Escribe James Quiroz
Hace unos días, un mujer fue incendiada en plena calle por su pareja. Tras agonizar cuatro días, falleció y aumentó la larga lista de víctimas de la violencia familiar en el Perú. Sobre este episodio, me permito estas breves reflexiones.
La Ministra de la Mujer, luego de conocido el feminicidio, dijo: “Quisiéramos que las jóvenes elijan bien con quiénes están. Ellas deben estar conscientes que merecen estar libres de violencia”. Por su parte, la periodista Patricia del Río escribió en El Comercio: “El mayor problema de Katherine no fue estar con un novio violento, su desgracia fue vivir en una sociedad absolutamente indolente a la que no la conmueven los rostros quemados o golpeados de las mujeres”.
Además, afirmó que la fiscalía actuó de forma indiferente y dio a entender que prueba de ello es que, después de cuatro días del crimen, recién se había pedido prisión preventiva contra el homicida.
El tema de la violencia familiar es más complejo de lo que se cree. El periodismo se orienta en criticar al Estado persecutor (lentitud del Ministerio Público para pedir prisión preventiva, ignorancia del tema por parte de los ministerios), y resalta una falta de empatía, la indolencia e idiosincrasia machista del peruano, lo cual es harto conocida y es un lugar común que no propone nada concreto.
Afirmó que la fiscalía actuó de forma indiferente y dio a entender que prueba de ello es que, después de cuatro días del crimen, recién se había pedido prisión preventiva contra el homicida.
No se descubre nada al mencionar de forma genérica esos tópicos ni se avanza fundando el discurso crítico en ellos, sino se precisan posibles alternativas constructivas.
Golpeadas, incendiadas y vejadas
La violencia familiar es aprendida. Es, en esencia, privada, suele ser cíclica, crónica y sus víctimas ni siquiera son capaces de identificar que viven en un círculo de violencia.
Nadie de nosotros sabe lo que pasa en cada vivienda por dentro y eso no se puede atribuir, única y excluyentemente, al Estado. Aquí entra el tema familiar, también, la educación, en primer orden, y cómo se construyen las relaciones sociales, interpersonales y las características culturales de cada geografía del Perú.
Ya existe una ley de violencia familiar y se han creado Centros de Emergencia Mujer (CEM) en el Perú, espacios que brindan asistencia integral a las víctimas de la violencia (asistencia jurídica, psicológica y visitas sociales).
También se han creado fiscalías y comisarías especializadas en violencia familiar, de forma obligatoria se dictan charlas sobre el tema en colegios a alumnos y padres de familia. Entonces, ¿por qué se ha incrementado el índice de víctimas de violencia familiar? Es un hecho que, en gran medida, es porque la ley ha brindado a las mujeres confianza para denunciar la violencia.
Yo, que trabajo a diario revisando jurídicamente casos de mujeres víctimas de la violencia, puedo dar fe del esfuerzo que hace el Estado hasta donde puede. Sí, hasta donde puede. Y esto quiere decir, actuar con las herramientas que se tienen a la mano, las que regula nuestro ordenamiento jurídico.
Sin embargo, y he aquí el otro aspecto gravitante, el Estado persecutor, es decir el que actúa después de los hechos. Si bien establece toda una política pública que considera necesaria para solucionar los conflictos jurídicos, no puede obligar a la víctima a denunciar, a ser evaluada psicológicamente, a ser trasladada a un centro de salud, a recibir sus terapias mensuales, a acudir a brindar sus declaraciones o a sus audiencias (puede citarlas compulsivamente, pero no obligarlas a declarar) y declarar en contra de su agresor (que a la postre es el padre de sus hijos), así como tampoco puede evitar que retome su relación con su agresor que es uno de los factores que agudizan y agravan las formas de la violencia.
Por ello, la falta de salud mental y emocional es un tema importante que no se debería apartar del análisis. La voluntad y predisposición de la víctima y de la pareja para solucionar una crisis es fundamental. Porque los objetivos de la legislación peruana de combatir la violencia familiar son compromisos formales necesarios, principios básicos para sostener una convivencia social mínimamente estable, pero no serán efectivos a corto plazo ni serán nunca suficientes.
Y mientras tanto, ¿qué hacemos? ¿Debemos quedarnos impasibles viendo cómo una nueva víctima muere?
Por supuesto que no. Mientras tanto, las instituciones tienen que hacer su trabajo, desde luego, aunque las carencias logísticas no brinden las facilidades para actuar eficazmente; sin embargo, ello no obsta para que, también, nosotros mismos podamos empezar a plantearnos qué indispensable es atender la salud emocional y mental antes, durante y después de una crisis y en cualquier momento de la relación.
Esto implica aprender a detectar a las personas que son tendientes a ejercer la violencia y si no sabemos detectarlas, tener la predisposición de buscar ayuda profesional. Revelar los hechos de violencia a tiempo. Pues la violencia no se presenta de manera espontánea o sorpresiva.
Yo, que trabajo a diario revisando jurídicamente casos de mujeres víctimas de la violencia, puedo dar fe del esfuerzo que hace el Estado hasta donde puede. Sí, hasta donde puede.
Por eso, yo planteo que el problema no se debe centrar en identificar que la culpa es siempre del Estado persecutor, que ya sabemos que siempre llega tarde al escenario delictivo, aunque existe el deber de fortalecer lo que ya se ha avanzado en la lucha contra la violencia; sino, también, en advertir que se debe actuar desde el Estado previsor y desde la responsabilidad autoimpuesta de todos los ciudadanos de no descuidar su salud emocional, en todos los ámbitos, no sólo en lo sentimental, también por ejemplo, en lo laboral, otro gran problema silencioso de hoy en día.
El Estado persecutor
Aplicar la ley condenando a los agresores renuentes con penas efectivas, que no continúen siendo letra muerta las terapias de rehabilitación y continuar con la atención integral en los CEM, centrando la atención psicológica en los procesos recuperativos de pareja (víctima y agresor) y no sólo en la mujer, como actualmente lo establece la ley.
Ello porque la política legislativa actual no está reeducando a la víctima, que incluso no colabora en su proceso de recuperación por diversos factores (falta de respaldo familiar, dependencia económica, viviendas aisladas de la capital, etc.); a la par urge que se sigan dotando de herramientas logísticas y cognoscitivas a las instituciones comprometidas con la lucha contra la violencia para que estas actúen eficazmente, sin olvidar que no se puede perder de vista que el enfoque para enfrentar la violencia familiar es, y deberá ser siempre, interdisciplinario y debemos sentirnos comprometidos todos con su detección.
El Estado previsor
La prevención debe iniciar en la niñez. Algunas teorías en psicología señalan que antes de los cinco años es la edad crucial para formar mentalmente al ser humano. Asimismo, entre los 6 y 11 años es la edad ideal para fomentar el aprendizaje moral.
Se debe comenzar por ahí. Reeducar a la familia, no solo después de la violencia; sino, sobre todo, antes de originarse la violencia. No sólo a los hijos, futuras víctimas o agresores, también a los padres. Poner énfasis en la psicoterapia. No sería vano incluir en la malla curricular algún curso que fomente habilidades para afrontar la vida y las relaciones de pareja, en suma, procesos reeducativos.
Se pueden implementar muchas políticas preventivas. Y siempre serán bienvenidas. El problema es que, mientras tanto, es decir, mientras aprendemos a conocer el fenómeno de la violencia desde la sicología y aprendemos a combatirlo desde la cultura colectiva y el Derecho, el Estado no puede fungir de panacea a todos nuestros problemas sociales. Si bien le debemos exigir mitigarlos, porque aún con todas esas medidas implementadas que verán sus efectos a corto o largo plazo, el problema de la violencia no se desterrará completamente, como no se desterrará nunca la delincuencia, porque el ser humano es contradictorio y maneja su libertad de la forma menos pensada.
Nos toca ser parte del aprendizaje. Asumir que somos parte del problema y que, aunque nos sintamos bien, comprender que nuestras falencias educacionales y nuestras defectuosas relaciones sociales nos pueden hacer formar parte de la violencia, como agresores o como víctimas. Incluso el dejar de hablarle a la pareja es un indicador de violencia pasiva, por ejemplo. Hay conductas que hemos normalizado por años. Nos está costando cambiar el chip.