Escribe David Salvatierra*
Te la puedo contar a ti también, si quieres. Es la única historia que me sé contar.
No es muy tarde todavía pero ya vamos de vuelta a casa, a dormir, porque mañana toca playa, sol, un par de zambullidas en el mar, que a estas alturas del año ya empieza a ponerse tibio. Le hago otra broma a Sandra por el último baile de la noche, por su desmadre en la pista de baile y la sorpresa que nos dio a todos, y escucho su risa una vez más. La veo de perfil, con una cara incrédula, como si ella misma no terminara de creer lo que ha hecho. En ese momento, una luz lo cubre todo y el tiempo se detiene. Sigue corriendo el tiempo del mundo, por supuesto, y los segundos siguen girando en la oscuridad, como las llantas del auto que se ha quedado panza arriba a un lado de la carretera.
Desde ese instante, el tiempo es como un pozo del que no puedo salir, un hueco inmenso donde todo sigue sucediendo como hace cinco años: Sandra en último ciclo de la universidad, los primeros días del verano, los planes para las vacaciones, la escapada de fin de semana a las discotecas del sur en el auto de papá, mamá recordándome desde la puerta que cuide a mi hermana, la carretera hacia la noche, una cerveza de más que tal vez hace toda la diferencia.
A Sandra le da por el baile esa noche, cosa rarísima en ella, porque solo baila en casa, conmigo. No es tímida en ningún sentido, pero cuando se trata de bailar en público no hay fuerza que la mueva. En casa es otra cosa. Si nos dejan solos y no podemos con el aburrimiento, despejamos la sala, le subimos el volumen a una salsa o una bachata, y ensayamos unos cuantos pasos, a veces una coreografía sencilla que vemos en Youtube y que siempre termina en risas. Pero todo queda en casa. Es una bailarina de puertas adentro. Odia que venga un idiota en la discoteca y la saque a bailar. Ni sus amigos más íntimos la pueden convencer. Pero esta noche algo ha vibrado dentro de ella y baila. Tal vez porque la bachata que tanto hemos practicado empieza a sonar y sus pies se empiezan a mover solos. Entonces le toma la mano a un amigo y cuando menos se da cuenta ya ha agarrado vuelo. Marca el ritmo a la perfección, tres pasos y un toque, tres pasos y un toque. Cuando se encuentra conmigo en la pista de baile abro los ojos como quien ve una aparición y nos matamos de risa, cambiamos parejas y hacemos la coreografía. Es nuestro momento. El grupo nos hace barra y el DJ hasta pide palmas para nosotros y nos ganamos un trago de parte de la casa. Y como esta noche somos las estrellas del baile, yo después pido otro.
Muchos piensan que después de algo así cierras para siempre con el trago, que aprendes la lección de tu vida y te conviertes en una especie de apóstol antialcohol, curado y limpio, listo para dar sermones. En realidad, es a partir de entonces que empiezo a tomar de verdad: cerveza al comienzo, puedo tomar cerveza todo el día y seguir parado, pero con el tiempo ya no me trepa y le entro al vodka, al pisco, lo que venga, pero que venga fuerte, y luego unas líneas para el aguante, y si no alcanza para otra cosa, cañazo, qué más da, y ya cuando me encuentran tirado en cualquier esquina, las idas y venidas a rehabilitación.

Cuando me vienen a dejar, los primeros días, que son los más difíciles, y si no me agarra mucho el temblor, me da por hablar con uno que otro chico. Hablar sirve de algo. Es mejor que quedarse solo y callado. Y entonces cuento esta historia, como te la cuento a ti ahora, qué más podría contar. Algunos se quedan sorprendidos cuando les digo que muchas veces en los accidentes de carretera el chofer no se lleva la peor parte, sino el copiloto. Yo también me sorprendí cuando busqué en Internet casos similares y encontré una respuesta obvia: el cinturón de seguridad. Pero Sandra lo llevaba puesto esa noche.
Otros días, si estoy de buen humor conmigo mismo, me dejo convencer por lo que me dicen todos, que el auto que venía detrás del camión e invadió mi carril es el único responsable, que no había forma de que yo lo esquivara a esa velocidad, que si lo hubiera hecho tal vez yo también estaría muerto. Nunca sabré si tienen razón.
Y a veces pasa que simplemente ya no hay nadie con quién hablar y entonces me empiezan los temblores y el frío y el miedo y me digo que ya es hora de salir de aquí, de buscar a algún conocido y pedirle alguito fiado, cualquier cosa, me da igual, aunque más tarde, cuando me encuentren otra vez, me sea imposible sostener la mirada de papá y mamá. Pero es que cuando paso muchos días acá y no tengo nada que meterme al cuerpo miro dentro de mi cabeza y solo veo cosas horribles y es como si el tiempo empezara a correr, ¿entiendes?, y si el tiempo empezara a correr, Sandra dejaría de bailar conmigo ¿no crees?
*David Salvatierra nació en Lima, en 1981, pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo y la maestría de Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de cuentos Lo que sé de mi madre (2014), Nueve cuentos envenenados (2020) y Todas las familias tristes (2023), y la novela corta El sentimiento de la fuga(2016). Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando (2014), Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019), Historias mínimas (2020), Relatos selectos (2021), Trujillo en cuento (2023) y Tiro de esquina (2023). Su cuento Ohio, 1912, fue finalista en la XX Bienal de Cuento «Premio Copé 2018».
Una historia personal forma parte de su libro Todas las familias tristes (2023).