Samanta ganó la ronda previa, por eso decidirá a quién le toca contar. No recuerdo si alguna vez ella contó; la verdad, en mi memoria, siempre aparece victoriosa y estableciendo las series.
Como es de conocimiento general, los demás —entre los que espero estar— tratarán de esconderse lo mejor posible, mientras el seleccionado por Samanta va diciendo los números con voz potente.
La mayoría de veces hasta el veinte; otras, hasta el cincuenta; pero casi nunca, hasta el cien. Ojalá se cumpla mi deseo. Si pasa, me refugiaré cerca de ella. ¡Es una maestra en desaparecer!
A nuestros padres, que conversan en el zaguán, no les gusta este juego: sufren por los adornos rotos —Juan es un poco torpe, a menudo tropieza y, ¡zas!, adiós masetero, portarretrato, buda de yeso, elefantito de cristal… tantas cosas bonitas que ya no están— y reniegan, porque alguno —generalmente Juan— resulta con chichones, raspones y llantos. Pero siempre nos las arreglamos para jugar.
Mi garganta se ha secado. La mirada de Samanta se mueve frente a nosotros que hemos formado una fila. Luz está a mi derecha; susurra en mi oído que quiere orinar. Le digo que se aguante hasta que nuestra prima mayor designe. Si ella se va justo en este momento, habrá menos opciones y fácilmente yo podría ser escogido.
Samanta camina lento, de extremo a extremo. Amelia, Juan, Francesca y José son dejados atrás. Luz repite lo de ir al baño. El andar de punta a punta termina, delante de mí brota una sonrisa. Ya no importa si Luz se va o no. Soy el seleccionado.
Antes de comenzar, solicito un minuto: tengo sed. Los adultos ya han pasado a la cocina. Le pido a mamá un vaso con agua y me sirve limonada. Todos están contentos: papá y mis tíos hablan del clásico U–Alianza y las mujeres repasan las novelas de anoche y los últimos chismes del pueblo, a la vez que alistan los ingredientes para preparar la sopita de choros, el cebiche y el arroz con chancho.
Es una falta de respeto preguntar qué se almorzará, pero mi madre me dijo, porque sabe que me encantan esos platos. Doy un trago largo. Tía Mari me dice que estoy reseco; sé a qué se refiere. Los demás la celebran con carcajadas y siguen con lo suyo.
«¿Qué hacen?», pregunta tía Angélica, y le respondo que jugamos avioncito. «Ah ya, hijito, dile a tu prima que no se agite». Dejando el vaso vacío sobre la mesa, asiento. Voy rápido a cumplir mi deber.
Los chicos, en corro —menos Samanta—, cuchichean. Supongo que comentan sus posibles escondites. Me ven e inmediatamente callan. Es gracioso: parecen cucarachas cuando se enciende la luz. Le doy a Amelia el recado de su madre y parece no importarle. Samanta se acerca —posee un aire misterioso— y ordena: «La serie será de cien». Me parece exagerado, pues soy de los que menos pierde y de los que más la admira. Ella lo sabe. Así que recrimino: «¡No te pases!» «¿Qué, no sabes contar hasta el cien, Marito?», se burla. «Tú no sabrás», le digo, consciente de que esta es una mentira: no hay nadie mejor que ella en esto. «Vas a ser la primera a la que encuentre».
Resuelto, voy a la columna de conteo. Doy la espalda a todos. Pongo los brazos en posición y comienzo: «Uno, dos, tres, cuatro, cinco…» Mis ojos están cerrados, no soy tramposo. A pesar de mi voz fuerte, escucho las risas y el correteo detrás de mí. Suena un golpe, una caída; seguramente Juan. La pared me enfría.
«Diecisiete, dieciocho, diecinueve…» «¡Amelia, trae tu inhalador!», llaman desde la cocina, eso significa que Amelia queda exenta de la búsqueda. Mejor para mí: uno menos. «Veintinueve, treinta, treinta y uno…» Finalmente se disipan los sonidos. Qué frío siento. ¿Usarán los lugares convencionales? Lo dudo.
«Cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete…» «Mario», musitan a mi hombro, imitando un tono fantasmagórico. Puede ser cualquiera, pero creo que solo existe uno entre todos nosotros capaz de utilizar trucos como este para ganar.
«Mario», repiten. Es Samanta; trata de confundirme o asustarme. ¡Es una capa! «Cincuenta y nueve, sesenta, sesenta y uno, sesenta y dos…» Si volteo, tendré que empezar de nuevo, son las reglas. Me concentro. «Mario», otra vez. No hago caso.
—¡Terminé! ¡Ahí voy!
Cerca no hay nadie. Parece que esta vez se han esforzado. Debajo de la mesa del comedor, el gato. Tras la puerta del cuarto de los abuelos, el aroma a mentol. Entre dos estantes de la biblioteca, José. «¡Te encontré!», grito y corro. Soy más rápido que él. No logra salvarse. Lastimosamente, no cumplo con mi advertencia de que mi primer hallazgo sería Samanta, pero no interesa: ganaré.
Vuelvo a la tarea: aún faltan cuatro. En el baño, tío Harry. «¡Cierra, muchacho!», se enoja. Río y sigo buscando. El zapatito rojo de Francesca se quedó afuera de las largas cortinas con las que se ha envuelto. Jalo la tela y digo: «¡Te encontré!» Ella, en su afán de salir, se enreda. Llego a la columna sin impedimentos. Sigo.
En el zaguán, las banquitas. En otras habitaciones, roperos, cómodas y camas. En la sala, sollozando, Juan se soba la pierna. «No juego», me dice, pero igual indico que lo he encontrado; camino tranquilo a marcarlo en la columna de conteo.
Entonces, me choco con Luz en el camino y le gano la carrera. Ahora voy por el premio mayor. Los que van perdiendo depositan su confianza en la restante. ¿Acaso alguien pensó seguirla, como lo hubiese hecho yo? Parece que ni les pasó por la cabeza.
«¡Chicos, a almorzar!», llama mamá. «¡Ya vamos!», grito al mismo tiempo en que me muevo, observando los alrededores vacíos. Ya he ido a casi todos los espacios de la casa, menos al garaje.
Sinceramente, ahora que pienso, no he entrado muchas veces. Solamente en dos o tres ocasiones; siempre para ayudar a cargar alguna caja a mi abuela, pues, además del carro, hay muchos objetos inservibles depositados ahí.
Lo más probable es que Samanta esté adentro. Ella es diferente a mis otros primos, quienes prefieren aguardar su salvación. Son unos miedosos. «¡Ya vengan!», vociferan nuestros padres.
Mario, Francesca, José y Luz se disponen a ir, no quieren ser regañados. Les digo que hagan caso, que traten de distraer a los mayores. Igual, yo estoy seguro de que me castigarán; se me ha dicho: «Debes hacer caso al primer llamado». Pero ¿y Samanta dónde está?
Ingreso a la cochera. Está oscura y hay bastantes cosas alrededor del Ford. Sorteo cachivaches con mucho cuidado. Polvo y telarañas se pegan en mi piel, y en mis ropas.
—Samanta, es hora de comer.
Me pongo alerta
—El juego acabó. Los demás ya deben estar a la mesa, se acabarán el cebiche.
Miau, el gato aparece cerca de un zapatero viejo.
—Todos sabemos que ganarías, Samanta.
Es magnífica y eso me preocupa un poco. Logro ver lo que sería el escondite perfecto: un refrigerador de grandes magnitudes descompuesto. Me apresuro:
—¡Te encontré!
Abro y… nadie.
Los adultos ya están acá. Mamá tira de mi oreja mientras me pregunta «¡Dónde está la nena?» Me duele y respondo lo que sé y lo que no. Tía Mari está molesta; grita el nombre de su hija; mueve todo de arriba abajo.
«¡Dónde se ha metido esta niña, caramba!», reniega. «¡Será mejor que salgas ya, no querrás que te castigue o que le cuente a tu papá!» Pero la situación permanece igual: no hay contestación, no aparece, no… nada.
Aunque en mí sí hay algo: me quema la oreja y tengo un pitido leve. Es mejor que Samanta termine con esto; de repente, por su culpa quedo sordo.
Mamá y mi tía la llaman, una y otra vez. Lo único que se obtiene es preocupación: pasan los minutos, como si la serie del cien se hubiese extendido, como si esta fuera infinita. Soy un exagerado; ya solo me arde un poquito y el sonido desaparece rápido. Llegan los demás.
Mis primos, como yo, no tienen idea: «Solo jugábamos a las escondidas», explican al unísono. «¡Les ordenamos no jugar eso, carajo!» Y mi abuela salta en defensa nuestra: «Son niños, Harry».
El reloj no se detiene. Cuarenta minutos. Tía Mari desespera: Samanta no está. «¡Hija, ya, no es gracioso!». Mi papá toma a mi madre por el brazo y la lleva hasta la puerta que da a la calle.
Advierto que me miran y discuten; sus entrecejos lucen alterados; sus bocas, diferentes. Tío Leonardo me jala a la cocina. Siento el peso de los ojos de mi familia sobre mi nuca.
«Qué ha pasado, hijo, dime». «Pues los encontré a todos menos a ella; usted no sabe, pero siempre ha sido la más buena en esto; ni por acá que iba a suceder algo así». «Pero no puede esfumarse nada más, ¡es imposible!» Callo y subo los hombros. Él regresa con los demás.
Me dan la espalda: todos se enfocan en la pobre tía Mari, que se tapa los ojos con las manos y murmura el nombre. Los mayores siguen con la búsqueda. No comprenden. Voy detrás de ellos y detrás de mí van mis primos.
Nos piden no estorbar. Guardamos distancia, silenciosos. Revisan cuidadosamente cada rincón. Se hartan. Mueven todos los muebles, abren todas las puertas, tiran todas las cosas. Como se dice, ponen la casa patas arriba. Gritan. Ciertamente, no entienden. Dos horas, qué rápido pasa el tiempo cuando te enfrascas en una búsqueda.
Los platos se han enfriado en la mesa, las moscas disfrutan. Y las lágrimas ahora son un enlace entre las mujeres. El nombre retumba las paredes y los corazones. Salen a la calle. Es un paisaje completamente solitario. Se dividen y tocan puertas. Es inútil.
«Samanta, dónde te has metido». «Samanta, dónde estás, hijita linda». «Samanta, mi niña, por favor, sal ya». No lo entienden. Tres horas y algo. Temen. El cielo se torna gris. Tía Mari se tambalea, parece que pronto caerá. Volvemos a casa. Es un caos, pero a la abuela no le interesa. «Cuando aparezca mi nieta, acomodamos».
Recuestan a la tía en el sofá más grande. Le traen agua de azahar. Las miradas rojas y cristalinas se cruzan. Tío Harry saca el celular. No pueden dejar pasar más tiempo. Samanta se ha esfumado.
Siento frío el cuerpo. «Marito», oigo decir detrás de la nuca. «Marito», como cuando estaba en pleno conteo.
En serio, espero que Samanta acepte enseñarme a desaparecer.
Marcio Taboada Zapata nació en San Pedro de Lloc, capital de la provincia de Pacasmayo, La Libertad, en 1994. Es licenciado en Comunicación y Periodismo, egresado de la Universidad Privada del Norte (Trujillo). En 2020, fue uno de los ganadores del primer concurso de cuentos realizados por la Municipalidad Provincial de Pacasmayo. En 2021, publicó Sórdido, libro de relatos cortos que abordan zonas prohibidas de la naturaleza humana, por el cual, en 2022, durante el XIV Encuentro de literatura hispanoamericana Iván La Riva Vegazzo, la Casa de la Cultura y Turismo de San Pedro de Lloc lo reconoció como “Escritor joven revelación 2022”.
Las escondidas forma parte de su libro de relatos Sórdido.