Una vez a salvada del huaico en Wichanzao, Ester Murga Guzmán (68) contabilizó hasta en diez oportunidades a sus tres hijos y a sus cinco nietos. “Los contaba una y otra vez, hasta diez veces creo… sentía que uno de ellos se había quedado”, recuerda aún con angustia. Desde el techo del vecino, de noche y sin luz, visualizaba junto a sus familiares, como si se tratara de una película de terror, cómo el agua destruía sus paredes y se llevaba una por una todas sus cosas.
Ester y su esposo, César Rodríguez Carrión (72), se encontraban tapando los agujeros de las calaminas de su techo cuando el huaico los sorprendió. La corriente del agua llegó con furia, y mucho lodo. En solo segundos rompió la puerta de calamina. Minutos después, cuando ya tenían el agua a la altura de la cintura e intentaban salvar algunas de sus pertenencias, se vino abajo la puerta principal, la de madera. Prácticamente nadando, los diez integrantes de la familia, entre ellos cinco menores de edad, escaparon por la parte posterior de la vivienda, ubicada en la Mz 22, lote 5, del sector Wichanzao de La Esperanza. Treparon paredes y llegaron al segundo piso de la casa vecina.
“Es un dolor indescriptible. En ese momento me quería morir. Si no fuera por mis nietos, que eran mi fuerza, me hubiese dejado que el huaico me lleve. Es una casa que lo construimos junto a mi esposo con mucho esfuerzo, de adobe en adobe”, agrega la abuela ‘Ten’, como lo llaman sus nietos de cariño.
Once días después, en el mismo lugar de los hechos, bajo un abrazador sol, Ester escaba entre los escombros de su casa junto a su esposo y su último hijo, Junior, para recuperar un poco de lo que la naturaleza les arrebató. “Acá, acá está mi cocina”, grita en medio la zozobra y la desesperación al visualizar una de las hornillas donde preparaba a diario la comida para su numerosa familia.
La madre y abuela de 68 años no se queda conforme. Con sus propias manos, escaba alrededor de la hornilla y encuentra otra más. “César, apura. Esto (la cocina) lo necesitamos”, exclama. “Déjalo, mujer. Para sacar esto necesitamos palas y picotas”, responde su esposo, moviendo la cabeza de un lado a otro para luego, agregar: “Acá no hay ayuda, señor. Vinieron de Defensa Civil y dieron carpas a sus conocidos. A nosotros no nos dieron porque dicen que no tienen donde instalarla”.
Efectivamente. La casa de la familia Rodríguez Murga tiene altos, bajos y charcos de lodo en todos lados, imposible de instalar una carpa allí, como sí está colocada la que se aprecia radiante en el segundo piso de una casa de su vecino. La carpa es blanca, con el logo de Defensa Civil al centro. Mide aproximadamente unos 15 metros de largo y unos ocho de ancho. “Mira qué bonita se ve. Allí entraría toda mi familia”, implora el patriarca de los Rodríguez.
En el fondo de su casa, donde existía un corral, aún se visualizan dos pollos muertos flotando entre los charcos de agua y lodo que aún persiste a causa de los huaicos. “Criaba ocho pollos, pero murieron todos, ni tiempo nos dio para salvarlos. También tenía cuyes, pero ni rastro de esos animalitos. Los dos perros y dos gatos que teníamos se llegaron a salvar. De mi casa solo quedaron columnas, pero vino el Ministerio de Vivienda y nos recomendó tirarlas por precaución. De mi hogar ya no queda nada, absolutamente nada, solo el terreno”, cuenta Ester al borde de las lágrimas.
En estos días, sus nietos, a los que tanto ama, se encuentran refugiados en las casas de sus familiares. Ellos son su esperanza para salir adelante y volver a empezar de cero. Hasta que la naturaleza lo permita o hasta que las autoridades refuercen la peligrosa quebrada del Cerro Cabra.