Desde que inicié mi labor docente, mi labor entre libros, entre el universo de las letras, siempre he visto cómo muchos de mis colegas de comunicación han sufrido (sufren y sufrirán, me incluyo por momentos) al tener que escoger las obras que formarán parte de su plan lector. El no saber qué títulos elegir, el qué obras brindar a sus estudiantes, el cómo incentivar el gusto por la lectura entre cada uno de ellos, en el grupo en sí, resulta siempre una odisea que a buen puerto no siempre llega.
Y remito mi experiencia, que es punto inicial de todo viaje: en mis primeros años, la emoción propia, el aventurarse a los confines más placenteros del degustar historias tras historias en la nítida esencia de la libertad, fue el ensayo y error que mis días necesitaban.
Recuerdo que inicié con cuentos en un colegio, hace más de una década ya (¡asu!), una primera vez; recuerdo que les di una lista que para mí resultaba interesante, y creí que algunas temáticas serían partícipes y cómplices de esa juventud tan dada a internarse en asuntos que los adultos siempre prohíben, y en muchos casos me resultó prodigioso: los estudiantes buscaron más textos de algunos autores, algunos se compraron libros del escritor que les tocó, y otros solo el silencio; pero de entre todos, dos, dama y caballero: “Profe, no me gustó, me pareció muy vulgar, hubiera querido leer otra cosa”.
El cómo incentivar el gusto por la lectura entre cada uno de ellos, en el grupo en sí, resulta siempre una odisea que a buen puerto no siempre llega.
Un golpe en el corazón de mis veinticinco años que recién flotaba a la gracia del compartir. Aprendí que no a todos los mismos temas, que no todos buscan el universo macro, sino que son universo independiente, y con ellos buscar el medio para generar el interés, el gusto individual, el no dejarse caer.
Para la segunda ocasión fui un poco más exigente conmigo: ¿qué tipos de cuentos les gustaría leer? Y surgieron los de terror (un clásico), los de suspenso, los “de crimen, profe, esos donde matan gente”, los románticos (amorosos, para ser exactos), y por ahí otras curiosidades. Tomé nota, separé al salón en grupos, y a cada uno les di cuentos que ellos querían leer, que ellos habían elegido, y el resultado fue mejor, mil veces mejor. Anoto esto para días futuros, porque experiencia ayuda, ayuda la experiencia.
No es lo mismo compartir libros y gustos literarios con personas que ya leen años de años que con jóvenes que inician su camino a las lecturas. Esto resulta obvio, claro está, pero en el principio las cosas no resultan así. Uno desea que el placer lector se dé de un día para otro, que más allá de querer impresionar con lo que uno sabe (y que no siempre basta), existe todo un mundo que viene detrás de cada persona, un tiempo a cuestas que pudo o no ser productivo, necesario, vital.
Queremos que el gusto por leer se dé solo leyendo y listo, cuando no nos percatamos que hay toda una sombra detrás de cada uno de nuestros estudiantes que muchas veces no vemos. Algunos crecieron en casa donde los libros abundan, sobran, nunca faltan (y es contradictorio cuando algunos padres me dicen: “Profesor, pero en casa tiene un montón de libros y no los lee”, y ahí te das cuenta que no es solo el tener, sino el qué querer leer); otros crecieron únicamente con los libros que pedían en el colegio y nada más, con el plan lector escolar que muchas veces suele ser deficiente y que por muchos factores a veces no llega a generar los resultados deseados; y otros, los que uno debe acompañar con más ahínco, crecieron en casa sin conocerlos, sin siquiera tener un diccionario cerca.
No es lo mismo compartir libros y gustos literarios con personas que ya leen años de años que con jóvenes que inician su camino a las lecturas.
Realidades que existen y que muchas veces no vemos. Y más cuando Trujillo se ha adjudicado el título de “ciudad de la cultura” cuando trabajar para la cultura aquí es un deporte de alto riesgo con consecuencias que puede terminar siendo un caer infinito hacia el olvido. ¿Ciudad de la cultura? Resulta inverosímil que se precie de ello una ciudad que vive a salto de mata por culpa de la mala educación instaurada no solo en algunos deficientes planes educacionales, en gobernantes que apuestan poco o nada por actividades y eventos culturales (y cuando lo hacen, buscan llevarse todas las palmas), sino también en el hogar, ese hogar donde cultivamos la lectura de periódicos sensacionalistas y mediocres, donde la mirada de programas en los que el chisme y la vulgaridad se abren paso en cada momento, y nunca los libros, nunca, siempre al final del camino; hogares donde encontrar una enciclopedia de cultura general es milagro de ‘semana santa’ (para los creyentes y los que no); y no se habla del lugar, del dónde, porque sucede en todos los lugares, en todos los dóndes. Vuelvo.
Como docentes nos enfrentamos a muchas realidades, demasiadas, y tenemos que labrar sobre ellas, avanzar por el bien común, por el logro colectivo. Pero ¿qué sucede cuando en este universo de lecturas, nosotros carecemos de ellas? Imaginemos esta escena: un estudiante primerizo, un joven que busca adentrarse en el mundo que amamos, le pide al docente que le recomiende un libro porque quiere conocer un poco más, saber por qué son interesantes las obras literarias; como suele ocurrir, nos vamos a nuestras primeras lecturas, las básicas, las que muchas veces suelen ser las de la universidad (de ese sílabo tan deficiente que en literatura española colocaban como autor recomendado a Roberto Bolaño, el chileno), y de las que no hemos pasado, y le decimos que lea alguna obra del siglo de oro español, ese siglo con el lenguaje tan depurado que a veces a la complejidad ataca (hermoso siglo, por cierto, pero no considero que sea una lectura inicial), o que para dársela de inteligente y obnubilar con su capacidad escoja un libro a lo “Ulises” o “En busca del tiempo perdido”; podrían resultar dos cosas: que el estudiante lea el libro y termine embelesado o (y esto muchas veces) no le guste el texto, considere que todos son así de complejos o aburridos, y termine alejándose de la lectura por tiempo indefinido. Pasa, suele pasar.
Como docentes nos enfrentamos a muchas realidades, demasiadas, y tenemos que labrar sobre ellas, avanzar por el bien común, por el logro colectivo.
Y es que nuestros gustos no tienen que ser los gustos de los demás; coincidencias sí, pero nunca igualdad. Pongo el otro caso: literatura de moda, algún libro tipo esos de vampiros brillantes que durante un tiempo alborotaron a toda una generación, y los estudiantes pegados a ellos; por ahí surja el “profe, ¿qué otro libro de vampiros podemos leer?”, y ahí tu oportunidad, pero mandarte solo con “Drácula” podría no ser tan productivo; pero qué tal un “Carmilla”, un “La dama pálida”, un “El vampiro”, ¿no ayudarían más? Pues claro, porque son lecturas ágiles, vibrantes y cortas, de las que te lees en una tarde y te quedan bailando en la memoria por años. Sucede, siempre puede suceder, pero debemos estar preparados, listos, adiestrados en el magno ejercicio de la lectura, porque este viaje no busca solo pasajeros: busca apasionados que siempre deseen volver. Y sí, ambas cosas me ocurrieron, ambos aprendizajes me he permitido.
Este texto buscaba ser un análisis sobre el plan lector y las oportunidades que se pierden cuando los docentes no tenemos la capacidad para recomendar libros, pero en lugar de ello fue un viaje por la memoria y la experiencia, que es al final lo único que nos pertenece. Aún seguimos aprendiendo, que es una de las partes más interesantes de ser docente, porque los libros siempre más, muchos, se reproducen, se reinventan, se recrean y recrean, nos animan y nos eternizan la posibilidad del tener, del ser, del sentir. Volveré a esta idea pronto, hay muchas cosas por compartir. Por ahora culmino, encamino mis pasos a mi biblioteca, recorro uno de los estantes, cojo un libro y nos dejamos leer, porque las oportunidades no se pueden perder, nunca.