Mi profe de Filo piensa que soy un cuy. Desde ya, les adelanto que mi respuesta es más interesante que la anécdota.
Un gringo, que imparte Filosofía del Derecho en UPAO, nos narró un suceso, espeluznante –diría él–, habitual –diría yo–, que lo dejó perplejo del asombro.
En una de sus visitas al país del pollo a la brasa, lamentó que los peruanos consumiéramos cuy con tanta normalidad, como quien se llevase el primer bocado del día a la boca, sin sentir remordimiento en el acto.
Le apenó que el cuy inocentemente se alimentara creyendo haber conseguido una relación afectiva con su dueño, mientras que el cocinero o comensal afila el cuchillo para destriparlo. No es amor al cuy, sino amor al cuy chactado.
“¿Imagínense ser ese pobre animalito?”, nos dijo con el corazón mustio. En verdad, le apenó tanto.
Fue entonces ahí que pasó, en la semana 3 de evaluación, cuando nadie se lo esperaba, subió la práctica calificada a la plataforma virtual.
Encontré un cuadro con tres entradas: a) Soy el cuy, b) No soy el cuy, c) A veces soy el cuy. Debajo de este, la única indicación igual de sencilla que sus palabras: “Escoja una opción y redacte un ensayo”.
En seguida, las risas, la incógnita y el descontento del salón. “¿Cómo se puede escribir sobre algo absurdo?”, pareciera ser la pregunta que rondaba como cuy entre las carpetas desalineadas.
No obstante, lo que el docente nos encomendó fue esbozar reflexiones, un poco disparatadas, en torno al parentesco que podría haber entre la vida del cuy y nosotros. Y si la vida como tal no fuera una metáfora parecida a otras, hasta yo mismo pensaría que la propuesta del profesor no iba más allá de un arrebato en el salón.
El cuy, también llamado cobaya, nos sirve de excusa para comentar brevemente sobre la polaridad doméstico-comestible de los animales: ¿cómo se determina cuáles se domestican y cuáles se consumen?
El cuy es uno de los rarísimos animales que no solo se tienen de mascota como un roedor de jaula, sino también se sirven en un plato acompañado de papas u otros alimentos.
Peter Singer (1946) es un filósofo australiano que ha desarrollado su trabajo ensayístico en el campo de la bioética.
En 1975 publicó “Liberación animal”, donde cuestiona nuestra relación con los animales no humanos, idea que se ha forjado en la psiquis colectiva como un abismo que separa a hombres y bestias, las cuales son instrumentos destinados a satisfacer necesidades básicas y superfluas por ser inferiores al hombre.
Respecto a la pregunta anterior, el filósofo responde que no existe base teórica que justifique tal injusticia y práctica inmoral.
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Para comprender su postura, es necesario sintetizar tres premisas importantes: a) el sufrimiento de los animales existe; b) este sufrimiento es innecesario; c) los hombres no somos cualitativamente distintos a los animales.
Las dos primeras son de carácter científico. El sufrimiento de los animales existe por el hecho de que son capaces de sentir dolor, tener sentimientos y formar lazos afectivos. Además, la mayoría de ese sufrimiento se produce en granjas industriales y mataderos, siendo la carne innecesaria para la sobrevivencia humana.
La tercera premisa es filosófica. Los animales humanos no somos cualitativamente distintos a los animales no humanos, es decir, no poseemos innumerables cualidades que nos coloquen en la otredad.
Poseemos capacidad intelectual, pero somos animales, al fin y al cabo. Es más, porque tenemos el intelecto de nuestro lado, no poseemos derecho alguno sobre los animales, sino la obligación moral de cuidarlos y reducir la brecha de injusticia.
Retomando el tema inicial, mi profe de Filo piensa que soy un cuy. Aunque no lo parezca, la metáfora cubre un conjunto de similitudes con los humanos, tal como ocurre con la mayoría de animales.
Sin embargo, hay un atributo que nos diferencia de ellos y ya no es el raciocinio o el lenguaje, sino la dignidad. Cuando el cuy pasa de ser doméstico a comestible, esta transición no finaliza con la muerte del roedor. Para nada. Hay todo un proceso de actos que simulan un ritual casi demoniaco.
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Pensemos en el hogar y no en el matadero. La ama y señora de la cocina selecciona al cuy más gordo entre sus compañeros de granja para romperle el cuello y posteriormente rebanárselo con un cuchillo para que chorree “la sangre mala”.
No estando contenta con el crimen, lo sumerge de pies a cabeza en una olla de agua hirviendo para despojarlo del disfraz, que es su pelaje. Luego le abre la panza y extrae todo su organismo.
Finalmente, como un acto de benevolencia, lo cuelga de las patas delanteras en el cordel para así su alma se eleve al cielo.
Mi profe de Filo piensa que soy un cuy y su solo pensamiento ofende a los comensales, que me observan preocupados.