Escribe David Salvatierra*
Osvaldo tiene que entregar una historia antes de la medianoche, una entidad de la que depende su vida lo conmina a entregarla cada día, con la única salvedad de los domingos, condición negociada por Osvaldo en el contrato inicial, porque preferiría perder su alma antes que perderse una fecha del fútbol, así que seis días a la semana se entrega resignadamente a la escritura de los cuentos que la entidad le pide para que él continúe justificando sus días, pero los domingos… bueno, ya se sabe.
A pesar de ser un devoto del fútbol, Osvaldo piensa que nunca ha escrito una historia de fútbol, y se pregunta por qué. Es cierto que en su primera juventud dio a la imprenta un cuento sentimental con el fútbol como telón de fondo, pero no está seguro de si es un verdadero cuento de fútbol, al menos él no lo considera así.
Para empezar, el cuento fue olvidado apenas lo publicó, y si alguien lo recuerda él hasta ahora no se ha enterado. Nunca le han hecho ningún comentario ni de pasada.
La historia involucraba un episodio muy personal de adolescencia con su hermano mayor, tan fanático del fútbol como él, y que sucumbió a una enfermedad crónica, dejándole a Osvaldo la memoria de sus mejores años compartidos entre las canchitas y los arcos del barrio.
Osvaldo recuerda todo lo que puso en el cuento, memoria, pasión, conciencia literaria, una visión integral del campo narrativo, se podría decir, porque pudo ver la historia casi completa antes de escribirla, y tenía, sobre todo, piensa él, propósito e intención, más que nada eso, cada línea, cada párrafo había sido un acto deliberado, una parte del todo, una flecha destinada a dar en el blanco, es decir, en la emoción del lector.
Sin embargo, cuando la presentó dentro de su primera colección de cuentos a su editor, este la aceptó con resignación, como un acto de relleno, para colmar la cuota y engrosar la delgadez del volumen.
Si bien al libro no le fue muy mal —tuvo sus buenos lectores y comentarios entusiastas en las contadas reseñas de los diarios de la ciudad—, ese cuento nunca fue mencionado o recordado ni por sus familiares, que son los lectores más piadosos que un escritor puede tener.
En todo libro de cuentos, sabe bien Osvaldo, dos o tres son las estrellas mientras que el resto apenas echa luz. Y de esos cuentos que brillaron en aquel libro, y que hasta tuvieron la fortuna de algunas antologías, Osvaldo no recuerda siquiera el momento de escribirlos, no recuerda si pensó que tenía entre manos algo memorable o al menos válido, solo recuerda que los escribió sin poner nada personal en juego o solo parar recrear una anécdota divertida.
Pero no puso mucho más que eso. Nunca tuvo la intención de que fueran algo más. Y fueron precisamente esos cuentos los que luego tuvieron mucha más llegada que los olvidados. Y ese cuento de fútbol olvidado nunca recibió nada, a pesar de que, recuerda Osvaldo, fue el texto más cerebral, conciente e intencionado de todos, quizás porque la emoción que trató de reconstruir también fue la que lo hacía vibrar más fuerte en su historia personal.
Ahora que escribe o que va a empezar a escribir para la entidad —y debe apurarse para terminar pronto y dormir temprano, porque mañana es la inauguración del mundial y de este lado del mundo estamos jodidos por la diferencia horaria que obliga a madrugar—, Osvaldo, al recordar ese cuento olvidado, se plantea las diferencias entre fútbol y literatura.
Y ese cuento de fútbol olvidado nunca recibió nada, a pesar de que, recuerda Osvaldo, fue el texto más cerebral, conciente e intencionado de todos, quizás porque la emoción que trató de reconstruir también fue la que lo hacía vibrar más fuerte en su historia personal.
En el fútbol, a diferencia de la literatura, piensa Osvaldo, la intención es un elemento primordial para conseguir la respuesta emocional del espectador. Un gol obrado al azar, de cazuela o de chiripa, como se dice, es detectado inmediatamente por el aficionado curtido que, si bien celebra el gol de su equipo, no lo guarda en su repertorio de grandes hazañas futbolísticas.
El gol cuenta en el marcador, desde luego -y más si ha aportado en un triunfo-, pero no en la memoria del futbolero, que no se obsesiona con su belleza viéndolo en incontables repeticiones, ni lo vuelve tema de conversación ante la barra de amigos entre las cervezas de los sábados.
Será por eso que no existen antologías del autogol, el gol con menos intención por excelencia, se dice Osvaldo. Con los ríos de futbol que corren diariamente ante las cámaras de alta definición, ningún futbolista puede engañar al ojo del espectador.
Cuántas veces después de un gol de chiripa que se disfraza de original se han armado fogosos debates para descubrir su autenticidad y validar su emoción. En cambio, un gol salido de los pies de un futbolista conciente de lo que hace, que obra una maravilla por su voluntad y determinación, crea una pieza maestra del deporte.
La intención ha creado la emoción. En la otra cancha, un escritor bienintencionado, superconciente de su destreza, puede que nunca llegue a dar en el blanco, y si lo hace, si ha conseguido dar forma a una historia eficaz, concientemente o no, el acto de lectura agota todo su poder, todo lo bueno que pueda contener se mueve dentro de los límites de la primera y la última frase, ningún lector honesto repara en la intencionalidad del escritor, ni en todo lo que está detrás, con que una historia despierte su emoción le basta, y aplaude de pie por la gracia concedida, así el escritor haya anotado un tanto narrativo de carambola o de espaldas.
Nunca se puede saber de antemano a donde irá a parar el balón. Como ahora, piensa Osvaldo, que no puede predecir cuál será el destino de la historia que está a punto de empezar.
*David Salvatierra nació en Lima, en 1981, pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo y la maestría de Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de cuentos Lo que sé de mi madre (2014), Nueve cuentos envenenados (2020) y Todas las familias tristes (2023), y la novela corta El sentimiento de la fuga(2016). Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando (2014), Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019), Historias mínimas (2020), Relatos selectos (2021), Trujillo en cuento (2023) y Tiro de esquina (2023). Su cuento Ohio, 1912, fue finalista en la XX Bienal de Cuento «Premio Copé 2018».