Este Woody no es un muñeco vaquero. No es el juguete favorito de Andy que dice frases jocosas cada vez que le jalan la cuerda atada a la caja de voz. Pero sí es buen amigo, como el protagonista de Toy Story. Uno fiel. Woody es un perro cruzado muy juguetón. Le ladra fuerte a los extraños que se asoman a la ventana y tiene un lugar especial en la casa de Marissa. O lo tenía antes del huaico.
Marissa Cabañas Correa llora cuando habla de sus perros. Para ella, Woody y otros seis canes son como sus hijos. Y todos llevan nombres pintorescos. Ahí está Perdida, que hace honor a su nombre porque la rescató de las calles. También se asoma Princesa. Marissa dice que Princesa tiene mucha buena vibra. Reina es la tercera. Bobby es un labrador cruzado algo tosco, pero bueno. Y también está Vagabundo, que al igual que Perdida, no tenía un hogar. Y hay uno más, pero, de los nervios, Marissa no recuerda su nombre.
Ellos son parte de su familia. Por eso se le quiebra la voz y llora. Su tragedia también los ha alcanzado a ellos.
Olla común
Es el mediodía y los damnificados de Wichanzao forman largas colas en el local donde se prepara la olla común. Representantes de la ONG Adra —brazo humanitario global de la Iglesia Adventista del Séptimo Día— han llegado con alimentos para distribuir a trescientas personas.
El menú de hoy consiste en arroz, lentejita serrana y guiso de pollo. El olor de la sazón abre el apetito de todos. Por eso, el dueño del local prende un megáfono e invita a formar las colas para recibir el almuerzo.
— Ya de una vez acercarse a llevar el rico almuerzo. Vecinito, con orden, por favor. Haga su colita.
Marissa coloca un cobertor a un ambiente colindante a su sala para que sus perros no salgan y forma su cola. Hay unas cuarenta personas antes que ella. Esta mujer de cincuenta y cuatro años vive en la manzana veintidós lote seis del sector tres de Wichanzao.
Woody es un perro cruzado muy juguetón. Le ladra fuerte a los extraños que se asoman a la ventana y tiene un lugar especial en la casa de Marissa. O lo tenía antes del huaico
Recibe su táper y corre a casa. Antes del huaico trabajaba recogiendo chatarra para alimentar a sus perros, pero ahora no sabe cómo mantenerlos.
— Tenía la costumbre de comprarles cinco soles de pollo, sémola, fideos y les cocinaba. Pero ahora no tengo nada.
Marissa solo come la mitad del almuerzo. La otra mitad la echa en otro recipiente y se la da a sus perros. Lo mismo hace con el desayuno y la cena que recibe en la olla común. Por estos días, esa es su ración diaria de alimentos.
— Yo sola boté el agua. Mi esposo está enfermo. Todo el corral se cayó con la lluvia. Perdí mi cama, ropa, cocina, refrigeradora.
Ahora se sienta en un mueble sucio que colocó afuera de su casa para que se seque del lodo. Desde ahí nos ve pasar de nuevo y vuelve a pedir ayuda.
— Por favor, díganles a las personas, a las empresas que nos ayuden. Por aquí estamos olvidados. No tenemos nada.
La ayuda llega, pero no alcanza. Llega a cuentagotas porque la zona está aislada. Los desagües colapsaron con la avenida de agua y lodo y los vehículos no pueden circular hasta el lugar.
Por favor, díganles a las personas, a las empresas que nos ayuden. Por aquí estamos olvidados. No tenemos nada
Desde el sábado 11 de marzo, veinticuatro horas después de la tragedia, se han retirado nueve mil metros cúbicos de lodo. En buen castellano equivale a trece volquetadas.
La maquinaria pertenece al Gobierno Regional y trabaja diez horas diarias. La subgerencia de Caminos dispuso que dos cargadores frontales, dos bocat, ocho volquetes y una motoniveladora continúen asistiendo al centenar de familias que vive en condiciones insalubres con las aguas servidas.