigentes vecinales para que luchen por sus derechos y gestionen ayuda.
Han pasado unas 6 personas delante de ellos y todos los han saludo. Algunos los llamaron ‘señor’, ‘señora’; otros ‘abuelitos’ y algunos con un lacónico ‘buenos días’. Es una escena de barrio: todos se conocen, todos se pasan la voz y a los adultos se les muestra respeto y cariño.
Hay cosas que el agua no se puede llevar.