Desde que inicié mi labor como docente hace ya buen tiempo, siempre he buscado formas y medios para motivar en mis estudiantes el gusto y placer por la lectura. Lo he conseguido en varios casos, en primaria y secundaria, mas sigo tratando de emplear mejores métodos, de descubrir diversas fórmulas que permitan acercar el libro al lector (sobre todo el libro físico), y que los curiosos se acerquen sin miedo a ellos.
Ha sido complicado y confieso que hasta ahora sigue siendo difícil, porque cada estudiante, cada persona, cada universo, y en ese camino tratar, siempre buscar innovar, transformar, mejorar.
Pero en el todo surgía la pregunta: “¿Por qué los niños y niñas no gustan de la lectura desde pequeños?, ¿por qué tienen que verlo como una obligación luego y no como un disfrute?, ¿qué hace que las personas desde pequeñas no tengan en casa una biblioteca de la cual presumir?” He andado buena parte de mis inicios docentes buscando las respuestas, pero no fue hasta que empecé a trabajar en el mundo de los libros que pude (tal vez) descubrirlas.
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En una feria de libros te encuentras todo tipo de visitantes (y de ellos hablaré en otro momento), y cuando comenzamos en esta odisea libresca nos dimos cuenta de que la gente buscaba mucho los textos infantiles, los títulos para primeros lectores, pequeños que potencialmente se dibujarían la virtud de la lectura. Pero al mismo tiempo podías escuchar toda clase de enunciados que hacen que las creencias y medios posibles para compartir el hábito lector se vayan al diablo.
Ver a los padres y madres ir de la mano con sus hijos y que estos últimos se acerquen a los libros para poder observarlos, tocarlos, sentirlos (porque ese es el primer acercamiento), para que luego sean ellos mismos quienes, en un arrebato de pánico producto del descubrimiento de aquellos objetos, les digan: “Pero, hijito, tú todavía no sabes leer, ¿para qué te los voy a comprar?”, y ¡pum!, toda motivación se va al suelo.
¿Por qué esperar que un niño aprenda a leer para recién darle libros? ¿Por qué ser uno más del montón que ven a la cultura como el último eslabón de una cadena que ni siquiera sabemos completar correctamente? ¿Por qué no incentivar desde muy pequeños ese placer por tener un libro en manos y llevarlo hacia cualquier lado así no sepas lo que dice, pero que al observar su interior puedas imaginar a través de las ilustraciones infinitas historias que podemos clasificar como hermosas? Y siempre las interrogantes van a rondar, así que voy a ensayar una respuesta.
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Una de las preguntas más recurrentes que he escuchado (y esta pregunta casi siempre la hacen los mismos padres y madres) es: “Profesor, ¿qué puedo hacer para que a mi hijo le guste la lectura?” A esta pregunta suelo ofrecer como respuesta estas otras tres interrogantes (y sí, aunque dijeran en un programa humorístico: “Responder una pregunta con otra pregunta es de tontos”, aquí no sucede ello):
-¿Usted tiene biblioteca en casa?
-¿Usted tiene hábito lector?
-¿Usted lee con su hijo o hija?
Muchas veces (por no decir casi siempre) las respuestas son negativas. Y ahí está, ese es el problema: ¿cómo pretenden los padres formar un lector si ellos mismos no lo son? ¿Cómo pretenden que sus niños se formen en base a un modelo que no tienen en casa y que creen que porque están en un colegio lo van a obtener? ¿Cómo pretenden que amen los libros cuando lo primero que le compran cuando son pequeños depende de si son niños, carritos, pistolas y la infaltable pelota; y si son niñas, muñecas, cocinitas y el infaltable bebé con su andador? ¿Cómo pretenden ellos formar un lector si el ejemplo primordial no lo tienen en casa?
De un tiempo a esta parte muchos padres han deslindado su labor de educadores para enfocarse en otras cosas menos importantes cuando su principal responsabilidad es buscar los medios para formar una ciudadana o ciudadano sensible, creativo y social. Pero no lo hacemos, no lo hacen, y al final siempre nosotros los docentes somos los culpables, somos “los que no hacen su trabajo”, cuando los únicos culpables de formar personas vacías son ellos, los padres, las madres, los que deben ser los primeros maestros. Pero tratamos de mejorar las cosas, siempre tratamos.
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Cierro con esta anécdota que ilustra más el camino que debo seguir (permítanme lo personal): uno de los primeros regalos que le hice a mi sobrinahijada Valentina fueron libros, incluso desde mucho antes que estudiara en un jardín.
Creo que la primera vez que se los mostré estando en Lima y luego de andar vagabundeando por Quilca y Camaná (no por Amazonas, porque de ahí siempre salgo con cajas), fue cuando ella tenía dos añitos, y desde ahí no hemos parado.
Siempre he procurado que tenga libritos a la mano para que imagine con sus imágenes, para que pinte los que son de actividades, para que se divierta sin temor a las hojas y pastas que suelen albergar esas bellezas que a estas alturas envidio por no haber tenido. Este procurar también se lo he extendido a sus padres y siempre que pueden le compran hermosos ejemplares.
Es grato, es divertido escoger qué libro podría gustarle, ver las imágenes y decir: “Sí, este le va a llamar la atención”. Los días nos permiten saber de aquellos con vistosos colores y alguna historia entretenida, como que de paso voy entrenando para cuando me toque.
Ella ahora tiene poco más de siete años, y siempre que van a algún centro comercial, su mamá me manda fotos con una hermosa leyenda: “Compadre, la ahijada pasó de largo la sección de los juguetes y se fue de frente a la de libros”.
No puedo dejar de confesar que la emoción me hace sonreír, me alegra el día, me dibuja el corazón y la gracia para darme cuenta que aquellas cosas que siempre digo sobre el placer de a lectura, sobre el amor por libros, son ciertas, porque la edad no importa, es lo de menos: lo importante es que desde pequeños tengan la oportunidad de imaginar, de acercase a los libros para que luego no les tengan miedo ni les sean indiferentes, porque si hay una mano que guíe en el principio, todo luego caminará solo. Punto.