La memoria suele guardar como fotografías momentos que han marcado nuestra vida, ya sea de manera positiva o negativa. Es curioso ello, porque aún cuando una persona viva momentos muy felices, etapas de mucha luz, temporadas donde el significado de bienestar nos inunde el día a día con gracia, terminará recordando como una flama viva, aquellos momentos donde desgracias y penas, angustias y lamentaciones, fueron vacíos en los que nos permitimos caer. Es así y así con las palabras que evocamos, con las frases que repican en el pensamiento, en el sentimiento, en el volver. Y volver al recuerdo de los días me permite iniciar.
—-
Estaría en cuarto o quinto de primaria. Década de los noventa, un día del noventa y tres o noventa y cuatro. Hora de recreo en una escuela primaria, los niños de aquí para allá, de allá para acá, decenas de partidos de fútbol se juegan en una misma cancha de losa, en la que no sé cómo logramos reconocer la tapa de botella que funciona como pelota, así como la pelota de plástico que compramos en la entrada a primera hora, muy temprano, y que sobrevivirá solo uno o dos días antes de su inminente desaparición. Hora de juego, hora infinita.
La precaución no es propia en estas circunstancias, y más cuando somos todos hombres correteando en este recinto que durante unos veinte minutos nos permite respirar. El juego brusco es verdadero, es real, tal vez letal, pero se da y nadie pone freno; solo los auxiliares aparecen cuando la herida está consumada, cuando el herido está consumido.
Y pasó, sucedió: un estudiante que cae, el juego se detiene solo en una esquina del todo, luego los gritos, el alboroto, el acercarse en busca de la noticia total, la chismosería, el auxiliar que se acerca, el estudiante que se levanta y se muestra sereno, tranquilo, solo con el rostro de sorpresa y los gestos del dolor, solo eso hasta que ve que la herida sangra, momento en el que todo se transforma: sus dedos en la herida, sus dedos en rojo, la sangre en sus dedos, el llanto en sus ojos, al tiempo que la desesperación va y viene en su mirar a todos como buscando una respuesta lógica a lo ocurrido o un culpable al cual reprochar; no encuentra ninguna de las dos cosas.
Abstraído, dejándose llevar por la situación, el niño grita y llora para liberar su dolor, pero no se libera, no, porque aquí el momento para la memoria, la ruptura de las emociones: el auxiliar se le acerca, lo levanta de un brazo, lo zamaquea, le grita que se calme y suelta la frase que durante muchos años he oído y oído y odiado: “Deja de llorar que pareces niña. No se te olvide que los hombres no lloran”. La memoria no falla, los recuerdos no mueren en este viaje diario mientras que todo se repite, todo, porque los fantasmas del pasado siempre regresan, siempre.
—–
Estaba en clases, años recientes, el nuevo siglo dando sus frutos necesarios. Se lucha por una igualdad e inclusión que hacía mucho sería utópica, y que mis años de primaria y secundaria no lograron ver. Mis días en clases aprendiendo de lo nuevo, de mis estudiantes. Resuelvo desarrollar un trabajo en grupo con nota, una actividad para desarrollar en el aula. Sería como un examen parcial, un examen colaborativo. Les doy la posibilidad de que ellos escojan sus grupos, permitiendo ese ideal de afinidad.
El salón se divide, los grupos se forman, pero solo uno de ellos me preocupa: uno de los integrantes lo reconozco como aplicado, los otros no lo son. Pero bueno, les di esa libertad y la libertad tiene esos riesgos. El tiempo pasa, los trabajos avanzan, los debates se oyen, las ideas que flotan. Paseo por el salón y veo cómo trabajan, cómo van llenando las páginas con sus conclusiones y argumentos, casi todos desarrollando la secuencia de preguntas que les he brindado, pero mis temores se materializan cuando me acerco al grupo que genera preocupación: las hojas en blanco, las miradas al techo, las medias sonrisas que no se ocultan tras la mascarilla.
El alumno había escogido un grupo que no trabajaba, que no hacía nada, pero lo había escogido. Lo veo molestarse con los demás integrantes y reclamarles el dejar todo en blanco, a lo que él, en un arrebato de premura y responsabilidad, decide desarrollar el trabajo solo. Lo hace, avanza, mientras los demás solo observan. Termina con tardanza, cuatro minutos tarde, pero termina, mientras los demás solo observan.
Se me acerca al final del examen, al final de la hora indicada, quiere explicarme la situación, explicarme que él sí había trabajado y que los demás nada, nada de nada, pero bueno, ya el tiempo cumplido, ya todo consumado, y ante la impotencia, ante la frustración de no haber brillado como siempre lo hace, de que por culpa de otros no lograra llegar a la meta, solo se deja llorar. Se tapa la cara, no quiere que lo vean, pero es inevitable. Le digo que se vaya al baño, que se lave la cara, que esas cosas pasan y que no se preocupe porque lo he visto trabajar, su esfuerzo será bien recompensado. Sale del aula. Sus compañeros lo ven, no dicen nada, pero siempre el comentario al aire, siempre la voz que habita: “¿Pero por eso va a llorar?”.
Me detengo, mando a guardar silencio y los observo: son muchachos que han crecido con la misma idea que a mí me inculcaron: “Los hombres no lloran”, nosotros no debemos llorar. Me permito hablar con ellos un momento, hablar sobre esa frase que tanto daño nos ha hecho, que tantos momentos de liberación nos ha quitado. Porque libera, ayuda, el llanto tiene ese emotivo poder y nosotros, ustedes, han caído en esa grieta, en ese vacío al no poder reconocer que llorar no nos hace débiles y no hacerlo tampoco nos hace fuertes: la fortaleza no se mide de esa manera, nunca debió medirse así, pero nos encapsularon, nos arrastraron en esa marejada que estadísticamente demuestra que la tasa de suicidios es mayor en los hombres y casi todos por problemas afectivos y emocionales.
Ellos escuchan, entienden. Su compañero regresa, guardan silencio, es una forma de respetar. Al poco tiempo todo estuvo normal, pero ese momento pudo haber sido un volver a caer en el significado de esa frase, en esa grieta que abierta buscamos cerrar.
—–
Los fantasmas del pasado siempre regresan, siempre, y muchas veces nos recuerdan que la mala educación con la que nos criaron no se ha ido, aún no la hemos desaterrado. Pero vamos en ese camino, en ese querer romper ese estereotipo, esa puerta que se nos cerró hace muchos años y que ha sido como una barrera sobre la que casi ninguna persona ha querido saltar o hablar.
No debemos quitarle a nadie la oportunidad de dejar caer sus lágrimas, porque algo se va cuando fluye, cuando flota, algo se va, algo nos libera, nos quita una carga invisible que pesa mucho y el doble tal vez, al tiempo que recordamos esa extraordinaria frase “Es tan misterioso el país de las lágrimas” del aviador en la infinita El Principito. Que sean las lágrimas un lenguaje que podamos todos interpretar, entender y en algún momento respetar. Punto.