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Los caminos de la vida: viaje en silla de ruedas por Trujillo

Una de las grietas de desigualdad en el Perú es la falta de accesibilidad al libre tránsito de las personas con discapacidad. Los ciudadanos que se desplazan en sillas de ruedas, libran batallas inhumanas. De esas hostilidades nuestra colaboradora María de Jesús Trujillo Casanova sabe bastante. Ahora se enfrenta a ellas con un texto potente y conmovedor.

Nací con discapacidad motora, específicamente, con mielomeningocele, un tipo de espina bífida que me clasifica como una persona con discapacidad; de hecho, lo soy. Siempre salgo de casa con un plan. Hoy tracé mentalmente mi ruta a la Plaza Mayor de Trujillo; pero quise cometer una travesura: desviarme hacia la Universidad Nacional de Trujillo para sentir la sensación o el vértigo de no tener nada controlado.  

Me movilizo con tres tipos de apoyo. En casa y para distancias cortas utilizo mi andador o, como yo lo llamo, mi fiel amigo de metal; lo uso desde los tres años. Cuando salgo de casa, casi siempre, tomo mi scooter o, también, conocido por todos como carrito, es una especie de silla a motor de color rojo. Pero hoy decidí montarme en mi silla de ruedas, la que uso siempre cuando voy con compañía. La silla de ruedas es el tipo de movilidad más común para las personas con discapacidad motora. 

Lamentablemente, en Perú son pocas las personas que reciben apoyo para mejorar su movilidad. Las oportunidades para adquirir sillas de ruedas eléctricas son muy escasas. Además, existe poco conocimiento sobre cómo apoyar o auxiliar a quienes se movilizan de manera diferente. Por último, las ciudades no ofrecen espacios adaptados para garantizar que todos los ciudadanos se desplacen sin ninguna dificultad.

Un campo de batalla. La veredas en Trujillo complican más la vida a las personas que se desplazan en silla de ruedas. (Foto: María de Jesús Trujillo).
Un campo de batalla. Las veredas en Trujillo complican más la vida a las personas que se desplazan en silla de ruedas. (Foto: María de Jesús Trujillo).

Se estima que al terminar el año 2022, casi 1 millón 737 mil 865 peruanos padezcan alguna discapacidad. Ellos esperanran que la ciudad y las personas cambien para sentirse seguros, con oportunidades e igualdad de condiciones para su desplazamiento.

Lamentablemente no todos contamos con el apoyo de la familia o de aparatos para desplazarnos y gozar del derecho fundamental del libre desplazamiento: toda persona pueda circular libremente o sin restricciones por el ámbito de nuestro territorio. Es por ello que al menos tener la garantía de ser considerados como cualquier otro ciudadano va a ayudar a no solo sentirnos parte de esta sociedad, sino de romper las barreras sociales que nos hacen retroceder y crean aún más prejuicios y paredes entre todos.

Mi silla es como cualquier otra; pero tiene su identidad (cada una ya es parte de la persona que la conduce). Yo la conozco muy bien, sé cómo manejarla, siempre con ambas manos —una en cada rueda—  para dirigirla como un auto a control remoto. Siempre he usado una silla pequeña o mediana. La actual es de color negro, las ruedas son de goma y del tamaño perfecto. Nunca utilizo los posapiés porque no los necesito, ya que no puedo flexionar del todo las piernas.

Son pocas las personas que reciben apoyo para mejorar su movilidad. Las oportunidades para adquirir sillas de ruedas eléctricas son muy escasas. Además, existe poco conocimiento sobre cómo apoyar o auxiliar a quienes se movilizan de manera diferente

La ley 29973 garantiza que las personas con discapacidad somos parte activa de la sociedad con igualdad de condiciones que nos integren como ciudadanos libres e independientes. Sin embargo, en la práctica estas garantías son ignoradas, porque muchas de las personas, mal llamadas personas ‘convencionales’ o ‘normales’, nos hacen pasar momentos que nos recuerdan que vivimos en un lugar dividido, que elije quiénes sí deben y quiénes no deben ser aceptados dentro del constructo social. Lo sé porque por más que quisiéramos ser independientes y ser tratados como seres humanos, eso no ocurre.

La partida

Cuando estoy en mi departamento, ubicado en un primer piso, puedo controlar todos mis movimientos y los espacios que tengo para movilizarme; pero cuando quiero salir todo es desconocido. Tomo las llaves con la mano derecha y con la izquierda freno la silla para evitar que gire. Frente a la puerta de la calle, empiezo a realizar la famosa ruta mental que diseño desde siempre; pero, igual, me preparo para luchar contra calles y veredas en mal estado y contra la actitud de algunas personas.

Lo primero que me encuentro es un auto, un auto negro y grande con una placa que no quiero memorizar. Estudio si la silla puede pasar y, pues no. Así que rodeo el auto, bajo a la pista y vuelvo a subir a la vereda, como siempre el dueño o dueña del vehículo no están. En la esquina me espera una rampa en pendiente, pero antes hay un buzón del desagüe sin tapa.

Pienso decirle algo al chofer del auto, pero recuerdo situaciones sufridas y descarto reclamarle. Callo porque sé cómo funciona esto: el chofer te grita o te insulta o termina ignorándote y no aprende nada de lo que tratas de decirle. “Pero puedes cruzar por la otra rampa” o “pero date la vuelta”, te sugieren y tienes que ver y escuchar su suspiro como si estuvieran cansados de encontrarse con personas que quieren cruzar a través de sus autos.

El transporte público es uno de los peores enemigos para las personas con discapacidad.
El transporte público es uno de los peores enemigos para las personas con discapacidad. (Foto: María de Jesús Trujillo).

En fin, al llegar al parque pude respirar algo tranquila porque sé que no tendré tanto problema. Llego a la esquina de la avenida Húsares de Junín, en donde hace poco han ‘arreglado’ las pistas y veredas, específicamente, les quitaron las rampas y bajadas que conectaban a la berma central, lo cual me obliga a cruzar en la misma esquina donde hay una rampa difícil, y volver a subir otra para recién cruzar a la berma y otra vez cruzar hasta llegar a salvo a la calle paralela. Es como una maniobra de autos de carrera o como un laberinto. Logro seguir una ruta en forma de L para, por fin, avanzar.

La Ley N.º 29973, Ley General de la Persona con Discapacidad garantiza, en el papel, que el Estado y el Gobierno son los responsables de establecer las condiciones que garanticen la construcción de un entorno seguro y accesible en espacios físicos públicos para todas las personas. 

El Consejo Nacional para la Integración de la Persona con Discapacidad (Conadis) se encarga de hacer cumplir esta ley y tiene la potestad de sancionar a quienes la incumplen. Pienso en la inutilidad de las leyes cuando reparo en los choferes, quienes son un mundo aparte. 

No solo no respetan las señales de tránsito, sino que no tienen consideración con nadie que quiera cruzar, nunca te dan el pase y se detienen justo en las rampas, entre otras perlas que forman parte de su prontuariado. Sin embargo, para confirmar la regla hay excepciones. Son pocos, pero existen entre tanta desgracia.

Pista de comando

Ahora me dirijo, quizás, al gran reto de la ruta: el óvalo Larco. Allí no hay semáforos, no hay rampas, no hay conexiones entre veredas. Es decir, no hay reglas, pero lo que sí hay son gradas. Los autos particulares y los buses de transporte público compiten por quién va a mayor velocidad.

En un momento, logro ver el otro lado de la calle. Para ello, debo fingir ser uno auto de carrera, decido seguir de frente como lo hice desde la paralela al Jardín Botánico, llego hasta un restaurante en el que me quedé quieta por unos cinco minutos, evalúo lo que podría y no hacer. Las personas pasaban cada una alojada en sus propias rutas y pensamientos.

De pronto, un señor de seguridad me pregunta dudando si necesito ayuda. Lo miro. Entonces, se ubica a mi lado y decide detener el tránsito. Cruzo el óvalo, agradezco y escucho que me desea buena tarde. 

Voy a mitad de camino. Avanzo por América Sur. Creí que no encontraría tantos obstáculos en una vía recta sin desvíos; pero, como todo en la ciudad, me topé con varias trabas: puestos de venta de frutas ocupan casi toda la acera y los autos usan la vereda como cochera privada.

Llego al óvalo Papal y al avanzar a la vereda de la Universidad Nacional de Trujillo debo volver a cruzar una gran avenida de doble entrada. La berma central, otra vez, es un problema. Los buses aparecen cada segundo, los ruidos, el caos y la actitud de la gente me aturden. Respiro profundo y pienso qué hacer para cruzar al otro lado. Un micro morado frena delante de mí. El cobrador me mira de arriba abajo y grita: “Sube, sube”. 

El bus pasa. Miro a los costados. Mis dos manos sostienen la silla de ruedas fuertemente, como un freno impuesto manualmente. En un segundo decido soltar las ruedas y avanzar a toda velocidad, y de repente veo una rampa en frente, una rampa que no es tan buena, pero ni modo. Hago mi cuerpo para atrás —para tomar impulso— y luego hacia adelante, y logro estar en el frontis de la Nacional; por fin.

La Norma Técnica A-120 denominada Accesibilidad para Personas con Discapacidad y de las Personas Adultas Mayores establece parámetros que ayudan a profesionales e instituciones públicas y privadas en la elaboración y ejecución de proyectos de edificación que garantizan accesibilidad e integración de todos los peruanos. Se establecen parámetros en cuanto a rampas, superficies, espacios de desplazamiento para personas que como yo nos movemos con andador o silla de ruedas. 

Buses

Cuando decido salir en silla quisiera usar transporte público porque, en serio, lo necesito para reducir las distancias; pero en mi cuidad las condiciones que ofrecen los buses no son amigables ni accesibles para ninguna persona que use apoyo para movilizarse, incluso si elijo usar mi andador sería imposible. Las gradas angostas, altas y con un borde filoso más la conducta de choferes y cobradores no ayudan para que decida subirme.

Creí que no encontraría tantos obstáculos en una vía recta sin desvíos; pero, como todo en la ciudad, me topé con varias trabas: puestos de venta de frutas ocupan casi toda la acera y los autos usan la vereda como cochera privada.

Ahora me espera la gran y larga avenida España, en donde las veredas son angostas, con huecos profundos y puestos de ventas que interrumpen, otra vez, mitad de la calle. Me adentro el centro histórico, gracias a un corte de calles que encontré. Me siento más segura, sigo equilibrando el ritmo y el peso de mi silla para controlar donde voy y para evitar chocar o golpear a alguien.

Llego a ver unos faroles y una catedral amarilla. Me quedan como tres cuadras para llegar, y a pesar de estar en medio de varias personas, me siento rodeada de robots que no manejan sus pasos ni sus acciones, que me observan y se pasan de largo como juzgando mi vida sin conocerme. Escucho de boca de una señora su pena por mi situación.

En fin, logro llegar a la esquina de la Plaza Mayor y me encuentro con otra vereda, en la que, bueno, hay un semáforo y una línea de cebra bien pintada. Los autos pararon, la luz está en rojo y decido soltar las ruedas y mover los brazos a un ritmo moderado y constante. Llego a mi destino. Respiro, veo a mi alrededor. Estoy agotada, fue una ruta larga, pero valió la pena.

Según la Norma Técnica A-120, mi trayecto debió de ser  tranquillo y accesible. Sin embargo, fue todo lo contrario. Las rampas no cuentan con la altura o longitud establecida, ni qué decir de las pendientes que deben de ir entre un 4% a un 6%.

Hay estructuras que no puedan llamarse rampas, sino excavaciones o descuido de constructoras que dejan el cemento seco en cualquier lado. No existen las barandas en pendientes con longitud mayor a tres metros y mucho menos cuestas con longitudes seguras, como ordena la ley. 

Además, no encuentras rampas que conecten esquina con esquina. Hay que entrar en varias ocasiones a las calles para ir en busca de una inclinación decente de las cocheras de las casas o edificios. Esto es la evidencia de que un auto es más importante que el paso de una persona.

Auto de color oscuro obstaculiza camino peatonal
Escenas como estas enfrentan las personas que se movilizan con sillas de ruedas. (Archivo: Buenapepa).

En cuanto a espacios, se debe cumplir con un rango de un metro con veinte centímetros entre el borde de las veredas y el de las sillas de ruedas o andadores. Ese espacio libre no existe porque está ocupado por postes o basureros públicos, muchas veces en esquinas.

La ley es buena, su aplicación es mala. En el papel está claro y establecido lo que sería un mundo perfecto, con gran evolución, gran integración, sin problemas de accesibilidad; pero esa no es la realidad. Lamentablemente, existen cientos normas o  leyes, pero poco o nada se respetan.

No dicen que nos toman en cuenta, que sí piensan en nosotros; pero es una falacia. Las autoridades no respetan la ley y no establecen las condiciones ni garantizan los espacios adecuados para persona con discapacidad.

Epílogo

Mientras elijo un espacio donde descansar, recuerdo lo que un día hablé con mis papás, de lo raro que es ya acostumbrarse a todas estas condiciones para salir, a estar siempre alerta, a ser selectivos, o a quedarse callados, en algunos momentos, por miedo a que te ataquen verbalmente o te traten como un ser incapaz de ser independiente.

Creo que las personas viven en las burbujas de sus vidas, tan empecinados con tener la razón o de repente se encuentran en la misma situación de no comprender el mundo que deciden desquitarse con otros. Sea como sea, ojalá pronto las cosas mejoren y sea más fácil salir de casa.

Plaza de armas de Trujillo. Se observa una persona en silla de ruedas
En la Plaza Mayor, María de Jesús se desplazó con algo de tranquilidad. La ruta fue muy exigente. (Foto: Cortesía).

Como la historia que escribo hay miles rondando por las calles del Perú. Historias de chicos, chicas, adultos, padres de personas con discapacidad que tratan de alzar su voz para exigir que sus vidas no sean ignoradas. Personas que sólo tratan de vivir en igualdad de condiciones con quienes la sociedad considera como ‘normales’.

Es responsabilidad de todos entender que también los ciudadanos con discapacidad somos seres humanos que merecen ser tratados como tal, porque estas desigualdades generan un rompimiento grave en la estructura social y, por ende, abren brechas que, con el tiempo, se convierten en irreparables.