Escribe David Salvatierra*
No está de más recordar el caso singular del pueblo de Lourmarin, registrado en Histoire secrete des peuples provençales au Moyen Age, (Villon, 1887), cuya vida fue casi borrada por un delirio de renovación espiritual.
No podemos asegurar, sin embargo, que Lourmarin, famoso en nuestro siglo por las crónicas felices de Albert Camus, sea el único episodio del paso trágico de la Crisálida por la tierra.
Por otro lado, esta apacible aldea de casas de piedra caliza, terrazas sombreadas y campos de olivo barridos por los vientos mediterráneos, no guarda en sus registros históricos memoria alguna de este suceso.
Villon, que no revela sus fuentes, cuenta que una noche de primavera de 1348 una vaga e indefinible figura fue vista caminando por uno de los sinuosos callejones de Lourmarin. La visión fue notable porque, en medio de la negra noche sin luna, su silueta parecía resplandecer.
El primer testigo de su paso despertó al pueblo, que acudió pronto, antorchas en alto, al encuentro del visitante. Aunque vista a la distancia podía ser confundida con una figura humana, con un hombre altísimo y luminoso, el aldeano que lanzó el grito de horror que alertó a todos aseguraba que lo que había visto pasar ante sus ojos era una criatura demoníaca sin rostro, y que había visto dentro de ella.
No podemos asegurar, sin embargo, que Lourmarin, famoso en nuestro siglo por las crónicas felices de Albert Camus, sea el único episodio del paso trágico de la Crisálida por la tierra.
El pueblo entero no tardó en emprender su busca, porque en el laberinto de calles era muy fácil perderse o esconderse. La encontraron por fin reposando en una olvidada fuente de piedra, encogida, echando una tenue luz desde su interior, como una luciérnaga, el mapa de sus órganos internos transparentándose bajo su piel de crisálida.
La primera reacción fue, por supuesto, de puro horror, de pánico, de fatalidad. Alguien habló del fin de los tiempos. Entonces, el anciano jefe del pueblo se adelantó a todos y, como se juzgaba un hombre piadoso que entendía que toda criatura sobre la tierra era criatura de Dios, le habló.
La Crisálida no tenía ojos ni boca, solo era una silueta luminosa y diáfana que dejaba ver el ritmo de sus vísceras a través de la lámina de su piel, pero, con una voz que parecía salir de todo su cuerpo, dijo que había extraviado su camino en el tiempo, y que por ahora solo necesitaba alimento y un largo descanso para retomar su viaje.
El anciano jefe mandó traer una hogaza de pan y leche, y ordenó que le dieran refugio en el establo. Al día siguiente, la Crisálida, ligeramente recuperada, dijo que como servidor de Dios le correspondía devolver la gracia concedida por el pueblo.
– ¿Y qué puedes darnos? -preguntó el anciano jefe.
– Soy un guardián de las malas memorias -dijo. Conservo dentro de mí la memoria de los malos actos cometidos por los hombres.
– ¿Como un sacerdote con la confesión?
– En cierto sentido, pero yo solo guardo las memorias colectivas. No puedo conservar la memoria individual de nadie, solo la que la gente tiene en común.
El anciano jefe dispuso entonces la primera renovación espiritual de Lourmarin. El pueblo entero se reunió en la plaza, en cuyo centro la Crisálida emitió una luz que inundó todas las calles hasta los campos de olivo.
Y así, en esa noche, se olvidaron todas las peleas, todas las disputas, todas las deudas. El panadero olvidó quién le debía el pan, el sastre olvidó la ofensa de su hijo, los hermanos olvidaron sus rencores, los fugitivos salieron de su escondite sin memoria de sus crímenes.
Los días que siguieron fueron de una extraña paz, los aldeanos sentían que de alguna manera no se conocían, pero por un tiempo dichoso no hubo ninguna mirada turbia entre las gentes. Poco después alguien cometió una ofensa, otro deshonró una deuda, otro apuñaló a su vecino.
El anciano jefe convocó entonces a la segunda ceremonia de renovación espiritual de Lourmarin. Al principio se llegaron a celebrar ceremonias mensuales, luego cada semana y luego diarias, hasta que finalmente se reunieron los últimos tres habitantes de Lourmarin, los únicos que no habían tenido que olvidar nada, y le dijeron a la Crisálida que se fuera y no regresara nunca más a sus tierras.
Para el mundo, para las historias oficiales, la población de Lourmarin fue diezmada por la peste negra, que por esa época asolaba a todos los pueblos de Francia.
*David Salvatierra nació en Lima, en 1981, pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Cursó la carrera de Economía en la Universidad Nacional de Trujillo y la maestría de Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado los libros de cuentos Lo que sé de mi madre (2014), Nueve cuentos envenenados (2020) y Todas las familias tristes (2023), y la novela corta El sentimiento de la fuga(2016). Su trabajo ha sido incluido en las antologías narrativas Sobrevolando (2014), Cuento liberteño / Panorama actual 2 (2019), Historias mínimas (2020), Relatos selectos (2021), Trujillo en cuento (2023) y Tiro de esquina (2023). Su cuento Ohio, 1912, fue finalista en la XX Bienal de Cuento «Premio Copé 2018».