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“En los maizales”, un cuento de Luis Flores Prado

Escribe Luis Flores Prado*

¿Mayo? ¡Mayo!

Mayo en los maizales, en la lujuria de la tierra, en el dolor parturiento de alguna hembra.

El cielo estaba lampiño de nubes. 

Por la loma asomaron…

El Rufino, con aires de orgullo, en la muñeca un reloj azul mosca, y con unos ojillos que danzaban de alegría, ladeando el sombrero, dijo a su china:

—¡Mira, están grandazos! ¡De seguro están dulces!

Ella, con el pañolón abrazado de sus hombros, encarnada y a la espera, como un crepúsculo, sonriendo lentamente, miró al maizal y luego al cerro de su barriga.

Caminaba despacio, mirando de reojo al cholo. Avanzaron largo trecho cerca de la chacra. Rufino, en un arrebato de triunfo, cogió una piedra y la lanzó al maizal. De las espigas se desprendió una bandada de pericos, chillando fueron a posarse a otro sembrío lejano. Las hojas de los maíces se codearon movidas por el viento.

En una pampita, al borde de la plantación, Micaela se recostó despacio, extendió su negro pañolón en la yerba y pidió al campesino que se mantenía ofuscado por la preñez de su china:

—Trai pa cá los choclos, pa despancar, mucho peso pa llevarlos con pancas.

Rufino, agachado para no cortarse con las hojas ásperas, se adentró en el maizal; rompió dos mazorcas de sus cañas y las mostró diciéndole:

—Tan güenas pa hoy en la noche.

—Saca hartas diuna vez —respondió ella, y comenzó a despancar con prontitud.

—Este año tenemos pa la fiesta, ña Florencia será la madrina—comentó el cholo, perdido en la espesura. 

Y, enredándose como arveja en los maíces, su silbido de huayno zapateante se enmarañó entre los tallos.

—Array si el padre nos casa después de todo esto —exclamó Micaela con timidez, sintiendo el latir de otro corazón dentro de ella.

Al rato estuvo rodeada de pancas y en su rebozo las mazorcas reían descarnadas. Él había arrancado lustrosas cañas moradas. Pelando estaban. ¡Dulces como la miel, requetedulces! Succionaban endulzados. El bagazo arrojado, de lo morado que fue, estaba blanco, estarciendo la grama.

Rufino miró a la chola con los labios morados, la risa coqueta y el rubor de nísperos. Se acercó anhelante, su corazón alborozado avivó la sangre, quiso besarla, estrujarla. Ella, esquivando la intención, miró el seno del maizal y, señalándolo, dijo:

—Ese parece el más grande de todos.

—Ahorita lo traigo pa ti —y saltando con osadía, se dirigió al centro de la chacra.

Toda la mañana le había estado doliendo el vientre, pero ahora con más fuerza y sin cesar. No le avisó a él porque lo había visto muy contento. Un creciente dolor agudo punzaba. Soltó su faja y esperó.

Rufino estaba en pleno ombligo del maizal y se sorprendió al ver un choclo de tamaño formidable: era alto y se erguía retador, como un dios atávico. Lo quebró del tallo, plantó sus uñas para quitar las verdes túnicas protectoras, con fuerza rasgó unas cuantas, y por fin vio una columna de maíces blancos…

—¡Rufino!… —tronó a tragedia el grito de la Micaela.

Rufino soltó una veloz carrera hacia ella, llevando en la mano el descomunal choclo. La vio tendida, revolcándose de dolor.

Le gritó:

—¡Cojuda! Por qué no has avisau antes… —y desesperado limpió la grama de las pancas y restos de caña.

Ella gritaba y su grito recorría las chacras solitarias. Después, angustiosa y entrecortadamente, imploró:

—Rufino, es muy grande… no sale… se va a morir… corta pa que salga… corta…

Él observó alrededor y, cogiendo una corteza filuda como navaja, cortó. El crío estaba atravesado. Ella se desangraba.

De nuevo rogó, levantando sus polleras, mostrando el abdomen hinchado:

—Por aquí, Rufino… corta… se muere… corta…

Rufino botó la corteza, recogió otra más grande y morada. Lloró, gritó, y de un tajo abrió el vientre de su chola… Sangre en ebullición… Siguió cortando para abrir más. Miró a Micaela, boquiabierta y pálida. 

—¡Micaela!… ¡Micaela!… ¡Micaelaaaa!…

Se precipitó sobre su cara, la besó, la acarició con las manos, pegó sus mejillas a las de ella y lloró… lloró hasta que los ojos se le desorbitaron en un gesto demencial y macabro. 

Ahora yergue la cabeza, los pelos escurriendo sudor, las lágrimas secas en las mejillas; sin embargo ríe… ríe y a grandes carcajadas se levanta, poniéndose el sombrero; fija su mirada en la majestuosa mazorca, la recoge acariciándola en funesto contraste, pues sobre los granos blanquiverdes del maíz resalta la sangre de sus manos embarradas.

Protege el descomunal choclo y proclama:

—¡Mi hijo!

Alza el choclo y lo besa.

Apresuradamente toma el camino de la loma, llevando el fruto como un hijo, recostado contra su palpitante tórax. Ya en la cúspide, torna a mirar el extenso maizal y levanta el choclo con sus dos manos:

—¡Soy padre!

El viento pasa veloz hacia los maizales, llevando la frase que se reitera demencialmente:

—¡Soy padreeeee… eee… eee!

El viento produce murmullos de espanto en el maizal.

¡Mayo!… mayo en una mazorca ensangrentada.


Luis Flores Prado /  Huamachuco, 1968

Estudió Historia en la Universidad Nacional Enrique Guzmán y Valle y Arte en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Fundador de la Asociación de Escritores y Artistas de Sánchez Carrión ASESAR-SC e Integrante del Concejo Directivo Nacional del Gremio de Escritores del Perú. Ha publicado los libros de relatos Esperando el amanecer (1988), Corazones galgas despeñándose (2008), El cárcamo del duende (2011); el poemario Oscura invocación (2003); y el ensayo Yndios más pobres y necesitados (2009).

En lo maizales, es parte de la colección  Cuento liberteño / Panorama actual 1, de Carlos Santa María