¿Dos atletas, que compiten entre ellos en una carrera de 100 metros, deberán ser calificados con iguales o diferentes reglas? Con iguales reglas. ¿Y dos atletas paraolímpicos deberán ser calificados con iguales o diferentes reglas? Pues serán juzgados entre ellos con iguales reglas, pero con reglas diferentes respecto al primer grupo.
Ahora bien, cambiemos aún más el escenario: no hay dos, sino una competencia. ¿Cómo podrían ser juzgados nuestros cuatro atletas si compitieran en la misma pista? Simplemente, no podría darse el supuesto por dos fuertes razones: si permanece o varía el reglamento, será tan injusto para los atletas que se valen de sus piernas como para los atletas que requieren de un vehículo. La justicia de uno es la injusticia del otro.
El caso propuesto nos introduce en los dominios embarazosos de la ética de la justicia. No faltará una mente perspicaz que solucione el problema al sugerir que cada quien compita por su lado, porque, de hecho, una carrera justa sería imposible, aunque otorguen los primeros una ventaja sobre los segundos.
No obstante, tal sectorización es inviable en la vida práctica. A diario, nos enfrentamos a constantes distinciones que nos excluyen de grupos y ello reduce nuestra oferta de oportunidades.
¿Quién no ha leído el aviso “se busca señorita con buena presencia”? Todos. ¿Y qué es la buena presencia? De seguro, tener nariz respingada, tez clara, altura promedio y, sobre todas las cosas, ser una persona bonita. ¿Qué trabajo debemos buscar los no privilegiados?
Este sencillo aviso laboral nos obliga a responder la siguiente pregunta: ¿Quiénes merecen más oportunidades? ¿Quienes se valen de sus piernas para correr o quienes necesitan de un vehículo para hacerlo? ¿Los guapos o los feos? ¿Aquellos que generan oportunidades o aquellos que se quejan del sistema y no generan ninguna?
Antes de contestar la pregunta inicial, debemos considerar que hay factores externos a la voluntad humana que determinan tal situación de injusticia. Factores materiales, sociales, laborales, políticos, estructurales, biológicos y demás. Incluso, habrá señoritas buenamozas que no busquen dicho trabajo; empero, insisto, diversos factores externos las colocarán en ese lugar.
Por consiguiente, la pregunta del merecimiento se enfrenta al problema de la precariedad. Ser precario no significa ser pobre. Ser precario es carecer de algo que te coloca en una posición de desventaja frente a un grupo.
Tampoco podemos afirmar, con toda seguridad, que los precarios merecen más oportunidades que los privilegiados, si no, caeríamos en un resentismo. En efecto, merecer no significa esforzarse por conseguir oportunidades, sino otorgarle oportunidades a quien tiene más posibilidades para lograr su cometido.
Por ejemplo, el aviso laboral citado le genera más oportunidades a quien cumpla con el presupuesto de “tener buena presencia”. De ello se colige que merecimiento y precariedad van en direcciones opuestas.
De Aristóteles a Habermas, son muchos los teóricos que se han preocupado por la justa distribución entre las personas. Para la justicia conmutativa será justo repartir por igual entre los iguales; en cambio, para la justicia distributiva será justo repartir por desigual entre los desiguales.
Me explico. Un padre deberá atender por igual a todos sus hijos por el simple hecho de que lo son, pero le dará más propina a quien se lo merezca. En otras palabras, como hay iguales hijos hay igual atención y como hay desigual desempeño hay desiguales propinas. Eso nos dicen las justicias conmutativa y distributiva, respectivamente.
Entonces, ¿cómo pueden exigir iguales oportunidades los desiguales? La ética de la justicia nos impulsa a actuar bajo consciencia, esto es, siendo testigos de la precariedad de la gente. Si bien no está en sus manos llenar las carencias, es posible reducir la brecha de desigualdad.
De modo que será justo que tanto bonitos como feos consigan trabajo, y será injusto que existan más ofertas laborales para los bonitos que para los feos.