Un hombre flaco camina por las calles de Lima con la esbeltez de quien quiere algo más de ella🚶🏻, de la metrópoli grisácea por naturaleza, que de tanto cielo percudido contagia su desazón a los millones de transeúntes. El hombre delgado lleva una gabardina y un cigarro entre los dedos; se detiene en cada esquina y observa, con actitud concienzuda, los rostros: melancólicos, deprimidos, perdidos en el desbalance de la vida. Por más breve, una ráfaga de luz ilumina su corazón: admite que su vida es como la de tantos compatriotas que acaba de mirar. Esto merece ser contado.
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es el escritor urbano por excelencia, considerado por muchos como el mejor cuentista de la historia moderna peruana. Su prosa mezcla descripciones cotidianas y cercanas a las historias del ciudadano de a pie. A 93 años de su nacimiento, hoy Buenapepa conmemora su natalicio con una breve semblanza al estilo del escritor: contundente y realista.
Un escritor con buena sazón
El hombre era un inconforme. Nacido en una familia de clase media, estudió Derecho para complacer a su familia; sin embargo, lo dejó para perseguir un estudio aplicado de las Letras. Hay quienes piensan que este espíritu fue resultado de la muerte súbita del padre, en los años en el que el novel escritor era un adolescente. Su inconformidad y tendencia pronta al aburrimiento, hay que decirlo, lo llevó lejos.
Más allá de la metáfora, en su juvenil década de los veinte, Ribeyro fue acreedor de una beca que lo llevaría a Europa, donde permaneció por más de cuatro décadas de edad adulta. Con esporádicos retornos a su país natal, gran parte de su obra —versátil, desarrollada entre el cuento, el ensayo, la novela, el teatro y la prosa íntima—, fue escrita desde lejos, con la tremenda nostalgia de quien recuerda un país a miles de kilómetros.
Ribeyro, por más nostálgico que pudo haber sido, no fue de aquellos que añoran con el dulzón impostado del romanticismo. Por el contrario, el universo literario del Flaco estuvo plagado de personajes grises. Esto marcó una pauta alterna a la literatura escrita en ese entonces, de corte indigenista y exaltación andina, principalmente conducida por la pluma de Ciro Alegría y José María Arguedas. La digresión lo mantuvo alejado, por mucho tiempo, de los albores originados por el boom latinoamericano. Pero, para el escritor no le significó ningún problema.
Buenos boleros
Lejos de casa, era fácil pasar desapercibido. Decir que era huidizo a las fiestas y de verbo fácil para conquistar a las muchachas no era del todo cierto. Ribeyro era tímido, sí, pero no al extremo. Recuerda el periodista Guillermo Niño de Guzmán que una noche de copas, Ribeyro tenía una predilección por encender el karaoke y cantar unos buenos boleros. Esa voz retraída y ronca escondía una serie de costumbres que acompañaron al escritor a lo largo de su vida: su adicción al cigarro, su tendencia a sobrepensar las cosas y su ironía contenida. Detrás de las pocas palabras que decía, existían otras más profundas y más reflexivas que caían como fieles costumbres al papel en blanco.
El universo literario del Flaco estuvo plagado de personajes grises. Esto marcó una pauta alterna a la literatura escrita en ese entonces, de corte indigenista y exaltación andina.
Frente a una máquina de escribir, Ribeyro escribió obras notables —Los gallinazos sin plumas, La insignia, Silvio en el rosedal, El banquete, por hacer mención— que funcionaban como objetos traslúcidos para dar a conocer la más profunda soledad de la clase media peruana, resultado de la migración constante hacia las ciudades de la costa. Muchos de estos cuentos son concebidos como la voz del silenciado, del marginal, de aquel que descubre, en un instante, la sorpresa más recóndita entre tanta mediocridad. No quedan mejores interpretaciones para el título de su antología máxima: La palabra del mudo.
Referente
La prosa de Ribeyro, pulcra y estilizada, era conocida por selectos aficionados a la buena literatura, académicos y aprendices de letras, quienes lo consideraron desde un inicio como el cuentista más importante del país y uno de los más grandes de habla hispana. En otras palabras, su obra, al igual que sus personajes, se había establecido en el margen de la literatura peruana.
Por ese entonces, formular un listado de los mejores escritores latinoamericanos excluía casi por defecto el nombre de Ribeyro y era reemplazado, habitualmente, por Vargas Llosa. Entre ambos hombres de letras no hubo encono alguno, es más, el novelista se refirió a la obra de su compañero y la catalogó como “fragmentos de una sola alegoría sobre la frustración fundamental de ser peruano”.
Nuevas generaciones de lectores dan un reciente respiro a la obra del limeño, que, en conversaciones literarias contemporáneas, se ha vuelto infaltable como fuente de inspiración y guía para los nóveles (desde su famoso decálogo de cómo escribir cuentos hasta sus confesiones íntimas de su diario). La obra de Ribeyro se lee ahora con la atención de un cirujano, revalorada décadas después de su fallecimiento.
Final
Los últimos meses del escritor también estuvieron envueltos en un tenue reconocimiento. Los reflectores, por fin, voltearon a él luego de recibir el premio Juan Rulfo, uno de los más importantes de las letras de habla hispana. Cien mil dólares, un estudio barranquino frente al mar y, por qué no, un incansable cigarro fueron testigos del cierre de una vida fructífera y reflexiva del hombre que disfrutaba de los europeos Chéjov, Stendhal y Flaubert.
La historia de un hombre puede ser la de muchos hombres. Quienes hemos leído a Julio Ramón Ribeyro somos conscientes de la punzante presencia de su obra. Como Narciso observándose en el reflejo del agua, la prosa de Ribeyro es el frío mar, ora atractivo ora perturbador, en donde compatriotas podemos observarnos de repente: tan perversa e irónicamente real que es mejor leerla que vivirla. Ribeyro revierte el erróneo pensamiento que la ficción es el escape por naturaleza. En sus cuentos, la precisión de su prosa nos devuelve al terrible mundo contemporáneo donde no hay aire suficiente que levante cometas en el cielo.