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Miguel Espinoza Jumbo: torero, acusado de espía y la vida de un periodista ejemplar

El periodismo deportivo ha perdido a uno de sus representantes más apasionados. Miguel Espinoza Jumbo partió a la eternidad el domingo 18 de junio.

Cuando su enamorada le escupió la cara porque descubrió que no era el hijo del dueño, sino un criado, Miguel Espinoza JUmbo se dedicó a estudiar y no se detuvo hasta convertirse en administrador de una tienda de colchones y en uno de los mejores vendedores de Trujillo. 

Esa tarde, cuando sintió la saliva en el rostro perdió el equilibrio y cayó de la escalera imaginaria a través de la cual subía la pirámide de las clases sociales. En la antigüedad, la saliva servía para curar las heridas; en la actualidad, a veces, para abrirlas.

Ella vestía falda azul y blusa celeste, uniforme que, por entonces —los primeros años de la década del setenta— engalanaban a las alumnas del colegio Belén y él, un gastado mameluco. 

Ella llegó con sus amigas. Él, solitario, advirtió su presencia demasiado tarde y no tuvo tiempo de esconderse, tampoco para disimular que estaba lavando un carro ajeno. Ella se avergonzó de él. Se sintió engañada. Pensó que estaba de amores con un pariente del dueño de la fábrica de hielo que, por aquellos años, funcionaba en el jirón Ayacucho. 

Miguel Espinoza Jumbo entrevista a un ciclista en plena competencia.
Miguel Espinoza Jumbo deja una tradición de cómo se ejerce el periodismo deportivo. (Foto: archivo de Miguel Espinoza Jumbo).

Pero allí descubrió que Miguel Espinoza Jumbo era un criado, un hombre sin clase y sin dinero. Y tampoco sabía que el susodicho llegó a Trujillo desde Ecuador, a pie. “Nunca me preguntó, y pensó que yo también era el dueño de la fábrica de hielo”, recuerda Miguel, con una risa de oreja a oreja y dando palmadas como mono, una noche de setiembre, en su clínica de colchones, ubicada en la plazuela El Recreo. 

Su risa contagia y en algo atenúa el frío invernal de este Trujillo que se olvidó de su epíteto de eterna primavera.

Como no hay mayor mentira que la verdad mal entendida, después del escupitajo, él la buscó. Ella se negó más de tres veces. Era de noble cuna. Tiempo después, con sus vidas hechas, Miguel le vendió el colchón para su cama matrimonial. Conversaron sin ningún dardo de saliva en el recuerdo. Nadie tocó el tema. Él sintió que ella fue feliz por el reencuentro.

Amor torero 🐂

Cuando el papá de su enamorada, en el cantón de Arenillas, en su natal Ecuador, lo cogió de la corbata y estuvo a punto de ahorcarlo, él se echó a caminar y no paró hasta llegar a Trujillo. 

Tenía dieciséis años y, con toda la osadía de adolescente imberbe, tocó la puerta de la casa de su Celeste, de trece. El padre de la adolescente le abrió y él, a quemarropa, le pidió la mano de su hija. El hombre lo agarró de la corbata y lo levantó en peso. Cuando la respiración le faltaba, Celeste salió y lo defendió. Los dos lloraron su amor delante del padre, quien bajó la guardia y les prometió que podían seguir viéndose, pero que casarse era imposible por su juventud.

Allí descubrió que Miguel Espinoza Jumbo era un criado, un hombre sin clase y sin dinero. Y tampoco sabía que el susodicho llegó a Trujillo desde Ecuador, a pie. “Nunca me preguntó, y pensó que yo también era el dueño de la fábrica de hielo”, recuerda Miguel, con una risa de oreja a oreja.

El padre no cumplió su palabra. Meses después del intento de estrangulación, envió a Celeste a estudiar a una ciudad lejana. En una iglesia, y delante de Dios, la pareja se despidió, no sin antes jurarse amor eterno. “Enamorarse —escribió Mario Benedetti— es una proeza de los sentimientos y un ejercicio contra el infortunio”.

Después de sufrir como solo se sufre por amor, Miguel decidió viajar, sin ninguna moneda en sus bolsillos, a España, con escala en el Perú, para convertirse en torero. Su máximo ídolo era El Cordobés. Vio el arte de enfrentarse a los toros como el trampolín para ganar dinero y fama, y regresar al cantón Arenillas para desposar a Celeste.

Miguel Espinoza aprendió muy bien, en el colegio, la clase de historia sobre los Trece del Gallo. Ese pasaje de la conquista sostiene que Francisco Pizarro trazó una línea en la playa de aquella isla del Pacífico y les ofreció a sus hombres volverse ricos si la cruzaban en dirección al sur, al Perú, o regresar hacia el norte, a Panamá, donde serían pobres.

 Solo lo acompañaron trece. “Para el sur, ricos; para el norte, pobres”, se repitió Miguel Espinoza cuando salió de su pueblo, cuando llegó a la frontera, cuando estuvo en Tumbes y cuando se encontró con dos mochileros quienes lo convencieron de viajar ‘tirando dedo’ a Trujillo, la única ciudad de la costa del Perú con nombre español. 

Con los zapatos sin taco, llegó a la capital de La Libertad; pero su objetivo era partir a España para convertirse en un matador. Uno de los mochileros era Enrique Pretell Cassinelli, hijo del dueño de una fábrica de hielo. Esa familia lo acogió en su casa.

Sus sueños de torero los espantó una tarde que ingresó al otrora coliseo de toros de la avenida Eguren y pidió enfrentarse a un novillo. El animal lo embistió y lo revolcó. Santo remedio. Adiós, futura versión de El Cordobés. De Trujillo nunca se movió.

Ni él ni Celeste cumplieron su palabra. Aquel encuentro, en la iglesia del cantón Arenillas, donde se juraron amor eterno, fue la última vez que se vieron: “El amor es eterno hasta cuando dura”.

El espía 🦹🏽‍♂️

Cuando en el conflicto con Ecuador, en 1981, lo apresaron acusado de espía, Miguel Espinoza amó más al Perú. “Estuve cuarenta días metido —se refiere a una comisaría— como Noé en su arca”, recuerda y su risa invade otra vez su pequeña oficina adornada con colchones reparados y por reparar. “Salí gordito”, añade y se toca el recuerdo de un abdomen generoso.

’Espía’ es una palabra fuerte y una acusación que denigra. El arma del espía es el engaño. “No se ensucian las manos con sangre, no asesinan a mansalva, pero pueden ser tan letales como las minas sembradas en el mundo”, coinciden los periodistas David Hidalgo y Miguel Ángel Cárdenas, en su Nuevo diccionario de la guerra, publicado en la revista Etiqueta Negra.

Una persona, que Miguel Espinoza prefiere no identificar, lo denunció. Sus documentos de identidad decían que era peruano, aun cuando todos sabían que su verdadera nacionalidad era la ecuatoriana. Ante la ley era un compatriota más. 

“Estuve cuarenta días metido —se refiere a una comisaría— como Noé en su arca”, recuerda y su risa invade otra vez su pequeña oficina adornada con colchones reparados y por reparar. “Salí gordito”, añade y se toca el recuerdo de un abdomen generoso.

De joven, intentó darse de alta en el Ejército, pero, por sufrir de pie plano, no lo aceptaron y le extendieron su libreta militar sin más trámite. Luego, fue miembro de mesa en las elecciones para la Asamblea Constituyente que presidió Víctor Raúl Haya de La Torre en 1978, y en los comicios que llevaron a Fernando Belaúnde a la Presidencia, desde 1980 hasta 1985.

Un día, un amigo policía le informó que debía presentarse ante Seguridad del Estado. Caminó al local de la desaparecida Policía de Investigaciones del Perú (PIP) en San Andrés y se entregó. 

Miguel Espinoza negó la acusación de espionaje, pero confesó que sus documentos de identidad eran falsos. Lo amenazaron con deportarlo. Lo que vivió después fue uno de los mayores gestos de solidaridad que jamás sintió. Grupos de trujillanos marcharon por la ciudad para pedir su liberación. 

Por entonces, no solo regentaba su tienda de colchones, sino que era presidente de la Liga de Atletismo de Trujillo y había incursionado en el periodismo radial. Su primer programa fue Visión deportiva de Radio Libertad.

Nunca se sintió un preso. Los policías lo trataron muy bien porque lo conocían. Nunca durmió en una celda: pasaba el día lejos de los barrotes. Parecía un visitante de la comisaría. Los periódicos de la época ocuparon varias de sus páginas con la historia de su detención. 

La presión de la gente le permitió recuperar su libertad. No recuerda con precisión la fecha cuando salió de la comisaría, pero sí que su cumpleaños, el 18 de julio, lo pasó encerrado. En agosto del 1981, La Industria ofreció a sus lectores, por capítulos, la vida y obra de Miguel Espinoza. El espacio se llamó “Una historia para contarla”. “Esas muestras de cariño de los trujillanos me hicieron querer más este país”, evoca.

Ciclista a la vista 🚵🏼

Cuando unos periodistas colombianos lo elogiaron por su estilo para narrar las carreras ciclísticas, él amó tanto al periodismo que se convirtió en uno de los mejores relatores del deporte de las dos ruedas en el país. 

Radioprogramas del Perú (RPP) organizaba, en la década del noventa, la Gran Clásica Internacional de Ciclismo, un campeonato que se desarrollaba en diversas ciudades del país. La emisora contrataba a periodistas cafeteros para la narración y los comentarios. 

Colombia es el país que más ha destacado en ciclismo en Sudamérica. Cuando la competencia llegó a Trujillo, Miguel Espinoza la trasmitió desde la plaza de Armas para radio Star. Los extranjeros lo escucharon y quedaron fascinados. Al final de la prueba, lo entrevistaron y dijeron, al aire, que ya no era necesario que RPP los trajera para narrar las carreras: con Miguel Espinoza era suficiente.

Al año siguiente, personal de la emisora lo buscó, pero como no tenía permiso de trabajo por su condición de extranjero, no lo contrataron. Después de la detención había tramitado su documento de identidad ecuatoriano. Miguel ha viajado a casi toda La Libertad y a otras localidades del país a narrar carreras. 

Por estos días, negocia con los organizadores de un gran evento deportivo en Huamachuco, quienes desean que su voz sea la que trasmita la competencia de ciclismo que se correrá en la tierra del tribuno José Faustino Sánchez Carrión.

Cuando unos periodistas colombianos lo elogiaron por su estilo para narrar las carreras ciclísticas, él amó tanto al periodismo que se convirtió en uno de los mejores relatores del deporte de las dos ruedas en el país.

Miguel Espinoza Jumbo ama tanto el deporte que tuvo la genial idea de congregar voluntades para la creación de la Ultramaratón de la Fe, que recorre, en diciembre, los setenta y seis kilómetros que separan Trujillo de Otuzco.

Quiere tanto a su familia que no deja de hablar de ella. Su esposa, Manuela Morán Carbonell, reside en España con uno de sus hijos: Cristhian Alfredo. Los otros viven en el Perú. Miguel Ángel es ingeniero civil y Robinson Adrián, antropólogo; Daniel Alexander cursa estudios de Sicología y Estrella Marina, la única mujer, de Arqueología.

Miguel Espinoza ha pedido a sus familiares y amigos que cuando muera lo cremen y depositen sus cenizas en los ficus de la plazuela El Recreo, aquel rincón tradicional de Trujillo, ciudad de donde nunca se ha movido, a pesar del dolor del escupitajo, sus sueños rotos de torero, su encarcelamiento y su vocación de periodista.


+La versión original de este texto se publicó en el diario La Industria de Trujillo, en octubre de 2010.

César Clavijo Arraiza
César Clavijo Arraiza
Nació en un desierto frente al mar, donde solo crecen árboles de algarrobos. Dice que le gustan todas las frutas, pero en los últimos meses se ha decantado por el pepino, de origen andino; pero con una mala fama: se cree que si se consume después de beber licor puede causar la muerte. Periodista, escritor, docente, padre y esposo. Es torpe con la pelota, pero ama jugar fútbol. En el 2018 publicó "Tercera persona" y ahora está a punto de terminar un doctorado en comunicaciones.